El extraño optimismo de Aki Kaurismäki
La candidez y el humor corrosivo se combinan a la perfección en el gran cineasta finlandés que habla con La Nación revista acerca de su trilogía sobre inmigrantes en Europa
En febrero de 1914 nacía Charlot, “el vagabundo profesional más famoso de la la historia del cine”, según la definición de Román Gubern. “Apareció entre el hollín de Londres –explicó oportunamente el reconocido especialista en comunicación audiovisual catalán–. Y Charles Chaplin, su creador, nos mostraría su azaroso ritual en El inmigrante (1917). Cómico judío fugitivo de los bajos fondos londinenses, del asilo, de las penalidades familiares, de la locura materna, recala en Hollywood en 1914 y, en sus tres primeros cortos, compone ya su iconografía de tramp, de vagabundo, con ecos del Dickens de Oliver Twist, de la picaresca de Henry Fielding y del teatro de pantomima.”
Indudablemente, hay algo de Charlot en Khaled, el protagonista de El otro lado de la esperanza, el último largometraje hasta la fecha del finlandés Aki Kaurismäki, que acaba de ser estrenado en el país luego de su paso por la última edición del Bafici, donde agotaron rápidamente las entradas de todas las funciones en las que fue exhibido.
En la primera escena de la película, de enorme poder de síntesis, el refugiado sirio que interpreta Sherwan Haji, un actor con muy poca experiencia previa en el cine, emerge sorpresivamente del interior de una montaña de carbón. Luego de un largo y accidentado periplo que más tarde relatará ante las rígidas autoridades migratorias de Finlandia, logró colarse como polizón en un barco que termina su recorrido en Helsinski, la ciudad donde intentará instalarse y en la que terminará convertido, sí, en una especie de charlot que, para colmo, sufre la violencia de la discriminación a diario. La analogía no es para nada casual: toda vez que Kaurismäki tiene que hablar de sus héroes cinematográficos cita en primer lugar a Chaplin. “Hace años que dejé de ir al cine –le cuenta a La Nación revista el prestigioso realizador finlandés, que en abril cumplió 60 años–. Mi última función comercial fue en 1986. Veo muchas películas, siento decirlo, en DVD. Pero voy hacia atrás en la historia. Me estoy acercando ya a los hermanos Lumière. De joven fui un espectador maníaco. Veía al menos cuatro películas al día y era miembro de seis cineclubes. Hasta viajé a París para ver A Woman of Paris, de Chaplin. Hice dedo para llegar.”
En El otro lado de la esperanza hay mucho humor, pero el telón de fondo del relato es realmente dramático. Conminado a regresar a su país por una justicia finlandesa despiadada que considera que en Siria, un país que vive desde hace años en medio de una especie de guerra mundial de baja intensidad, no correrá peligros evidentes, Khaled se resiste como puede. Y mientras tanto busca a una hermana menor que también huyó de Alepo, convertida ya en ciudad en ruinas, y con la que desgraciadamente perdió contacto.
Khaled sufrirá en el cuerpo la salvaje violencia de los racistas finlandeses, pero también encontrará un refugio en un bizarro restaurante regenteado por el otro protagonista de la historia, Waldemar Wikström (encarnado por Sakari Kuosmanen, uno de los adorables Leningrad Cowboys, la extravagante banda de rock que Kaurismäki inventó y llevó al cine por primera vez en 1989). Su amargo derrotero es narrado por el veterano cineasta con solvencia y aplomo. Kaurismäki filma con un estilo que hoy, en la era digital, parece estar muy cercano a la extinción. Su trabajo de encuadre, puesta en escena y dirección actoral es único, una ratificación en cada plano de que la forma sí importa.
“En un momento probé con un largo discurso en árabe sin ningún ensayo –reveló Haji cuando el film, que terminó llevándose un Oso de Plata, se estrenó oficialmente en el Festival de Berlín a principios de este año–. Aki dijo: «No sé árabe. ¿Has dicho todo lo que querías?». Le contesté que sí y él entonces ordenó de inmediato pasar a la siguiente escena. Pocos segundos después gritó «¡Esperen!». El muro que usábamos de fondo era de un color equivocado: tenía que ser pintado en una tonalidad sutilmente diferente. La iluminación, el color, cada detalle es preciso en su cine.”
Pero esa obstinación en la búsqueda formal no va para nada en detrimento del peso del contenido político en las películas de Kaurismäki. A su manera, incluso con cierto grado de ingenuidad y voluntarismo, el finlandés viene construyendo hace años una obra decididamente humanista y enfocada en los dramas de la actualidad. “Creo que apenas estamos viendo el comienzo de la ‘cuestión de los refugiados’ –opina–. La mayoría huye de las guerras y el hambre, de lugares en los que ya se hace imposible vivir. Y el debate sobre el tema en Europa es una lamentable mezcla de nacionalismo barato, racismo y, del lado de los políticos, pura cobardía. La forma en que los europeos hemos tratado el asunto es una vergüenza en todos los niveles. Albert Camus dijo alguna vez que si hay algún futuro para Europa, debemos buscarlo en los Estados nacionales. Y yo estoy de acuerdo con eso. La Unión Europea es una estafa. Europa está muerta mentalmente. Es una muerte cerebral planificada”.
