El escultor detrás de los lobos de la Rambla
José Fioravanti logró una obra genial y diversa, desde la imponente figura del Monumento a la Bandera hasta la clásica postal marplatense. A 40 años de su muerte, sus admiradores protegen su trabajo e impulsan que vuelva a fundirse
José Fioravanti (Buenos Aires, 1896 – Buenos Aires, 1977) fue un gran escultor argentino. Se cumplirán en octubre 40 años de la muerte de este artista clave en la historia nacional. Además, uno de sus conjuntos escultóricos más importantes cumple 60 años: el que integra el Monumento Histórico Nacional a la Bandera, junto con las obras de Alfredo Bigatti. Con la intención de hacer muestras, libros y que se vuelvan a fundir sus obras, dos coleccionistas pusieron en valor su legado. Prometen que este año su obra tendrá la presencia que merece.
Guardar la obra de un escultor, sobre todo si es un gran monumentalista, requiere espacio y cuidados. La que dejó Fioravanti en su taller fue conservada por la hija de su última esposa. “Permaneció por años en un depósito donde sufría deterioro. A fines de 2015, dos coleccionistas la compraron y ahora están los 200 yesos que dejó en el museo privado Magda Frank”, dice Tulio Andreussi Guzmán, director del espacio y el primero que se interesó en conservar este tesoro, y que reunió a otros interesados para solventarlo. El patrimonio se ordenó, clasificó y restauró con la ayuda del escultor Eduardo Carlos Noé.
La casa de Frank donde funciona el museo, al que sólo se llega con cita previa, es la que ocupó en sus últimos años la escultora nacida en Transilvania en 1914, que escapó del exterminio nazi y se refugió en los años 50 en la Argentina. Volvió al Viejo Continente luego para triunfar en París y en el mundo. “Hizo 20 monumentos que están emplazados en Europa”, señala Andreussi. Ubicada en Avenida General Paz, en el barrio de Saavedra, la casa conserva montado su taller y una exposición permanente de algunas de las 300 esculturas y 2000 dibujos que dejó. “La conocí después del 2000 tocándole el timbre, cuando ya era muy mayor, a través de Pierre Restany. La acompañé en sus últimos años y fundé su museo”, cuenta. Ahora se hizo lugar para que dos salas alberguen los yesos recién llegados y cambió su nombre por Casa Museo Frank-Fioravanti.
Están la Pastora y el Pastor del monumento a Martínez de Hoz que está emplazado en La Rural, pero vinieron hechos desde París, donde tenía entonces Fioravanti su taller. Y la imponente figura de La Patria del Amor y la Fraternidad, del Monumento Histórico Nacional a la Bandera de Rosario. Junto con su colega Alfredo Bigatti y a los arquitectos Ángel Guido y Alejandro Bustillo trabajaron, por 10 años, para realizar el gigantesco conjunto escultórico. Entre las piezas recobradas hay frisos, piezas monumentales como la cabeza del caballo Palomo del monumento a Simón Bolívar y torsos del monumento a Franklin D. Roosevelt que está en Plaza Seeber, Palermo. También está Gaucho con rueda, el logo de la Siam Di Tella, y hay tres estanterías completas de cabezas y bustos, como los de Rubén Darío –hecho por encargo del diario La Nación, para la plaza del Museo de Bellas Artes–, el General José de San Martín, Leopoldo Marechal y tantos otros. “Los compramos a la heredara junto con los derechos de autor, para que se puedan seguir fundiendo copias. Hay muy poca obra suya fundida”, cuenta Andreussi.
Su historia es la de un genio precoz, que empezó a esculpir de niño y a los 16 años expuso por primera vez en el Salón Nacional de Artes de Buenos Aires. A los 23 obtuvo el Primer Premio Nacional; a los 26, el Primer Premio Municipal, y a los 40, el Gran Premio Adquisición en el Salón Nacional. Pronto fue Académico de número y dirigió la Escuela De la Cárcova.
Quien mejor lo recuerda es el escultor Antonio Pujía, su discípulo y ayudante por varios años. Hoy tiene 87 años y dice que aún lleva guardado su recuerdo y sus enseñanzas, además de un profundo cariño: “Cuando me pongo a tallar, escucho su voz. Fue un gran maestro mío”. Lo conoció en la galería Peuser, por intermedio de otro de sus grandes maestros, Troiano Troiani. “Entre ellos se hablaban en italiano, y en ese idioma me habló Fioravanti, porque yo también soy argentano, venido de Calabria de muy chico. Fue un encuentro muy simpático, lo admiraba mucho, pero nunca había tenido el coraje de hablarle”.
