Alejandro Verri Kozlowski tenía 23 años cuando atentaron contra la mutual israelita: “Entró un huracán por la puerta que me tiró contra la pared; detrás vinieron escombros, piedras, pedazos de metal…”
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A las 9.53 horas del 18 de julio de 1994, en el instante en que se produjo la explosión que dejó 85 muertos y 300 heridos en el edificio de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), Alejandro Verri Kozlowski, que tenía 23 años y era estudiante de Ingeniería Civil en la UBA, preparaba un examen final en una pequeña habitación de su departamento situado en Pasteur 632, justo enfrente del “blanco” donde aquella mañana se producía el mayor ataque terrorista de la historia argentina.
“Era un cuarto de servicio ubicado detrás del lavadero y desde la ventana se veía el pulmón del edificio. En ese espacio solíamos fumar. Luego de encender el último cigarrillo del atado, ocurrió la explosión. Todo estalló de repente: entró un huracán por la puerta que me tiró contra la pared. Detrás vinieron escombros, piedras, pedazos de metal… La casa quedó a oscuras y se llenó de un humo muy denso”, evoca hoy desde su casa del barrio Dalvian, en Mendoza, que comparte junto a Gabriela, su novia de aquel entonces, madre de sus hijos Francisco y Felipe. Alejandro se dedica a la Ingeniería Sísmica y Geotécnica y a aplicaciones de inteligencia artificial y machine learning (aprendizaje de máquina) en problemas de peligro y riesgo sísmico.
Afuera del edificio, en pocos segundos, la AMIA y las construcciones aledañas quedaron reducidas a escombros. La mayoría de las víctimas fatales estaban dentro de la mutual y el resto en la vereda o en edificios cercanos, como el que él mismo habitaba. El hecho de vivir en el “contrafrente” lo salvó: otros vecinos, algunos de los que vivían “al frente”, quedaron sepultados. Más de 100 viviendas y comercios cercanos quedaron destruidos, la pérdida de gas en la zona fue de gran magnitud y la onda expansiva arrasó con toda la cuadra de Pasteur al 600/700, lanzando autos, árboles, carteles y personas por los aires; los vidrios de las ventanas de casas y negocios estallaron hasta a seis cuadras a la redonda.
De Misiones a Buenos Aires
Alejandro nació en Leandro Alem, una pequeña ciudad del centro de la provincia de Misiones que, a principios del siglo pasado, fue una colonia de inmigrantes alemanes, suecos y polacos en plena selva.
En 1988 egresó de la Escuela Nacional de Educación Técnica Nº1, que había sido fundada por su padre a fines de la década del ‘70. A los 17 años, como todo joven de pueblo chico en busca de un mejor porvenir, se trasladó a la ciudad de Buenos Aires para ingresar a la carrera de Ingeniería en la Universidad de Buenos Aires (UBA).
“En 1991 me mudé a un departamento en el segundo piso de la calle Pasteur 632, justo frente al edificio de AMIA, al 633. Era un departamento de contrafrente, nada lujoso, casi sin muebles y muy espacioso. A tal punto que, en diferentes momentos vivimos mis hermanos, amigos y sus amigos, además de varios estudiantes universitarios de Alem que, mientras buscaban residencia en Buenos Aires, se alojaban en casa algunos meses. Sí, meses enteros…”, repasa, en diálogo con LA NACION.
El departamento estaba muy bien ubicado, cercano a varias facultades de la UBA y, en definitiva, admite, “funcionaba como una especie de bed & breakfast en una ciudad hostil en donde no teníamos a nadie”.
El recuerdo imborrable del estruendo
-Alejandro, ¿recordás el minuto previo a la explosión?
-Estaba solo en el departamento, algo raro, ya que la mayoría de las veces éramos muchos... Incluso, solía estar Gabriela. Me disponía a fumar en esa habitación. Recuerdo que encendí el último cigarrillo que me quedaba en el paquete y, de pronto, el estruendo. Fue tanta la onda expansiva que me tiró contra la pared. Todo quedó a oscuras. No sé cuánto tiempo di vueltas en el departamento. Pensé que había explotado el termotanque del lavadero, por eso intenté cortar la energía. Caminé un largo rato entre los escombros, confundido, sin entender qué había ocurrido. También percibí que tenía un corte profundo en la frente que no dejaba de sangrarme.
-¿Y luego?
-Salí al hall pero los ascensores no estaban. Así de simple y terrible. Había una montaña de escombros que provenían del departamento de enfrente. Sí, en cambio, podía verse la escalera, aunque estaba cubierta de restos de piedra, material, polvo, metal. Casi no había espacio para bajar y tampoco se podía subir... El olor a amoníaco era muy fuerte. En ese momento estuve convencido de que se trataba de un incendio. Finalmente, como pude, logré salir. No había nadie en la calle y la niebla amarilla invadía la zona. Recuerdo que alguien me vio lastimado y me llevó caminando hacia la guardia de una clínica de otorrinolaringología en Pasteur al 700, pero de a poco comenzaba a desbordarse de pacientes. Desde allí continuamos caminando hacia el Hospital de Clínicas, muy cerca. En ese trayecto, aquella persona cuyo rostro no recuerdo me explicó lo que había sucedido. Me dijo: “Estalló la AMIA”.
-¿Qué hizo, entonces?
-Me puse a llorar. Supongo que recién ahí tomé dimensión del desastre que estaba viviendo. Entendí que nada tenía que ver con mi departamento. La persona que me auxiliaba me seguía hablando, pero no atiné a responder. Solo pensaba en mi mamá y en mi papá, que estaban en Alem, seguramente escuchando y viendo las imágenes por la televisión. Estaba desesperado por avisarles que estaba vivo.
