Se trata de Javier García Villarraga, un hombre que se llevó los aplausos de cientos de ciudadanos
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Cada 100 metros, en lo más alto del municipio de Soacha, un suburbio de Bogotá, hay un grifo de agua en la calle. A veces está a la vista, a veces debajo de una roca, casi siempre escondido.
Todos los días, Javier García Villarraga debe abrir y cerrar estos grifos para que el agua del barrio no escasee. El acueducto fue montado por la comunidad. Durante años robaron el agua y desde hace 15 reciben una ración limitada del acueducto de Bogotá. García la debe dosificar. Lo llaman “el Fontanero”.
Con una varilla de acero en forma de T para agarrar los grifos de difícil acceso, García camina por La Isla, un barrio de Soacha, distribuyendo el acceso al servicio y cobrando módicas sumas, que anota en un cuaderno, para pagar el mantenimiento del sistema artesanal.
“Llueva, truene o relampaguee yo tengo que venir aquí y abrir porque si no esa gente se quedaría sin agua”, asegura, mientras levanta una piedra para abrir un grifo.
Miles de personas dependen de él. Su relación con cada una de ellas es cordial, formal, cotidiana, quizás a veces familiar. Todo el que se le atraviesa lo saluda: “Don Javier”, le dicen. Le comentan el estado del agua, le regalan alguna fruta o dulce.
“El agua acá llega… No todo el tiempo y sin el tanque, pues difícil, pero de que llega, llega… No me voy a quejar”, dice la vecina Rosa Bravo, después de negociar el pago con Javier, que no le cobraba desde hace un año.
El agua llega, sí, pero de manera intermitente. El que no tiene tanque se queda seco. Decenas de barrios de este creciente municipio del altiplano andino precisan un fontanero, porque ni el Estado colombiano ni las empresas vinculadas al negocio del agua logran distribuirla.
De 63 años, García llegó a este barrio hace 32, cuando apenas había unas casas y miles de personas estaban invadiéndolo. “Nueve de cada 10 personas acá somos desplazados de la violencia”, estima. “No hay región de la que no haya gente; aquí está representada toda la ciudadanía de este país”.
Él viene de Caldas, un departamento del centro-occidente donde, como es común allá, se dedicaba a la producción de café. “Mi papá era el presidente de la junta de la vereda y yo era concejal de mi pueblo y simplemente (las guerrillas) nos declararon objetivo militar”, recuerda, cuando camina, calzado de unas botas de caucho, por las pantanosas calles del barrio, que se embarran cada vez que llueve.
“Llegué aquí a esta ciudad totalmente arruinado; física, material y afectivamente hecho trizas”. En Soacha, García retomó su rol de líder social: es uno de los directivos de la Junta Comunal, aquella que hace las labores del Estado.
Una problemática común en América Latina
Según cifras oficiales, el 6,4% de los colombianos no tiene acceso al agua: por ejemplo, en La Guajira, en el norte, están incluso peor que los vecinos de García. Y un 24% está igual: tiene acceso limitado e intermitente.
Las cifras de Colombia son similares al promedio de América Latina, la región con más recursos acuíferos del mundo (un 31%), pero con una de las distribuciones más desiguales y costosas.
En Soacha, los datos oficiales reportan que el 85% tiene acceso a agua y 78% a alcantarillado. Son tasas similares a las de Bolivia, que tiene la peor cobertura de la región, según datos del Banco Interamericano de Desarrollo.
“Pero, eso es un subregistro”, dice Heiner Gaitán, un concejal soachuno. “Porque eso no tiene en cuenta las dinámicas de invasión de tierras, que siguen presentándose debido a las mafias de los tierreros, que engañan a la gente con una promesa de vivienda o tierra”.
Soacha es uno de los dos mayores receptores de población de Colombia: en 2005, el censo nacional reportó que aquí había 350.000 habitantes; en 2018 la cifra aumentó a 800.000; hoy las autoridades estiman más de un millón. Y subiendo.