Fioravanti fue su maestro en la Escuela De la Cárcova y luego trabajó largas temporadas para él como ayudante en su taller. “Tenía 19 años entonces. El maestro conocía todos los materiales habidos y por haber y enseñaba fundamentalmente la talla. Tuvimos una relación idílica, hermosísima. Yo me llevaba muy bien en general con los maestros que me tocaron en fortuna. Pero Fioravanti para la historia del arte argentino es uno de los dos o tres más grandes. Fue un gran estatuario. La mayoría de sus monumentos fueron hechos en talla en piedra de distintos lugares del mundo, porque muchos los hizo en Francia”, recuerda Pujía.
En algunos trabajos grandes para los que necesitaba ayuda, Fioravanti siempre contaba con Pujía. Y el lazo entre ellos se fue haciendo sólido y profundo. “Como persona también oficiaba de maestro, con una calidez casi paternal. Me llamaba Antonito”, dice Pujía. Ya egresado, trabajaba para Fioravanti y otros escultores reconocidos: “Me ganaba muy bien la vida y aprendía cantidad de cosas que no había visto en la escuela”. En lo de Fioravanti, ampliaba bocetos sin modelar las figuras, y las ponía a punto para que el maestro luego terminara de darles la forma. “Yo iba por la tarde a su estudio. Su mujer, Ludmilla, nos preparaba un té en el samovar y nos ponía música. Eran muy melómanos”, rememora.
Fue el maestro quien le dijo a Pujía de un concurso para escultores en el Teatro Colón, organizado por Héctor Basaldúa. “Me dijo que me presentara, pero yo le respondí que le agradecía el aviso, porque seguro había mucha gente antes que yo para ese puesto. Apenas hacía un año que había terminado la escuela y me estaba por casar. Le dije: ‘Voy a perder el tiempo, maestro’. Y él me miró con sus ojones grandes y no dijo nada. Al rato, me paró y me dijo que me tenía que decir algo o no se iba a sentir bien: ‘La respuesta que me diste no me terminó de gustar... ¡no me gustó! Querido, en la vida de un artista joven no todo es presentarse a concurso para ganar. No es lo que te puedo aconsejar. Si querés llegar a tener un premio, tenés que empezar a mandar a los salones. Para vos, es más importante en este momento participar que ganar”, recuerda. “Lo que me dijo me llegó al alma. Me abalancé encima de él abrazarlo. Él creyó más en mí que yo mismo”, cuenta. Así fue como Pujía fue al Colón y se presentó al concurso. El jurado, entonces, iba a domicilio al taller de los postulantes para ver su obra. “El mío era chiquito y lleno de tierra porque estaba en la calle Montes de Oca, en Constitución. Vino Basaldúa y otros dos, y me hicieron preguntas de historia del arte y vieron mi obra. Pero lo que más les gustó fue un par de piernas en cartapesta que estaba haciendo para un anuncio de las primeras medias de nylon para las grandes tiendas Etam”, dice entre risas. Al poco tiempo, lo confirmaron como el primer escultor escenógrafo del Teatro Colón. Trabajó allí por casi 15 años, hasta que decidió dedicarse de lleno a su obra.
Otra especialista en Fioravanti es la historiadora Patricia Corsani, licenciada en Artes y autora de la ficha bibliográfica en el catálogo razonado del Museo Nacional de Bellas Artes de la obra que ahí se conserva, Mujer con libro, que fue en 1937 el Premio Adquisición en el Salón Nacional y medalla de oro en la Exposition Internationale des Arts et Techniques de París. La modelo es la pintora rusa Ludmilla Feodorovna (1896-1973), su amor más grande. Se conocieron en la capital francesa, se casaron y llegaron a Buenos Aires en 1928.
“José Fioravanti se formó en el taller de fundición del suizo Alejo Joris, escultor y fundidor radicado en Buenos Aires. De los 12 a los 18 años, su maestro le enseñó todo lo relacionado con el oficio. A estos pasos iniciales –pausados, firmes– por el camino de la escultura, se les sumaron los recorridos europeos y por Egipto que lo enriquecieron y despertaron su pasión por obras que observaba en museos de Francia, Grecia, Italia, Portugal, Inglaterra, así como en particular las de Miguel Ángel, Antoine Bourdelle, Ivan Meštrovic, Aristide Maillol, entre otros –cuenta Cosani–. La obra de Fioravanti está vinculada a la renovación de la representación figurativa, una figura humana contundente mostrada con un lenguaje moderno, aunque ligada en la tradición”, señala. Fue contemporáneo de maestros como Alfredo Bigatti, Antonio Sibellino, Luis Falcini, Sesostris Vitullo y Pablo Curatella Manes: “Estos artistas buscaron, cada uno desde su propia visión, la transformación de la escultura argentina”.
