Las novelas de Poirot (el detective belga creado por Agatha Christie) tienen un punto en común con las tierras peruanas. El mismo tren que aparece en los relatos que lo tienen como protagonista, el Orient Express, hace el trayecto Cusco-Machu Picchu-Sacred Valey en un encuentro inverosímil de culturas que terminan ensamblándose con naturalidad.
Por otro lado, Simón Bolívar jamás hubiera imaginado que sería responsable del éxito de Harrison Ford. Es que en el seguimiento de una de sus rutas nacería la mística que inspiraría el personaje de Indiana Jones. Un joven graduado de Harvard, nacido en Honolulú se dejó ganar por el espíritu aventurero y decidió encarar la ruta que el prócer venezolano realizara en 1819 comenzando por la llanura Carabobo.
Y Hiram Birham, nacido en Hawai el 19 de noviembre de 1875, descendiente de los primeros misioneros protestantes que llegaron a la isla, después de graduarse en Yale, en Berkeley y trabajar en Princeton, llegó a Sudamérica en 1906 para embarcarse en un intrépido recorrido que había estudiado los seis años anteriores. De la aventura escribió luego "Diario de una Expedición a través de Venezuela y Colombia", un relato que detalla la exploración por los campos de batalla de Carabobo y Boyacá en un lenguaje de crónica viajera con más de 100 fotos que legan un registro asombroso para su época.
La visita no hizo más que inaugurar la curiosidad latina. Para 1911 se había obsesionado con la idea de la ciudad perdida de los Incas y retornó a la región con la intención de encontrarla. Los hechos se reúnen en un volumen editado años más tarde por su hijo Alfred llamado "Retrato de un explorador: Hiram Birgham descubridor de Machu Picchu" a partir de las anotaciones de la expedición de su padre.
La historia se encargaría muchos años después, de conectar a los cuatro aventureros, más allá de la realidad y la ficción.
La travesía de Birgham
Hiram arribó a las costas del río Urubamba el 24 de julio de 1911, se estableció en Mandorpampa, en la cadena montañosa de Vilcabamba, a ocho días a pie desde Cusco.
Allí escuchó versiones de un lugareño que calificaba de "muy buenas" a unas ruinas detrás de la montaña que les daba sombra, el Huayna Picchu. Se obsesionó con ellas y pagó el equivalente a 50 centavos de dólar al baqueano Melchor Arteaga que decía conocerlas para que lo guiara hasta ellas. Un trayecto arduo por vegetación espesa y cruce de ríos caudalosos lo llevó hasta un valle donde dos familias se dedicaban al cultivo en terrazas. Los Alvarez y los Richarte aseguraron conocer las ruinas que Birham buscaba, pero en su entorno sólo se veía una frondosa vegetación, un cañón de abrumadores precipicios y los antiguos escalones sobre los que se disponía el cultivo. Nadie más allá de lo dicho tenía intenciones de acompañarlo, salvo los niños que usaban las construcciones antiquísimas para jugar.
Habiendo visitado previamente las ruinas del Valle Sagrado en Ollantaytambo y Pisac, los muros semicubiertos por la maleza de decenios no le resultaron atrapantes. El interés casi se perdió cuando detectó una inscripción que decía: "Agustín Lizárraga, 14 de julio de 1902". Alguien había llegado allí antes que él. Nada en su diario de ese día fue registrado con importancia. Birham había llegado por primera vez a Machu Picchu y sólo había quedado en su subconsciente. A medida que el recuerdo construyó memoria la valoración potable se volvió inquietante. Un año más tarde, con financiación provista por la Universidad de Yale y la revista National Geographic, acudió al sitio más equipado y dio a conocer al mundo una de sus maravillas, dando luz al que sería el descubrimiento arqueológico por excelencia en el continente.
Aunque mapas anteriores dan crédito del monumento como los de Herman Göring de 1874, Charles Wienner de 1880, Augusto Berns de 1881 y Antonio Raimondi de 1890, entre otros, la del estadounidense se trató de la primera experiencia sobre una cultura prehispánica que, en virtud a la formación de Birham y a su ubicuidad, se realizó de forma multidisciplinaria con la intervención de geólogos, meteorólogos, arqueólogos, patólogos, etnólogos, topógrafos, etc.
Se sabe hoy que su análisis final está en revisión. Si bien el lugar tiene misterios aún inexplicables, muchos comenzaron a ser reinterpretados a partir de abandonar la lectura europea de las ruinas y comenzar a aplicar un prisma cosmogónico andino. Así, por ejemplo, se sabe que no es una ciudadela, sino un santuario.
