Se cumplen 50 años de la obra más renombrada del artista plástico, poeta, actor y performer Federico Manuel Peralta Ramos: gastarse la beca Guggenheim en una comilona (y un par de cuadros)
Qué lindo es cambiar de opinión.
Iba a empezar de otra manera. Quiero decir: había entrevistado, sea por teléfono, en vivo o por WhatsApp, a muchas personas, pero todavía faltaba el Caballero del Mar.
El Caballero del Mar es Diego, uno de los cinco hermanos de Federico Manuel Peralta Ramos. Quizá el más cercano, ¿quizá el más entrañable? Una mole de setentaipico que se bambolea tipo Shrek, un poquito encorvado. Sonríe como nadie, como nunca, y mira en lontananza: si uno mira igual, buscando qué ve allá lejos, allá arriba, no encuentra nada.
"Te digo la verdad: me quedé dormido", asume con una voz que es la mitad de cavernosa que la de mi objeto de estudio, que hacía de las "o", de cada "o", un túnel oscurooooo y a la vez luminosooooo, un desfiladero al mundo siguiente. Verbigracia, entonando la canción de Jorge de la Vega que cantaba a quemarropa en diversas situaciones y en diversos contextos, con la afinación y el oído que Gabriel Levinas me aseguró que tenía: "¡Es la hooooora de los magooooos!".
Editooooor, no me rete, yo sé que estos párrafos son difíciles, incluso la peste de cualquier publicación por fugaces y tijereteados. Voy abajo: téngame paciencia, porque de pronto no soy yo quien escribe estas palabras, estas palabras que querrían ser otra cosa que palabras, sino Federico Manuel, alias Federiquito, alias El Gordo, alias Fede, alias Aquel Boomerang Que No Quiso Volver Porque Se Encontró Con Dios, que incluso compartió clase en el colegio Newman con... ¡el director de este diariooooo! Es él quien me dicta el runrún metafísico de lo que tipeo esta noche, la indecisión de comerme un pellejo o sacarme la campera o abrir todas las ventanas o pedir comida india, es él quien sabe que la noche –que pateó, cabaret tras cabaret y sin un mango en el bolsillo, y que quizá sea esta misma noche, ahora: "Soy una estrella porque salgo de noche"– es un gran sacadero de conclusiones.
Estamos acá, ustedes y yo, para decirnos que pasó medio siglo desde que a mí, Federico Manuel Peralta Ramos, hijo de Federico Peralta Ramos y Adela González Balcarce, acuariano, nacido el lunes 29 de enero de 1939 de manos de mi abuelo Federico Peralta Ramos, partero y nieto de Patricio Peralta Ramos, fundador de Mar del Plata, que después yo troqué, para actualizar la familia, por Mal de Plata. Algunos fundan, otros funden. Uy, hablando y hablando me distraje, se me fue el hilo, el hilo de las cosas.
Pasó medio siglo, decía, desde que la Fundación John Simon Guggenheim me diera, en noviembre de 1968, su prestigiosa beca en la categoría Pintura, beca que gané al presentar, con la ayuda de Clorindo Testa y Samuel Paz, la siguiente idea: lanzar al mar un inflable gigante que desparramaría buena voluntad por el mundo. De más está decir que no me hizo falta concretar la idea: con enunciarla, ya la había hecho. Durante mucho tiempo yo pensé que la mejor manera de argentinizar una idea era no concretarla.
La cuestión es que no quise viajar a Estados Unidos (adonde había estado una vez, becado, en una comitiva con Ary Brizzy, Rogelio Polesello –al que bauticé simpáticamente Poleseller–, Víctor Magariños y Pablo Suárez y en cuyo periplo de mes y medio conocí a Octavio Paz: fue suficiente) porque a mí, básicamente, me gustaba acá, así que pedí que me giraran los seis mil dólares del premio a Buenos Aires. Se sabe que quien se va de Buenos Aires atrasa y que hablar pavadas afloja el stress.