-¿Qué recuerda de la guardia del Hospital de Clínicas?
-Fue un espanto. Se oían gritos, llantos, sirenas... y en poco tiempo quedó desbordada de pacientes lastimados, camillas, familiares... Alguien nos metió en un cuarto pequeño y luego, junto a otros heridos leves, nos llevaron a otro piso donde me suturaron la frente y pude escapar.
-¿Escapar?
-Sí. Salí corriendo del hospital en busca de un teléfono público. Un señor mayor y muy amable, encargado de la pizzería “El Griego”, frente al Hospital de Clínicas, me prestó un teléfono y recién allí pude comunicarme con mis padres. Luego, más aliviado, intenté regresar a mi edificio y pude entrar al departamento. Vi manchas de sangre por todos lados que mostraban el largo rato que, seguramente, anduve deambulando. Mi habitación estaba cubierta de vidrios. Pude rescatar mi libreta universitaria y algunos documentos, pero el dinero que me quedaba para los gastos del mes ya no estaba.
-¿Qué pasó después?
-Los bomberos, que en Buenos Aires no son voluntarios, sino miembros de la Policía Federal, estaban recorriendo los departamentos y me pidieron que los acompañara para tratar de encontrar sobrevivientes. Subimos varios pisos con ellos, creo que hasta el octavo. Durante los primeros cuatro o cinco pisos los restos de la explosión cubrían el hueco de la escalera y tomó mucho tiempo ascender. No encontramos a nadie. Comenzamos a bajar y luego la Policía no me dejó intervenir más.
-¿Cuándo comenzó el caos en la calle?
-En ese momento, justamente. Había una multitud, todo era caótico. Recién varios días después, ya con mi padre, regresé a intentar retirar mis cosas del departamento y colocar puertas o cerraduras provisorias por los saqueos. Decían que el edificio iba a colapsar. Yo necesitaba retirar mis pertenencias. No tenía muchas cosas, pero en ese departamento estaba todo lo que tenía. Finalmente, todo eso se quedó así, intacto, durante un par de años hasta que una tarde llevé a un depósito algunas cosas.
-Sabemos que fue testigo en la causa AMIA. ¿Cómo fue esa experiencia?
-Varios años después comenzaron los primeros juicios orales en Comodoro Py. Yo nunca había estado en un tribunal y mucho menos en un estrado declarando como testigo. Me dio un poco de escalofrío estar sentado allí. Fue muy fuerte ver en esas cajas de vidrios blindados a Carlos Telleldín, acusado por la conexión local del atentado. También había otros policías implicados que debían responder a decenas de abogados y a los jueces del tribunal oral.
-¿Cuáles eran las preguntas que debía responder usted?
-Sobre todo, detalles de la noche anterior al atentado. Casi a los gritos me exigían que recordara cuestiones mínimas y muy específicas de aquella noche previa al desastre. Preguntas muy puntuales como si hubo, o no, un contenedor o un vehículo estacionado en la esquina... si el contenedor tenía, o no, bolsas de cemento en su interior... Todo esto ¡cinco o seis años después!
-¿Pudo volver a habitar el departamento de la calle Pasteur?
-Durante los años en que se reconstruyó el edificio he vivido en diferentes sitios. Finalmente, en 1998, es decir cuatro años después del atentado, regresamos al departamento junto con Gabriela, mi novia de entonces y mi actual mujer. Allí, incluso, nacieron mis hijos Felipe y Francisco, de 16 y 12 años, respectivamente. Allí permanecimos hasta 2013, cuando nos establecimos definitivamente en Mendoza.
-¿Cuál es su reflexión sobre el atentado?
-El atentado a la AMIA me obliga a recordar que seguimos viviendo en un lugar peligroso. No tanto por un evento extremo, como un ataque terrorista, sino porque en general vivimos bajo la tutela de un Estado que debería protegernos pero que, finalmente, puede lastimarnos o matarnos como un padre violento o un marido abusador. Tenemos un aparato de Justicia apañado por ese Estado donde convergen jueces, letrados, abogados, policías, servicios, empresarios, narcos y “muchachos del conurbano”, como Telleldín. Solo falta que se junten en un asado un domingo.
-¿Siente impunidad?
-Sí. La impunidad asociada al hecho de tolerar 30 años sin esclarecer un evento donde murieron tantas personas. No es un “cisne negro” sino una consecuencia lógica de haber naturalizado esta convivencia. Incluso me recuerda a “El Proceso”, de Kafka, donde el protagonista es arrestado por una razón que desconoce y, desde este momento, se adentra en una pesadilla para defenderse de algo que nunca se sabe qué es y con argumentos aún menos concretos tan solo para encontrar que las más altas instancias a las que pretende apelar no son sino las más humildes y limitadas, creándose así un clima de inaccesibilidad a la justicia y a la ley.
-Finalmente, ¿en qué aspectos humanos lo modificó el atentado?
-Desde que nacieron mis hijos, el atentado a la AMIA también me recuerda a las personas que esa mañana de julio perdieron a sus madres, hermanos y, sobre todo, hijos, la peor pesadilla que uno puede imaginar. Hoy evoqué a esas personas y también rememoré la angustia que habrán sentido mis propios padres durante aquellas horas de incertidumbre. En fin, reconocer la tragedia de quienes perdieron todo me recuerda por qué debo ser una persona solidaria y agradecida a la vida que me ha tocado vivir. Una vida que bien podría dividirla en dos partes.
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