En compañía de Poirot
La vida art decó propuesta en 1883 por Georges Nagelmackers, presidente de la Compagnie Internationale des Wagons-Lits, tenía como objetivo unir las capitales más importantes de Europa con Oriente en un proyecto que denominó "el rey de los trenes y tren de los reyes". Así, tres veces a la semana, las más conspicuas personalidades tenían ocasión de subirse en la Gare de l’Est de París y descender en Constantinopla (hoy Estambul) luego de vivir a puro lujo el traslado.
Veinte años más tarde, cuando el diputado peruano Benjamín de la Torre promulgaba la construcción del tren que uniría Cusco-Santa Ana (hoy un barrio de Quillabamba) no imaginaba que estaba fundando el traqueteo que daría origen al Orient Express local. La apuesta logró arribar a Aguas Calientes en 1928, uniendo los 110 km. que la separan de Cusco. Aquella ciudad había sido fundada 17 años antes con la instalación de un campamento destinado a la operación ferroviaria que hoy se mantiene y parte a la mitad la localidad. El mismo equipo de trabajadores fue el responsable de construir el acceso frente a Machu Picchu. Recién para 1977 finalizó el tramado hacia Urubamba que atraviesa el Valle Sagrado completando el trayecto principal por las ruinas incas más prestigiosas.
Acercarse a uno de los monumentos arqueológicos más importantes del mundo resulta lo suficientemente conmovedor per se. Sin embargo, la compañía Belmond, actual operadora de los trenes Orient Express en Europa y Oriente, decidió poner en marcha para el 2003 el primer servicio de este continente, uno que torna esa peregrinación en una experiencia exclusiva. Eligió homenajear al mítico divulgador hawaiano y lo denominó Belmond Hiram Birham.
En épocas de sequía (abril a noviembre) el convoy sale de la Estación Poroy, un área reservada construida a 15 minutos de Cusco. El pasaje sólo ida es de U$S 525 por persona.
Llegar allí es cruzar el umbral de la experiencia. Todo el personal se encuentra ataviado con uniformes que remiten a las novelas de Agatha Christie. Y los servicios sorprenden:
- Bastará presentar el ticket en el ingreso para que, de allí en más, el equipo de profesionales conozca el nombre del pasajero en todo el trayecto, así como cualquier particular petición que haya realizado.
- El viajero se olvida literalmente de su equipaje hasta la llegada a su hotel en Machu Picchu, al final de la jornada, si es que decide pernoctar en ella.
- Un salón vip en la estación espera con el desayuno. La espera hasta el momento de partir se ameniza con un espectáculo de danza y música local.
- Cada pasajero cuenta ya con el número de su vagón y mesa. La propuesta es viajar al viejo mundo en tanto se hace el camino hacia uno de los centros del nuevo.
El ingreso desborda de sorpresas para el ojo curioso
Los interiores están realizados con paneles de madera y acabados en bronce que evocan los clásicos salones de la década del '20, mixturados con colores vibrantes y motivos inspirados en la naturaleza que juegan el ensamble con el alma peruana.
Los vagones cuentan con mesas de cuatro comensales y otras de parejas. Todas ellas servidas como en un restaurante digno de estrellas Michelin. La vista desde las ventanas, apenas salir de la estación, empieza a parecerse a un retrato digital con un random de imperdibles. La pequeña luminaria sobre el extremo de la mesa es una escultura que pone sello recordatorio del transporte de lujo sobre los paisajes.
La vajilla es de Limoge. Las mermeladas de frutas locales dejadas sobre la mesa son una invitación al souvenir. La puesta del servicio es inmejorable, con el inmaculado lino blanco que se contrasta con el multicolor caleidoscopio de los tonos incas. Desde el andén, en tanto los pasajeros se acomodan, el grupo musical agita pañuelos azules, naranjas, amarillos, rojos y verdes al son de los instrumentos que terminan impulsando a llevar el ritmo.
La formación se integra de dos vagones que cumplen la función de butacas y restaurantes simultáneamente, un vagón mirador con bar, techo de cristal y culata abierta, con vista panorámica desde donde saludar a las vías en tiempo pasado. A estos se suma el vagón cocina. Todo en un fulgor excepcional art decó de los '20.
La cadencia del recorrido está calculada al milímetro. El pasajero cumple las cuatro horas del trayecto casi sin darse cuenta. Al llegar a su asiento, todo es sorpresa: la carpintería lustrada como espejo, las ventanas de impecable transparencia, los herrajes bronce con lustre impoluto, los portaequipajes que trasladan historias antiguas, la pana clara de los asientos, los detalles sofisticados del cuarto de baño en cada vagón... De pronto, ocurre la partida y las expectativas no decaen: llega la presentación del mozo y el responsable de la guía durante el viaje y la visita.