Qué bien que estás escribiendo, Federico, no aflojés, pero dejame que agarre las riendas porque, si no, vamos a llegar a cualquier puerto y no es un mal destino –Amberes, Ciudad del Cabo, Shanghái, Dock Sud: qué ganas–, aunque quizá para más adelante, cerca del fin, ¿te parece? Gracias.
Una de tus obras míticas, el aleph de tu trayectoria, es el modo en que te patinaste el dinero de la bendita beca, que se entrega a personas ya consagradas en su disciplina. Creada en 1925 por el político y filántropo Simon Guggenheim y su mujer Olga Hirsch en honor a su retoño John Simon, muerto por una mastoiditis a los 17 años, tal vez valga la pena recordar que se trataba, y que se sigue tratando, de un subsidio ideal tanto para un artista como para un científico, una poeta o una bailarina, porque les permite –son 175 becarios anuales– comprar tiempo, o ahorrarlo, y crear en paz a lo largo de doce meses sin preocuparse más que de eso, de crear.
No sé –y hasta donde sé nadie sabe– si Federico Manuel, mezcla de paisano de campo y payador callejero, planificó cada erogación del monto que le otorgaron. Me parece que la estrategia se fue dando naturalmente, que no hubo proyecto. Sí es claro que el paquete de acciones hedonistas realizadas con la beca representa su abandono definitivo de la pintura para consagrarse a intervenciones conceptuales. En una de ellas, La salita del Gordo, el artista conversaba con los espectadores que lo visitaban en una sala del Centro Cultural Recoleta, preanunciando por ejemplo a la performer serbia Marina Abramovic y su The Artist is Present, que hizo estallar el MoMA en 2010.
Enumero en orden cómo nuestro feérico chamán de bares y boliches exprimió los seis mil dólares, que según una calculadora online hoy equivaldrían a unos 40.000: 1) realizó La última cena para 25 amigos en el hotel Alvear, invitándolos después a bailar a la boîte Afrika, donde cantó "A mi manera" (costo: 300); 2) se mandó a hacer tres trajes a la sastrería Sicilia (costo: 500); 3) pagó la deuda de una exposición que había montado en la galería Arte Nuevo ya sabiéndose ganador de la Guggenheim (costo: 1000); 4) invirtió parte de la guita –palabra que adoraba y que viene del latín vitta, que significa lazo o cinta– en una financiera, cobrando los intereses y reinvirtiéndolos en más gestos artísticos (costo: 3.500); 5) compró un cuadro de Josefina Robirosa y se lo regaló al padre (costo: 400.000 pesos moneda nacional), compró un cuadro de Ernesto Deira y se lo regaló a la madre (costo: 200.000 pesos moneda nacional) y compró un cuadro de Jorge de La Vega y se lo autorregaló (costo: 300.000 pesos moneda nacional).
Por si fuera poco, durante el periodo en que fue becario (Luis Pazos, artista del CAyC, me contó vía mail que Federico imprimió tarjetas absolutamente tradicionales con su nombre y la inscripción Becario Guggenheim debajo como una forma de cuestionar la seriedad del subsidio) trabajó como showman –el término es suyo– en el programa de Tato Bores y grabó un disco de dos canciones para el sello Columbia titulado Soy un pedazo de atmósfera, que incluía ese tema y el genial "Tengo un algo adentro que se llama el coso"; las 1333 copias se vendieron en disquerías y farmacias. Todo en línea con la religión que había inventado bajo el mote de gánica, cuyo primer mandamiento rezaba: "Hacer siempre lo que uno tiene ganas".
La ristra de exuberantes gastos y dádivas –"la exuberancia es belleza" es el epígrafe de Blake que Bataille eligió para su La parte maldita– llegó a oídos de la fundación, que a través de un tal James F. Mathias, al que intenté de mil modos contactar, le mandó una carta en mayo de 1971 exigiendo el reembolso de al menos 3.000 dólares por los cambios de planes consumados mucho antes.