“Su importante y amplia producción –piezas en yeso, mármol, piedra, bronce– transita la escultura de bulto y el relieve. Fioravanti explora las formas, mezcla texturas, trabaja bloques de piedra mediante la talla directa, profundizándose la cercanía entre escultor y materia. Así, están los retratos de aquellos próceres que fueron protagonistas de sus monumentos conmemorativos (Manuel Belgrano, Nicolás Avellaneda, Roque Sáenz Peña), también los de las personas que conformaban su núcleo familiar y de amistad (Ernesto de la Cárcova, Manuel Mujica Láinez, su hermana María), las alegorías que recuerdan los ideales de fraternidad, la patria, la historia, la elocuencia, los relieves narrativos”, describe la historiadora. Sus obras se conservan en museos extranjeros y del país, además de en espacios públicos de Buenos Aires, Rosario y Mar del Plata, donde es autor de los icónicos lobos marinos de la Rambla.
Fioravanti amaba su trabajo y así lo explica en el artículo Mi concepto de la escultura que escribió para la revista Ars Revista, en 1953: “Al amar a la humanidad quiero expresar que amo a los hombres y todo aquello en lo cual palpita la vida. Esta misma vida que palpita es la que quiero expresar en mis obras, una vida viva resuelta a través de sus líneas más puras y definidas, y por tanto figurativas”.
“Fioravanti era distinto a todos –continúa Pujía–. Me está enseñando todavía. Estoy haciendo una talla de una cabeza de un niño y no puedo dejar de vincularlo a él, a esas lecciones sobre cómo tomar los elementos, cómo buscar las vetas en el mármol, que las tiene, y seguir el camino que ellas muestran. Una vez lo ayudé a hacer la estatua de Manuel Belgrano para la cripta del Monumento a la Bandera y estuve varios meses con él modelando, y lo acompañé a la fundición donde se pasó al bronce. ¡Era aprendizaje por contagio! Él se concentraba mucho cuando trabajaba, sólo sonaba la música que Ludmilla ponía en el tocadiscos, siempre en el tono justo como le gustaba a Pepe, como ella le decía. Tenía gran concentración y un poder de síntesis tremendo”, cuenta. Lo siguió visitando hasta el final de sus días. “Tengo como recuerdo una foto que me regaló en la que está en París con Leopoldo Marechal haciendo figuras para el monumento de Martínez de Hoz”, cuenta Pujía. La conserva en un altarcito que les reserva a sus maestros, en la sala de su taller que lleva el nombre de Fioravanti.
Marechal fue un gran amigo suyo. También lo recordaba –en un escrito de un libro monográfico sobre su obra que publicó Ed. Plástica en 1945– trabajando, incansable, en el conjunto que está emplazado en la Sociedad Rural: “Recuerdo las primeras batallas de Fioravanti, en el galpón de la rue Vercingetorix, cuando entre un redoblar de martillos y una dulzura de canciones latinas asomaban en la roca los dos pastores del monumento a Martínez de Hoz. Y recuerdo las otras, en el estudio de la Tombe-Issoire, cuando al esculpir las enormes figuras de sus monumentos, Fioravanti sostenía con la piedra un diálogo terrible, y más que un diálogo, una discusión porfiada, en la cual el artista y la materia eran contendores y la luz actuaba como juez”.
“Cuando fue consagrado y premiado en París por las esculturas para el monumento a Avellaneda y para el de Roque Sáenz Peña, presentadas en 1934 en el museo Jeu de Paume, el escultor –casi desconocido artísticamente en esa ciudad–fue elogiado por la tarea realizada. A su regreso a Buenos Aires, el director del Museo Nacional de Bellas Artes, Atilio Chiáppori, lo convocó para mostrar esas piezas en una exposición que se inauguró en septiembre de 1935”, dice Corsani.
La muestra en el Jeu de Paume fue todo un suceso. “Hasta entonces sus vecinos pensaban que era un ermitaño loco y nadie sabía qué hacía. Estuvo cinco años picando piedra, hasta que un día salieron sus piezas colosales de tres metros de altura hacia el museo y su peso rompió la calle”, cuenta Andreussi.
La prensa mundial se había hecho eco de aquella inusual exposición, en un espacio donde antes sólo habían expuesto sus trabajos dos grandes maestros consagrados de la escultura contemporánea: Antoine Bourdelle e Iván Meštrovic. El crítico Waldemar Jorge se preguntaba entonces: “¿Acaso José Fioravanti es el iniciador de un estilo y de un modo de expresión que confiere al arte de la Argentina un aspecto distintivo?”. André Dezarrois fue más allá y su duda sigue vigente: “Nos preguntamos si José Fioravanti no ha sido el primero que, súbitamente, ha dado a la escultura argentina su lugar en la historia del arte de este siglo”.
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