El otro lado de la esperanza es parte de una trilogía sobre el espinoso tema de los refugiados que se inició en 2011 con El puerto (Le Havre), premiada por la asociación de críticos Fipresci en el Festival de Cannes de ese año. Ambientada en la brumosa ciudad normanda del título original, El puerto es un poco menos sombría que su sucesora. En el final de El otro lado de la esperanza –un dato que damos parcialmente para no revelar demasiado–, Khaled aparece con una leve sonrisa dibujada en el rostro. El asunto es el contexto. Su situación de cara al futuro es un verdadero enigma. Y la película deja absolutamente claro que, después del infierno en su propia tierra, el personaje deberá transitar en el exilio un camino para nada allanado. “El problema de Khaled es gordo. Pero todos estamos en problemas –sostiene Kaurismäki, conocido tanto por su humor exótico y corrosivo como por su pesimismo casi constante–. Existimos porque tenemos que consumir. El capitalismo global nos está matando a todos. Cuando filmé Leningrad Cowboys Meet Moses (1994), se estaban construyendo las rutas en la frontera de Polonia. Entendí en ese momento que lo que no había podido tomarse por la guerra sería tomado más tarde por la tarjeta de crédito. Y las rutas ya están listas para eso. Querían tener a mano a todos los consumidores. Para eso crearon la Unión Europea.”
El influjo de esa visión ligeramente cargada de misantropía de Kaurismäki también va permeando en otras zonas de sus intereses. Cinéfilo consecuente, pero atrincherado hace años en su sofá hogareño, añora a horrores el cine de Chaplin. También el de Buster Keaton, tan presente en la fisonomía y los desplazamientos de sus personajes. Y el de Ernst Lubitsch, cuya particular impronta para la comedia puede olfatearse en algunos pasajes de El otro lado de la esperanza. “Es una pena que el cine dominante sea el de Hollywood –reflexiona–. Sobre todo porque el verdadero Hollywood murió hace muchos años. Mis cine favorito se hizo en otra época: Ozu, Kurosawa, Bresson, Vigo, Buñuel, Walsh, de Sica, Murnau...De mis contemporáneos me quedo con mi amigo Jim Jarmusch”.
La relación entre Kaurismäki y Jarmusch tiene ya una larga historia. Son de la misma generación, ambos empezaron a filmar en los inicios de la década del 80 y se podría decir que se han influenciado mutuamente. En 1989, el canoso director nacido en Ohio tuvo una breve participación en el elenco de Leningrad Cowboys Go America. Dos años más tarde, convocó a algunos actores que ya habían trabajado con Kaurismäki para que se sumen a Night On Earth, largometraje que agrupa historias que suceden en cinco ciudades del mundo: cuatro grandes y famosas (Los Ángeles, Nueva York, París, Roma) y una más modesta en términos de popularidad y afluencia turística (Helsinski).
En más de una oportunidad se han señalado las similitudes entre ellos. Dos de las películas que filmaron en sus primeros pasos, de hecho, hasta tienen títulos parecidos: Extraños en el paraíso (1984, Jarmush) / Sombras en el paraíso (1986, Kaurismäki). “Un perro siempre reconoce a otro perro”, sintetizó el finlandés hace años, cuando le preguntaron por el origen de esa estrecha relación.
En el cine de los dos directores, la melancolía es una de las monedas que más circulan por paisajes casi siempre un poco grises y aletargados. Kaurismäki, al igual que Jarmusch, parece no tolerar del todo vivir en el mundo que le ha tocado. Entonces inventa uno propio que, a la vez que refleja crudamente aquellas miserias que lo sofocan, produce sus espacios de autonomía y liberación momentánea. Un universo poblado de personajes hieráticos, malhumorados o decididamente ridículos que sin embargo muchas veces son capaces de tejer lazos de encuentro y solidadaridad insospechados. Gente a la que el sistema le cuelga automáticamente el cartel de perdedor/a pero que consigue sus pequeñas victorias cotidianas con una épica cuya belleza es tristemente desconocida para los winners del capitalismo global.
Capaz de viajar desde Oporto –ciudad portuguesa en la que se instaló durante un tiempo– hasta su Helsinski natal a bordo de un viejo Volvo destartalado, buen bebedor, reticente al contacto fluido con la prensa, Kaurismäki ha sido siempre un inconformista. Alguien que nunca se siente verdaderamente cómodo y que por eso suele incomodar a los demás. En la capital de Finlandia es copropietario de un complejo llamado Andorra que tiene bar, cine y un salón de billar donde se destaca un afiche gigante de L’Argent (1983), obra maestra de Robert Bresson, uno de sus referentes más obvios. Para probarlo basta con observar la rigurosa tipología de encuadres con la que trabaja en El otro lado de la esperanza y esos repetidos planos de las manos que tanto obsesionaban al inigualable director francés, también muy presentes en el film de Kaurismäki.
Ha intentado en más de una ocasión vivir fuera de su país, pero siempre termina volviendo. “Creo que hay lugares peores que Finlandia, que hoy, desafortunadamente, es un país en venta”, sintetiza. En uno de esos ataques de ira y angustia que suele tener de tanto en tanto, Kaurismäki anunció su retiro definitivo del cine. Fue después de su paso por la última Berlinale, en donde, curiosamente, ya había amenazado con lo mismo en 1994, apenas diez años después de debutar como director con una adaptación de Crimen y castigo de Dostoievski. La decisión ya no luce definitiva. Hoy zafa de la pregunta con una humorada (“Soy demasiado vago para conseguir un trabajo honesto”) y confirma que terminará “la trilogía de los refugiados”.
Debajo de la coraza armada para combatir el desconsuelo, se sabe, hay un Kaurismäki sosegado y cálido que todavía tiene ilusiones. El último plano de El otro lado de la esperanza, notoriamente uno de los más tiernos y entregados a la candidez del cine de los últimos años, es una demostración hermosa y contundente.