El culebrón fue cobrando tintes de Netflix porque Peralta Ramos contestó detallando la elegante y original dilapidación del dinero y luego, en una segunda y contundente misiva, fechada el 12 de julio, escribió (no cambié ni una coma): "Mi carta del 14 de junio es un homenaje a la libertad. Una organización de un país que ha llegado a la luna que tenga la limitación de no comprender y valorizar la invención y la gran creación que ha sido la forma cómo yo gasté el dinero de la beca, me sumerge en un mundo de desconcierto y asombro. He meditado vuestra sugerencia sobre la devolución de los 3000 dólares y me he dado cuenta de que devolverlos significaría no creer y contradecir mi actitud, por lo tanto he decidido no devolverlos. Esperando que estas líneas sean valorizadas con un temperamento artístico".
Ese temperamento también se evidencia en un párrafo divino de la primera carta, en la que Federico desgranó su Ars Poética: "Una de las razones que me impulsaron a este tipo de manifestaciones es la convicción de que ‘la vida es una obra de arte’, por lo que en vez de ‘pintar’ una comida, di una comida. Mi filosofía consiste en la frase: ‘Siendo en el mundo’. Creo que la aventura del artista es el desarrollo de su personalidad, para obtener la ‘constitución’ del yo. En una palabra: vivir". En raya con lo que me contó el artista Edgardo Giménez en La Biela, lugar que Peralta Ramos visitaba por la tarde (según el mozo Joaquín Mauri, que trabaja ahí desde 1978, para tomar exclusivamente helado y un Federico Manuel, es decir "agua on the rocks"): "Era un placer estar con él, no se parecía a nadie y su energía era única; cierta vez le preguntaron qué planes tenía para el año y contestó ‘estar presente’".
Hay quienes sostienen que las cartas del artista que compró un charoláis campeón en un remate en 1967 con la intención de exponerlo en el Instituto Di Tella, pero tuvo que declinar la idea porque no tenía con qué pagarlo, están enmarcadas y colgadas en la sede que la Guggenheim tiene en Nueva York. Yo no estuve allá, pero varias personas aseguran haberlas visto. Hanna Pennington, una asistenta de producción de la fundación, me contestó fríamente por mail diciendo que no podían liberar información a menos que el caso tuviera más de 50 años: si bien las cinco décadas se cumplen ahora, ella no se inmutó. En fin. Lo que sí es seguro es que, desde entonces y gracias a Federico Manuel, la beca dejó de solicitarles rendición de cuentas a sus premiados.
Vuelvo al ingeniero Diego Peralta Ramos. Fue justamente él quien se presentó en las oficinas del rematador Arturo Bullrich para explicarle que su hermano no podía afrontar el pago del toro y tampoco su padre, que en su campo tenía ganado, pero de otras razas. El Caballero del Mar –la historia del apodo es épica y ética y tiene un origen náutico– se sienta detrás de su escritorio, delante del Robirosa que Federico compró con parte de la dote de la beca, y casi oigo el crujido de la osamenta al doblarse en dos, apoltronarse.
Sus dedotes como tentáculos agarran una Pilot negra y a quemarropa dibujan, en una A4 aguamarina de SEPRA (el estudio que su padre fundó con los arquitectos Sánchez Elía y Agostini) y como para esclarecer habladurías, el diseño de la mesa en la que su hermano mayor acomodó a los 25 invitados del famoso ágape del hotel Alvear que la revista Siete Días alteró diciendo que se trataba de "una pantagruélica fiesta para tres mil personas" y que el artista Remo Bianchedi llamó es-cena y ubicó en una suite.
"Al salón se ingresaba por Ayacucho, cerca de donde hoy se entra a lo que durante años fue el restaurante La Bourgogne. La mesa era una L más o menos así. Recuerdo perfectamente que acá había una columna y que Federico se sentó en esta silla. Él se ocupó de todo, de presupuestar la comida y de invitar a la gente. Había mozos y seguro se sirvieron papas fritas y milanesas". Es loco pensar que esto que me relata sucedió puntualmente hace medio siglo y no cuenta con registros fotográficos.