El pedido de aperitivos queda formalmente inaugurado. El pisco local entona con la vista y empieza a poner en clima. La llanura verde se mezcla cada vez más con montañas que acuchillan el camino. El tren serpentea a una velocidad promedio de 30 km. por hora. La vida misma va pasando: pastoreo, picnic familiar, trabajo de campo donde crece la quinoa y la papa, las vides de altura, los frutales, el cruce natural de las vías producto de la cotidianeidad, siempre con jovial sacudida de manos y respuesta sonora de la bocina del convoy.
El menú espera en la mesa con una selección de platos de impronta inca: trucha ahumada de Waylabamba acompañada con tabule de quinua, puré de habas y aceite de muña; carne grillada con la tradicional salsa del lomo saltado y papa nativa, y cheese cake de choclo del Valle Sagrado con salsa de maíz morado y sauco. Para finalizar, café proveniente del bosque nublado. Para el tramo Cusco-Urubamba espera confit con costra de sal de Pumahuancas, pato confitado en salsa peruana tradicional del norte y caviar de Kiwicha.
El equilibrio de las partes
Sacado de contexto el Belmond Hiram Birham puede desentonar. Sin embargo la operatoria local ha logrado trabajar los estándares del Orient Express con la tradicional amabilidad peruana. Andy Montúfar Oquendo es el Train Manager del servicio. Pasó previamente por el liderazgo de algunas de las otras propuestas que recorren Perú con formaciones alternativas a esta, como el Sacred Valey o el tren al Lago Titicaca. Lleva cinco años manejando los destinos diarios que recorren el corazón inca. "Nos ocupa dar un servicio de extralujo -dice- y estamos en todo detalle para ello. Pero también nos interesa que cada pasajero se lleve una cuota importante de nuestra cultura. Queremos que se sienta enriquecido por la experiencia de modo completo, porque la excusa para estar aquí es esencialmente Machu Picchu, sus alrededores y su historia".
Es siguiendo ese diferencial que antes del almuerzo, el bar y vagón panorámico se llenan de música con impronta local, mientras la locomotora avanza por el exacto paso que Hiram Birham trazó hace 107 años. La oferta de aperitivos continúa. El team está muy pendiente de señalar puntos de interés durante todo el trayecto y de poner al tanto de la historia general de la cultura inca y del proceso de descubrimiento del santuario.
Té de coca y oxígeno están disponibles para paliar los efectos de la altura, aunque luego de leve ascenso la altitud baja hacia el valle sagrado.
Se arriba a Aguas Calientes, hoy Machu Picchu Pueblo, cerca del mediodía. De inmediato un transporte espera para el ascenso final. Se trata del único servicio de ómnibus, aunque los clientes del tren tienen preeminencia para tomarlos. Las colas para subirse a ellos para el resto del público pueden tomar una hora de espera.
Una vez en el anhelado ingreso al santuario (los pasajeros no deben sacar ticket), cada decena cuenta con un guía personal. Pedro, que apenas llega al metro y medio, ha sufrido vértigo en el pasado y ahora escala en 40 minutos la montaña más alta del lugar, relata al detalle historia y leyendas. Hace un recorrido que se extiende hasta el fin de la tarde, aún más allá del horario de cierre para el público en general. Birham diría (y uno concuerda): "En la variedad de sus encantos y el poder de su hechizo, no conozco otro lugar en el mundo que se compare con este".
A la puerta del monumento se encuentra el Sanctuarly Lodge, que espera a los paseantes con un brunch tardío, una especie de "teanch", que vuelve a exhibir la riqueza gastronómica. Es en ese momento donde se percibe claramente, luego de la experiencia inca in situ, el balance occidente y aborigen. Más allá de las diferencias en las historias, y la revisión interpretativa arqueológica a partir de las cosmogonías incas, hay una simbiosis amablemente integrada.
Aún cuando para el regreso se puede optar por volver sobre los propios pasos, una alternativa tentadora es la de testear otro de los servicios de lujo en los ferrocarriles Orient Express. Se trata del Sacred Valey que recorre el camino entre Machu Picchu y Urubamba, atravesando Ollantaytambo, la locación que estaba reservada a la dinastía de gobernantes incas. Se puede apreciar en ella uno de las más perfectas muestras de arquitectura de esa civilización: el Templo del Sol, una construcción única en el valle sagrado.
Esta última etapa culmina una hora antes de la medianoche en la estación de Tambo del Inka, coincidente con el hotel del mismo nombre, desplegado con estructura de fuerte, bajo el cielo al alcance de la mano.
El Orient Express de Cusco logra un impacto sobre una experiencia de la que no se podría pedir más. Aún así, alcanza otro estándar permitiendo sentirse en otra época, en otro lugar sumando la humildad de no competir con el sitio que lo cobija, sino que se rinde a sus pies, como un visitante más.
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