El fenómeno Montecristo
La novela que protagonizan Pablo Echarri y Paola Krum es uno de los ciclos de mayor rating de la televisión argentina. Con temas tan delicados como la apropiación de niños por parte de la última dictadura militar y los desaparecidos como ejes, la trama generó en la teleaudiencia una aceptación total
Montecristo, la novela protagonizada por Pablo Echarri y Paola Krum, figura entre los ciclos con más alto rating de la TV argentina durante este año. La planilla de medición de audiencia registra la cantidad de televisores encendidos y el canal en el que están sintonizados. Hasta allí, un asunto que condiciona los movimientos de la industria de la televisión y la publicidad. En la sociedad, en cambio, cuando se apaga el televisor se enciende el verdadero poder de la TV: su capacidad para instalar los temas en la agenda colectiva. En palabras del teórico francés Dominique Wolton, "la televisión es un formidable instrumento de comunicación entre los individuos. Lo más importante no es lo que se ha visto, sino el hecho de hablar de lo que se ha visto. La televisión es un objeto de conversación. La televisión es la única actividad que crea un lazo entre los ricos y los pobres, los jóvenes y los viejos, los habitantes rurales y los urbanos. Todo el mundo mira la televisión y habla de lo que ha visto. ¿Qué otra actividad es hoy día tan transversal?"
Medido con la vara de las charlas compartidas, a Montecristo le corresponde la virtud de haber puesto en boca de los argentinos la apropiación de niños durante la última dictadura militar y la lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo, empeñadas en recuperar a sus nietos para devolverles la identidad robada. Pero la influencia social de la novela fue más allá de las palabras y se tradujo en hechos: desde su estreno, se triplicó la cantidad de jóvenes que llaman a la sede de Abuelas con el objetivo de confirmar o desechar la corrosiva sospecha de ser hijos de desaparecidos. El caso de Marcos Suárez, el nieto número 85 recuperado por las Abuelas, es elocuente: el 22 de junio último por la mañana se había hecho el análisis de ADN en el Banco Nacional de Datos Genéticos del Hospital Durand para saber si era hijo de Hugo Suárez y María Rosa Vedota, ambos desaparecidos a manos del terrorismo de Estado. Esa misma noche, mientras miraba Montecristo, el corazón de Marcos dio un respingo. En una escena grabada en la casa de las Abuelas, la cámara enfocaba en primer plano la foto de uno de los tantos bebés buscados: ese bebé era él, Marcos, nacido el 20 de diciembre de 1975. A su mamá la desaparecieron en octubre de 1976; a su papá lo secuestraron en diciembre del mismo año. Una enfermera lo anotó como hijo propio, le ocultó la verdad y se llevó a la tumba el secreto que finalmente develó el examen de ADN.
Escrita por Adriana Lorenzón y Marcelo Camaño, la telenovela producida por Telefé Contenidos toma como disparador El conde de Montecristo, la obra de Alejandro Dumas, para construir una versión libre de esa historia de traición y venganza. Adaptada a la realidad argentina, el personaje de Santiago (Pablo Echarri), víctima de un siniestro plan de su amigo Marcos, después de pasar diez años en una prisión de Marruecos regresa a Buenos Aires decidido a vengarse. Aquí lo espera más espanto: su antigua novia, Laura (Paola Krum), está casada con Marcos, es hija de desaparecidos y fue criada por un torturador, Lisandro (Roberto Carnaghi).
"En la Argentina ya se había escrito mucho sobre los desaparecidos y la apropiación de niños, pero el mensaje no se transmitía más que al sector de los interesados en el tema –sostiene Adriana Lorenzón–. El acierto de Montecristo fue tocar el tema en un género tan popular como es la telenovela. Eso nos permitió llegar a muchos ciudadanos para quienes la tarea de Abuelas no formaba parte de su vida cotidiana. A raíz del programa, esa gente incluyó esa realidad en sus conversaciones."
A nadie se le escapa que el género de la telenovela fue concebido para audiencias masivas. Pero el formato por sí mismo no garantiza la aceptación del público. ¿Cómo se explica entonces la gran repercusión de Montecristo? Según el sociólogo Luis Alberto Quevedo, director del Proyecto Comunicación y miembro del Consejo Académico de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), la tira basa su éxito en una conjunción de elementos: "Es una historia clásica porque toma un viejo tema del melodrama, el reconocimiento de la identidad, pero lo cuenta desde el presente político, y lo hace en el marco de una Argentina donde el actual gobierno ha vuelto a poner en primer plano la historia reciente de la dictadura y la necesidad de encontrar la verdad y la justicia. Si a eso se suman los destacados trabajos actorales, el resultado es una buena telenovela. Que la telenovela esté bien hecha es importante porque el televidente no se dispone a ver un ciclo periodístico ni político ni de denuncia, sino una buena historia".
Elizabeth Jelin, socióloga e investigadora del Conicet-IDES, acuerda: "Es una telenovela con todos los elementos de una buena narrativa: tiene complejidad de personajes, matices, situaciones de ambivalencia y dilemas morales".
