El fatídico día en el que 78 personas murieron por comer pan contaminado: “Era veneno”
A 55 años de la tragedia en Chiquinquirá, el hombre que transportó la carga mortal dio más detalles de lo ocurrido
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En Chiquinquirá, capital religiosa de Colombia, se conmemoran este 25 de noviembre 55 años del envenenamiento colectivo más grave que vivió el país, una tragedia que aún permanece viva en el recuerdo de todos sus habitantes. En esa época, a mis seis años, aunque yo no tenía idea de la magnitud de lo que estaba sucediendo, recuerdo con claridad a la gente corriendo despavorida, con niños en sus brazos, mientras buscaban cómo llevarlos al hospital. Fue la primera vez que vi un muerto en mi vida. Era el cadáver de uno de los más de 70 menores que perecieron aquel día.
El drama más doloroso ocurrido en este pueblo del occidente de Boyacá comenzó muy temprano ese sábado 25 de noviembre de 1967, cuando la panadería Nutibara abrió sus puertas y empezó a despachar pan contaminado con Folidol, un poderoso insecticida utilizado para controlar las plagas de la papa y que, por la ligereza de los responsables de subirlo al camión que lo debía transportar, terminó ubicado sobre unos bultos de harina.
La fragilidad del empaque que contenía el veneno, una carretera destapada y descuidada, un conductor negligente y un panadero codicioso terminaron de conformar el fatídico escenario en el que se desarrolló en tan solo unas horas esta desgracia, que dejó como resultado casi un centenar de muertos; niños en su mayoría.
Fue el desenlace mortal de una calamidad ocasionada debido a una cadena de errores por la que sus protagonistas jamás respondieron ante las leyes. Siguiendo el rastro En el análisis de lo sucedido es posible identificar acciones culposas, que no fueron suficientemente investigadas, pero que objetivamente existieron, especialmente en dos de los involucrados.
El primero es el panadero, Aurelio Fajardo, quien a pesar de notar que la harina despedía un olor agrio — como a ajo, según varios testigos, — ordenó su procesamiento rápido para no perderla.
Después del envenenamiento, Fajardo estuvo detenido unos pocos días, pero luego abandonó la ciudad y su rastro se perdió. Cuentan que murió atropellado años después sin que se pudiera conocer en detalle su versión de cómo participó en estos hechos y sin que la justicia hubiera emitido un veredicto sobre su responsabilidad en los mismos.
El otro es el conductor, Eresmildo Vargas. En diciembre de 2017, después de buscarlo por largo tiempo, logré concretar una entrevista con él. Me interesaba conocer de viva voz su testimonio. Me recibió en su casa y empezó a hablar con total desparpajo:
“Nací hace 78 años en Pauna, Boyacá, a mucho honor; estudié en Chiquinquirá, en el Instituto Técnico Industrial, donde hice hasta segundo industrial, pero al ver cómo los conductores tumbaban a mi papá, dejé la escuela y me dediqué a ayudarlo en el negocio del transporte. Mi papá se llamaba Marco Antonio Vargas, y en esa época tenía 12 camiones. Yo manejaba uno y hacía viajes largos. La semana anterior al envenenamiento llegué a Chiquinquirá, y por dejarle el auto que yo manejaba a un muchacho que era medio familiar fue que me vine a hacer el viaje y ahí fue cuando sucedió el caso”, explicó.
“Yo habitualmente no manejaba el camión donde se transportó la harina y el Folidol. Yo manejaba otro vehículo, uno grande, pero por dejarle mi auto al muchacho que le mencioné antes fue que terminé manejando el camión que hizo ese transporte. Cosas que suceden. Ese era un carrito 600, pequeño, año 55, de 5 toneladas”, continuó.
“Yo cargué en Chiquinquirá un viaje de madera, lo llevé a Bogotá, lo descargué y conseguí enseguida viaje para llevar a Chiquinquirá en Transportes Aratoca o Mentoca… Esa era la empresa que daba la carga para el pueblo, y allá fui para que me dieran viaje. Allá cargué yo la harina… Todo. Un viaje de ‘varios’ como para 10 clientes como mínimo. Así de sencillo. Yo qué iba a saber qué le iban a echar al camión, porque la carga era de varios”, sostuvo.
