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Ella vivía en Estados Unidos y buscaba hacer confluir la comida saludable y el diseño, dos de sus pasiones. Nacido en La Plata, él estudió biología y desarrollaba su profesión como técnico de laboratorio en el Conicet. Se conocieron en 2019, cuando ella se radicó en Bariloche y la escalada deportiva fue el telón de fondo de la historia de amor entre Eugenia Ripari (38) y Nahuel Spinedi (42).
A poco de estar juntos, algo de inocencia y mucha convicción serían los ingredientes principales de un proyecto en común: fabricar kombucha, un producto con mucho potencial, aunque con muy pocos consumidores y casi nula información en el mercado.
Ir a Estados Unidos y volver: “¿Qué hacer en Argentina?”
Eugenia es argentina pero se mudó siendo muy chica a Estados Unidos. Volvió a los 33 años, para estar más cerca de su mamá, que vive en Trevelin. Aunque no sabía qué iba a hacer en la Argentina, en su mente traía varios proyectos. Decidió radicarse en Bariloche y se pasó el primer año explorando dos de sus mundos preferidos: la comida y el diseño. Buscaba vincularlos a través de un propósito.
En el muro La Luna, donde tomaba clases de escalada, su profesor terminaría siendo también su “celestino”: le presentó a Nahuel, experimentado escalador. Juntos, pasaron la pandemia leyendo y experimentando con un producto que Eugenia había conocido en 2010, mientras trabajaba en un supermercado orgánico en Waldorf, Maryland: la kombucha.
“Dentro del universo de las bebidas, siempre me interesaron los fermentos. Yo consumía mi propia kombucha, bien ácida. Y en pandemia se nos ocurrió capitalizar el tiempo muerto y experimentar con la materia prima para hacer el producto más amable al paladar. Por desconocimiento, muchos amigos decían: ‘Uy, qué asco’. Nadie la quería probar”, cuenta Eugenia.
Más cercana al mundo del arte, ella probaba con los ingredientes, mientras él aportaba su background y método científicos, escribiendo las recetas y dándoles estructura para poder replicar los sabores. Nahuel también estaba familiarizado con la kombucha: su papá y su abuela eran micólogos, y recuerda haber probado esa bebida de chico.
Aunque todavía no tenían en mente comercializar el producto, se fueron dando cuenta de que los resultados eran muy buenos y que esa experiencia podía traspasar los límites del experimento casero.
“Más allá de un experimento casero”
“Nuestra búsqueda estaba guiada por la alimentación alternativa, por saber de dónde vienen los productos que consumimos, escapándole a lo hiperprocesado y a la huella de carbono”, afirma Nahuel. Además, el contexto de cuarentena expuso lo difícil que puede resultar el acceso a la comida en algunas ciudades: “Durante la pandemia, sentimos que todo era igual y que nada estaba bueno. En el supermercado, todo tiene azúcar. Hasta los yogures y el café tienen azúcar. No había opción de acceder a algo agroecológico u orgánico. No entraban camiones a Bariloche porque no había nafta. Nos dimos cuenta muy rápidamente de que hay muy poco acceso a comida local”, suma ella. Frente a eso, ellos hablaban de kombucha y sus interlocutores ponían cara de “qué es eso”.
Pues bien, la kombucha es una bebida fermentada a base de té: se trata de un cultivo de bacterias y levaduras que conviven, se van alimentando de ese medio de cultivo que es el té azucarado y van generando distintos subproductos que son muy buenos para la salud, como ácidos orgánicos (muchos son antioxidantes), vitaminas, aminoácidos y enzimas.
“Son varias las propiedades que tiene el té pero, a su vez, el fermento las va transformando y las vuelve más disponibles para nuestro organismo. En biología se lo llama cultivo continuo: sacás un poco de un cultivo y lo vas repicando en el tiempo. Así, generás otro cultivo que, con tiempo, va a ser idéntico al anterior. Son como clones que te permiten mantener la bebida”, explica Nahuel.
Cuando ellos arrancaron a fabricar kombucha, había algunas personas que la hacían en sus casas. De todas formas, es trabajoso mantener el cultivo de manera casera. En ese punto, advirtieron que comercializar el producto podía ahorrar ese paso a los consumidores.
Claro que, más allá de esas pocas personas que conocían la kombucha y la tomaban, Eugenia y Nahuel iban por más: “Siempre solemos pensar en términos extremos, sos carnívoro o sos vegano. O pensamos que quien toma kefir o kombucha es un ‘cierto tipo de persona’. Pero lo cierto es que nos podemos alimentar bien sin necesidad de estereotipos. Hay un espacio en el medio de esos extremos para ofrecer productos que están buenos y que encajan en el mundo del capitalismo, que es la realidad en que estamos inmersos”, dice ella.