A decir verdad, ni los autores pudieron escapar de los conflictos éticos. Cuenta Adriana Lorenzón que diseñar el personaje de Lisandro, el torturador que se apropió de Laura, no fue tarea sencilla: "Tuve que romper con mi prejuicio para poder guionarlo –admite–. Yo lo veía como un villano total porque, para mí, ese nivel de violencia y de maldad es injustificable. Pero, para interpretarlo, Roberto Carnaghi necesitaba quererlo y encontrar las justificaciones propias de un tipo como Lisandro". Puesto a construir un victimario verosímil, Carnaghi le soltó a la guionista un argumento propio de un represor: "Imaginate que este tipo no pudo ver el Mundial del ’78 –le dijo Carnaghi a Lorenzón, en relación con Lisandro–, porque cuando había partidos era cuando más se torturaba. Pensá que Lisandro se perdió el Mundial".
La tele que educa
"En América Latina, la experiencia demuestra que para crear conciencia sobre los problemas sociales y políticos muchas veces es mejor el camino de la ficción que el de los programas de denuncia", explica Quevedo, y pone como ejemplo la TV mexicana, cuando a través de la llamada telenovela de ruptura hizo reflexionar a los espectadores sobre el flagelo de la violencia doméstica. "El método con el que trabajaron fue efectivo: dentro de la misma telenovela se daban los datos de los organismos donde se podía buscar ayuda ante un caso de violencia doméstica. Lo que permite la ficción es que el espectador se vea reflejado en los personajes y que asocie la problemática de ellos con la propia", razona Quevedo.
México no es el único país de la región que utiliza la telenovela para movilizar conciencias. En Brasil, en el año 2000, Lazos de familia, producida por la Rede Globo, funcionó como una verdadera campaña a favor de la donación de órganos. A través del personaje de Camila, una muchacha que padecía leucemia y necesitaba un trasplante de médula para salvarse, el ciclo transmitió al público masivo el mensaje de que existen órganos que pueden ser donados en vida. Mientras la novela estuvo al aire, el promedio de inscriptos en el Registro Brasileño de Donantes Voluntarios de Médula Osea saltó de 20 a 900 por mes.
Para que una ficción televisiva logre modificar la conducta de personas de carne y hueso es necesario que su prédica caiga en terreno fértil, que la sociedad esté dispuesta a recibirlo. ¿Habría producido Montecristo la misma conmoción colectiva sin la distancia que separa los crímenes cometidos del presente? Adriana Lorenzón baraja la historia argentina y plantea sus hipótesis: "Un buen momento podría haber sido cuando tuvo lugar el juicio a las juntas militares, porque entonces teníamos el ímpetu de querer encontrar una respuesta. Luego ya no, porque vino la decepción de la Ley de Obediencia Debida y los indultos. Este año fue particularmente apto para hacer esta novela porque en la sociedad hay una cierta apertura al tema. Por un lado, porque se cumplieron 30 años del golpe y de la creación de Abuelas de Plaza de Mayo. Por el otro, porque, fruto de la derogación de los indultos y de la reapertura de los juicios a los responsables del horror, se ha despejado el camino para seguir buscando la verdad y la justicia".
Psicóloga, doctorada en psicoanálisis en la Universidad de París VII y autora de Dolor país y No me hubiera gustado morir en los 90, Silvia Bleichmar opina que Montecristo genera "un nivel de identificación muy profundo en los espectadores". A su modo de ver, "es una novela que, en vez de convocar a la ensoñación, convoca a realizar las tareas pendientes en la búsqueda de la identidad. En la Argentina, la preocupación por la identidad está presente, y no sólo en relación con los crímenes del terrorismo de Estado. Hay personas de más de 50 años que en la infancia fueron adoptadas de modo ilegal y que a estas alturas de su vida han comenzado a preguntarse quiénes son". (Ver recuadro aparte.)
¿Justicia o venganza? En esa encrucijada está atrapado el personaje de Pablo Echarri. "Lo que plantea Montecristo es la banalidad de la venganza, que es un circuito irreparable pero aparece como una tentación permanente cuando no hay justicia –analiza Bleichmar–. La justicia es la forma en que las víctimas se sienten liberadas de la obligación de hacerse cargo de la venganza. En ese sentido, la sociedad argentina se ha manejado con enorme responsabilidad: no hay un solo torturador ajusticiado por su víctima ni un apropiador ajusticiado por una abuela. Por eso, es falso el debate acerca de si las víctimas buscan venganza. Además, en la medida en que los victimarios no piden perdón y se jactan de sus acciones, es perverso pedirles a las víctimas que los perdonen. El perdón se puede otorgar únicamente sobre la base del arrepentimiento del culpable, nunca como el pedido de una concesión más."
Es evidente que Montecristo ha puesto el dedo en varias llagas. La duda del millón es qué sucederá en la sociedad cuando la tira ya no esté en la pantalla. Elizabeth Jelin pone signos de interrogación en el horizonte: "Cuando termine la novela se verá si este saber que la televisión ha llevado a audiencias masivas se convierte en un tema de reflexión y debate en los sectores que estaban más o menos ajenos al tema de la apropiación de niños, o si Montecristo quedará como un producto televisivo de ficción sin consecuencias sociales duraderas".