“Me parece que fue al otro día que descargué en Chiquinquirá. Porque era muy verraco descargar y cargar en Bogotá y llegar a descargar allá el mismo día, eso cansaba mucho. Al llegar a Chiquinquirá entregué primero el Folidol y discutí con el dueño de esa carga, Alberto Rodríguez, porque llegaron dos frascos rotos. Él no me dijo que la carga era veneno ni nada. Me decía que le pagara los frascos rotos”, recordó.
“Le dije: ‘Yo no tengo por qué pagárselos’. De eso sí me acuerdo. Yo era verriondo, de mal genio. “¿Por qué se los voy a pagar si a mí me los entregaron allá así? ¿Yo cómo iba a saber cómo vendrían?”. Fue una discusión suave, leve, de paso como dicen, pero discutimos harto… y no le pagué nada. Después fui hasta la panadería y descargué la harina allá, donde Aurelio. Ese día, cuando iba a descargar la harina, lo conocí. Era que yo no paraba en Chiquinquirá; eso fue una cosa espontánea. La harina no olía a nada, para qué voy a decir. Eso sí, me acuerdo que no olía a nada. Entregué la harina, me quedé ese día en Chiquinquirá, y al día siguiente, sábado, me madrugué a ir a Otanche. Me fui para Otanche con el carro, pero no en el que traje la harina, sino en un Mack B42, un camión grande, a subir un viaje de madera para venirme a Bogotá otra vez el lunes”, manifestó.
“Cargué mi viaje de madera y me fui para Chiquinquirá, y cuando llegue allá, diga usted 4 o 5 de la tarde, fue que me dijeron del problema”, añadió. Al oír este relato, en un lenguaje plano y con una voz casi desprovista de emociones, quise indagar un poco más sobre su versión de una historia alrededor de la cual persisten demasiadas incertidumbres.
—¿Qué sintió, qué pensó cuando se enteró del envenenamiento?
—Yo, tranquilo, inocente de todo, para qué va a decir uno lo contrario.
—¿No le impresionó la noticia?
—Nada, nada; porque yo qué, nada. Aunque estaba muy joven, era bien tranquilo. Yo qué me iba a imaginar algo así, ni en la cabeza de nadie cabía.
—¿En ese momento no le dijeron que la harina que transportó estaba contaminada?
—Me dijeron de un envenenamiento, que con la harina.
—¿Qué pasó después?
—Me detuvieron y me metieron al cuartel de policía. Estuve detenido un mes.
—¿Usted se sorprendió cuando la policía llegó a detenerlo?
—No. Yo no pensaba en nada porque no debía nada. Nunca me imaginé eso. Yo estaba tranquilo porque, como dicen, el que nada debe nada teme.
—¿Qué pasaba en el calabozo con los otros detenidos? ¿Lo culpaban de algo?
—No había muchos detenidos, porque ese era un cuartel donde metían a los vagos. Yo no estuve en la cárcel. A ese cuartel entraban y salían, pero por ahí sinvergüenzas, como dicen. Yo no hablaba con ellos, porque yo era serio; hablaba muy poco.
—¿Murió algún conocido suyo en el envenenamiento?
—No, que yo me acuerde.
—¿La gente lo amenazó en Chiquinquirá?
—No, que yo sepa. A mí directamente no.
—¿A su familia?
—Algunos me decían que donde me vieran me quebraban, y yo, como era algo rebelde, a mí no me faltaba mi pistola Browning. El día que me soltaron, mi papá me estaba esperando con un vehículo. Me dijo: “Nos vamos”. Le dije: “Papá, no me voy. Voy a esperar a ver quién me va a matar. Porque, si me van a pelar, que me pelen de una vez, pero solo no me voy. ¿Por qué me voy a ir si yo no le debo nada a nadie?”. Porque eso fue así. Yo no hice nada.
—¿Usted siempre tuvo la convicción de que no tuvo nada que ver con el envenenamiento?
—Nada, nada por Dios y María Santísima, que están arriba. Porque yo nada de esas vainas. Qué problema iba yo a tener, y menos con algo de eso. Es que yo ni en política me metía, porque no me gustaba la política. Yo estaba era dedicado a mi trabajo. Así de sencillo.
*Por Yuri Chillán
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