Leyeron muchos papers, investigaron cómo se comercializa la kombucha en otros lugares del mundo y, en paralelo, trabajaron durante un año para conseguir una bebida más tomable, más amigable con aquellas personas que descubren el producto. “No es lo mismo hacer kombucha en tu casa que venderla de manera estable. Es un producto vivo, entonces surgían muchas preguntas: cómo se envasa, qué tipo de tapa se usa, etc. No hay mucho desarrollo en el mercado refrigerado tampoco. Y eso es clave porque la kombucha no está pasteurizada ni filtrada o microfiltrada”, añade Eugenia.
“El futuro de la gaseosa no es la gaseosa”
A su vez, conscientes de que la kombucha es diferente a lo que la mayoría de los consumidores están acostumbrados a tomar, querían conseguir que la eligieran por su sabor y no porque hace bien. El slogan para comunicar eso fue: “El futuro de la gaseosa no es la gaseosa”.
En 2021 empezaron a vender las primeras botellas de kombucha en Bariloche. En un principio, en el departamento donde vivía Nahuel -al que llamaban “el lab”- hacían tandas en fermentadores de 20 litros y gasificaban en unos pequeños tanques de acero inoxidable: producían unos 150 litros por semana.
Con los primeros sabores, se lanzaron como la primera -y por ahora única- kombuchería de la Patagonia. Las botellas darían paso a las actuales latas, en las que ofrecen cuatro versiones todo el año (original, jengibre, flores de sauco y frambuesa) y dos estacionales (membrillo y limón-cúrcuma). Apuestan por ingredientes agroecológicos y locales.
El nombre elegido para el proyecto fue Slug Club. “Slug” es babosa en inglés (esa es también la “antimascota” de la marca), un bichito que se parece mucho al scoby, el nombre que se le da a la colonia simbiótica de bacterias y levaduras de la kombucha. Y “club” no solo significa “garrote” (un elemento que también aparece en el logo), sino que también resulta un guiño para quienes quieran sumarse a la comunidad kombuchera.
El camino hasta hoy fue lento como el avance de la babosa. Eugenia y Nahuel iban con el producto a ofrecerlo en dietéticas, bares, restaurantes y cafeterías, con la idea de que su kombucha se convirtiera en una alternativa a las bebidas alcohólicas o a los jugos tradicionales. “Teníamos que convencer a los vendedores de que la probaran, porque a ellos les tenía que gustar para poder ofrecerla. Y era muy gratificante, se sorprendían, porque pensaban que no les iba a gustar”, sonríe Nahuel.
Eugenia agrega que el mercado de la kombucha prácticamente no existe pero viene sumando adeptos a paso firme: “Cuando arrancamos, la kombucha no estaba en el Código Alimentario Argentino, eso ocurrió en julio de 2022. Hacemos mucho por brindar información, incluso estamos comunicados con otros kombucheros, queremos armar una cámara nacional. Los fermentos se están poniendo trendy, pero es necesario acercar mensajes claros, evidencia científica, hablar sobre el acceso a la comida, sobre nutrición. Es un desafío a encarar”.
El leitmotiv de Slug Club es la sustentabilidad, apoyado en una particular impronta a nivel estético. “La comunicación y el diseño son fundamentales para atraer: nos preguntábamos cómo íbamos a vender algo que nadie sabe que necesita. Cuando lo conocés, te cambia la vida y ¡es rico!, pero llegar a ese punto requiere todo un proceso y un aprendizaje. Apostamos por mensajes divertidos, porque creemos que no solo se puede comunicar algo saludable con un árbol verde”, remarca Eugenia.
El “lab” original dio paso a la fábrica actual, ubicada a unas 20 cuadras del Centro Cívico de Bariloche. Ellos mismos diseñaron el espacio, donde elaboran unos 1.000 litros semanales, es decir, unas 2.100 latas. Hoy la kombucha Slug Club está presente en más de 150 puntos de venta en esta ciudad, y hace poco llegó también a algunos locales en Buenos Aires. También se consigue en El Bolsón y Villa La Angostura.
“Nos costó y nos cuesta mucho cada paso. Pero siempre confiamos en lo que hacemos, porque tenemos un gran producto. Sabemos que podemos marcar una diferencia. A veces te preguntás: ¿por qué nos metimos en esta?, pero te das cuenta de que necesitamos mucha más gente que se meta en esta red”, cierra Eugenia.
FOTOS: GENTILEZA SLUG CLUB
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