De a poco y haciendo memoria llegamos casi a completar la lista de invitados, "una comparsa grande en la que estaban todos los partidos": Marta Minujín (un mail suyo, textual: "Hablar de Federico me duele así que lamento, pero no te puedo ayudar"), Finita Ayerza y su marido Federico González Frías, Pier Cantamessa, Juliano Borobio, el cajero de La Biela, Lalo Palacios, Carlos Miguens, la gorda Peti ("una prosti que había por ahí"), Santiago Sánchez Elía, Pachi Firpo, Alfredo Agostini, el diariero Elías (que tenía su puesto frente al Alvear y al que Federico recurría, me contó su amiga Loreto Arenas, para pedirle unos pesos prestados cuando se le esfumaba la mensualidad: al decir de Pedro Roth, con quien también charlé en La Biela, "nunca le interesó el dinero y lo derrochaba sin parar"), el florista de la esquina, Clorindo Testa y él, Diego, con su mujer Zelmira, que en medio de la entrevista llama por teléfono y lo ayuda a rememorar.
Conversé en Dadá con Finita, una psicoanalista genial que vive a caballo entre Buenos Aires y Nueva York, edita la revista Lacanian Ink y descubrió y moldeó a Zizek. Narró con sentido del humor: "Qué horror, pensaba yo, si la Guggenheim le reclama la plata y le hace un juicio. Fue una comida paquetísima con mozos, champagne y vino que volaba por los cielos. Estaban Noé, Macció, De la Vega, Kemble… Federico tenía una especie de puta a la que ponía siempre de mujer, aunque no sé si estaba aquella noche. Yo siempre la veía. Era rubia. Me parece que él dijo unas palabras o puede que haya cantado. Después nos fuimos todos a Afrika".
En efecto, Noé estuvo entre los 25 invitados y es uno de los pocos sobrevivientes del banquete buñuelesco (el epíteto me lo sugirió Renato Rita, íntimo de Federico). Me lo confirmó una tarde que llamé a su estudio. Lo contó más o menos así: "Yo estuve, pero no recuerdo nada en particular. Fue como una cena, simplemente. Fui con Nora Murphy, mi mujer. Es probable que estuvieran Deira o De La Vega. Él tenía un gran entusiasmo por De La Vega, hasta le compró una obra con parte del dinero de la beca". Y me refirió además una historia magnífica: caminaba por la calle Florida rumbo al Vapor de la Carrera para comprar un pasaje a Uruguay y se encontró con Federico, que se propuso acompañarlo y terminó viajando con él a Montevideo, donde visitaron en un sanatorio a la madre de Noé, que sería operada de cataratas.
En el relato "El Zahir" Borges escribe algo que ilumina y engrandece lo que Federico Manuel Peralta Ramos hizo patafísicamente con la Beca Gugghenheim: "Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico".
–Esteban, antes de que cierres este texto, por el que te agradezco, quisiera que me dejes decir algo.
–Adelante, Federico.
–Ok, ahí voy:
Yo soy un pionero, un precursor de ideas. ¿No te diste cuenta de que soy un adelantado? Galileo estaba adelantado 400 años y sus contemporáneos creyeron que estaba loco. ¿Sabías que yo mismo tengo fama de loco? A falta de reconocimientos ajenos, decidí rendirme un homenaje. He inventado un monumento para mí: la Costa Atlántica, que va desde Quilmes hasta Río Gallegos. Es el monumento para Federico Manuel Peralta Ramos. Entonces, cuando la gente se meta al mar para bañarse, se bañará en el monumento. Es una de las proposiciones que pienso hacer para los habitantes de mi país y para los habitantes de este sistema solar. Porque yo, por ejemplo, me animaría a comunicarme con los habitantes de otros planetas, con ruidos y con ondas que yo emano. Vos ya sabés, Esteban, que pinté sin saber pintar, escribí sin saber escribir y canté sin saber cantar: la torpeza repetida se convirtió en mi estilo.
Gracias, Federico. Justo estoy en Cariló y acabo de darme un baño en tu salvaje monumento. Termino este pedazo de atmósfera de la misma forma en que terminabas vos los artículos que publicabas en La Semana y que asociabas a distintos géneros musicales, desde un minué hasta un swing pasando por un chamamé: "Fin. Planeta Tierra".