En busca de la identidad
Sabido es que el delito de apropiación de criaturas nada tiene que ver con la grandeza de alma que lleva a hombres y mujeres a adoptar un niño. Pero en un país con larga tradición de desapego a la ley, el bien y el mal se tocan.
“La dictadura pudo concretar el horror con los hijos de los desaparecidos porque en la Argentina ya existía impunidad respecto de la apropiación de niños. Hasta hace 15 o 20 años era corriente la apropiación de los niños de las clases pobres inscribiéndolos bajo una forma que ocultaba la verdad. Ni siquiera al niño se le decía la verdad sobre su origen biológico. Esoya no ocurre. Más aún, el Registro Nacional de Identidad permite que el hijo adoptivo acceda al expediente para saber quiénes lo engendraron”, dice la psicóloga Silvia Bleichmar.
–¿Es ésa la pregunta central en la vida de quien ha sido adoptado?
–El gran enigma del niño adoptivo no es quién lo engendró, sino por qué no se quedaron con él. Hay una pregunta que se repite en los consultorios: “¿Qué hice yo para que mi madre biológica no me tuviera con ella?”.
–¿Qué se entiende por identidad?
–No es verdad que la identidad de una persona sea la identidad biológica de origen. La identidad es la que se construye en la vida de un ser humano. Pero en la medida en que hay un enigma sobre la identidad biológica el sujeto no puede construir su identidad actual, porque para hacerlo necesita abandonar previamente el mito de la identidad perdida.
–¿Influyó la apropiación de niños en las preguntas que se hacen los hijos adoptivos?
–A finales de los años 80 y durante los 90, un alto número de chicos legalmente adoptados comenzaron a manifestar sus fantasías de ser hijos de desaparecidos. Desde el punto de vista psíquico, loslesionaba menos la idea de haber sido robados de padres que los amaron que la de haber sido abandonados por sus padres biológicos.
El original de Alejandro Dumas
Después de un accidentado viaje en barco, el honesto oficial Edmundo Dantés, a punto de recibir la promoción de capitán, regresa a Marsella, donde vive, dispuesto a casarse con una bella catalana, Mercedes. Sin embargo, el destino le tiene reservado otros planes y, acusado infundadamente de ser agente bonapartista, es injustamente encarcelado por la denuncia de su mejor amigo, Fernando Montego, que aspira al amor de la misma mujer.
Condenado a cumplir su pena en el castillo de If, una prisión de la que nadie ha conseguido escapar, Edmundo envejece en una celda junto a un anciano llamado Faría, un religioso erudito que es su compañero durante trece años. Este hombre le revelará un secreto, un lugar donde hay enterrado un tesoro (decenas de cajas llenas de monedas de oro). Y la forma de escapar de la prisión...
Así comienza la segunda parte, cuando Edmundo se convierte en el Conde de Montecristo y regresa para vengarse. Bajo distintas personalidades –desde un abate italiano hasta un rico banquero inglés–, Edmundo Dantés vuelve a Marsella y descubre, con perplejidad, que todos aquellos que lo traicionaron han triunfado. Creyéndolo muerto, su ex novia se ha casado con quien había sido su mejor amigo, Fernando, convertido ahora en Conde de Moncerf. La pareja ha tenido un hijo, Albert, al que Montecristo siente como propio. La novela es el relato pormenorizado de la venganza de Edmundo, trazada paso a paso durante los duros y lúgubres años de cárcel.
Es considerado el mejor trabajo de Alejandro Dumas (padre), que lo concluyó en 1844 y fue publicándolo en una serie de 18 partes durante los dos años siguientes. La aparición de este folletín en el Journal de Debats, un diario de París, produjo un fenómeno de masas desconocido para la época. Sus lectores escribían cartas a la redacción solicitando la revelación anticipada del desenlace de la historia y la gente empezó a dar vida a los personajes de la novela, que adquirieron sorprendente dimensión histórica, a pesar de ser enteramente ficticios.
El origen de El Conde de Montecristo surgió de una historia que el propio Dumas declaró haber leído en las Memorias de Jacques Peuchet, un archivista de la policía de París. En El diamante y la venganza, Peuchet contaba la historia de un obrero y zapatero llamado Francis Picaud, que vivía en París en 1807 y quien, a punto de casarse con una rica candidata, visita a un amigo suyo que, junto a tres pícaros, decide apostar a que la boda del inocente enamorado podía aplazarse por algunos días. Lo acusaron a la policía de ser un espía inglés y la broma se les fue de las manos. El inocente fue apresado y pasó siete años en una cárcel en Italia. Al salir, el otrora ingenuo Picaud tomó un nuevo nombre y entró a trabajar al servicio de un sacerdote que lo apadrinó y lo designó su heredero universal. Rico y ennoblecido, el bueno de Picaud inició una venganza en cadena contra cada uno de sus ofensores.
Este fue el origen del argumento de El Conde de Montecristo. Dumas tomó la idea de Peuchet explotando sin el menor escrúpulo la satisfacción pagana que producía en sus lectores ser testigos de la ejecución de una venganza, que para muchos era sencillamente ejemplar.