Se robaban el agua
“Estos barrios siguen siendo barrios subnormales”, dice el fontanero García. “Están sin legalización, pero ya somos asentamientos humanos definidos”. Definidos, pero por ellos, que han tenido que gestionar el desarrollo urbano.
“Los primeros años (hace 30) fueron de tortura, porque nos tocaba robarnos el agua de las tuberías del acueducto de Bogotá”, remarca.
A un kilómetro del barrio está la frontera con la capital. Allí, durante décadas, iban los líderes del consejo comunal, rompían los tubos y sacaban largas mangueras hasta su barrio en la cima del cerro.
“Nos esperaban a bala y aquí nos tocaba ir también armados”, evoca García. En 2008, los consejos comunales de Soacha llegaron a un acuerdo con la alcaldía de Bogotá para que les regalasen el agua, así fuera limitada. Cada uno de los consejos barriales se comprometió a gestionar su acueducto artesanal.
Cada uno necesitó de un fontanero. Y en el sector La Isla, desde hace ocho años, es García, un cafetero paisa de verbo elocuente y tratos formales.
Suburbio no formalizado
Soacha está en una condición particular: es el suburbio más grande de Bogotá, fuente de muchos de sus trabajadores, pero el Estado la considera una ciudad aparte.
En un país donde el 76% de los municipios registran declive poblacional, la presión sobre lugares como Soacha, donde la población aumenta, es notable.
Los “tierreros” que menciona Gaitán son parte de la causa del aumento poblacional. Son redes ilegales de compra y venta de tierra que aprovechan los vacíos legales en la propiedad. Las poblaciones desplazadas les compran barato. Luego se dan cuenta de que invadieron un terreno.
Pero además de esto está, según Oscar Alfonso, un economista urbano, “la concepción centralista del Estado que tienen los gobernantes colombianos, que no le han dado a Soacha la condición metropolitana que ya, de facto, tiene en sus relaciones comerciales y laborales con Bogotá”.
Bogotá tiene recursos acuíferos extraordinarios, pero su administración no considera a Soacha como parte de la ciudad. “La capital le regala o vende el agua al municipio, en lugar de integrarlo a su red, como bien podría y ocurre en sus dinámicas socioeconómicas, y es eso lo que resulta no solo en la informalización, sino en la contaminación del recurso”, asegura Alfonso.
Y ahora, las lluvias
El fontanero García apunta que en los últimos años se añadió una amenaza a la situación del barrio: el cambio climático.
Desde el año pasado, el fenómeno de La Niña produjo una de las peores temporadas invernales de la historia en Colombia: 200 personas murieron, según cifras oficiales, producto de deslizamientos generados por lluvias.
“Yo nunca había visto una temporada invernal tan demasiado fuerte”, dice García. “Y esto lo que nos trae es una mano de complicaciones increíble”.
Antes de nuestro encuentro llovió por tres días seguidos. Las calles no pavimentadas de Soacha se habían convertido en trochas de barro por las que solo logran pasar motocicletas y camionetas.
El patio de una de las 700 casas que están a cargo de García se había derrumbado sobre el techo de otra. “Afortunadamente, no tuvimos víctimas, pero el acueducto se rompió y tuvimos que hacer una nueva remodelación para que no se perdiera el agua”, asegura.
Así trascurre la vida de García. Como la de decenas de fontaneros en Soacha. Aunque recibe un sueldo por la fontanería, las cuentas las paga con trabajos complementarios de plomería.
“Esa es la paradoja”, dice, sobre la escasez de agua mientras llueve a cántaros. “Pero cuánto darían los africanos porque les cayeran aguas abrumadoras como las que han caído estos días”.
“Nos asustan, nos amargan, nos preocupan, sí, pero sin esta agua que a veces viene en exceso no sería posible la vida”, concluye.
*Por Daniel Pardo
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