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Eran exactamente lo opuesto: él, el mar en calma. Ella un huracán que a su paso todo transformaba. Él muy moreno, ella de piel blanca y cabello rubio. A él le gustaba vivir de forma simple y austera. Ella, por el contrario, siempre se encontraba inmersa en un sinfín de complejidades que ni ella misma podía explicar.
Pero cada vez que se miraban, conectaban de una forma que ninguno de los dos había experimentado antes. No eran adolescentes ni faltos de experiencia. Él trabajaba en una empresa y ella, con un título en biología, ya se desempeñaba como profesora en la Universidad Nacional del Sur (UNS) y como investigadora en CONICET. Tenían entonces 29 años y se animaron a darle rienda suelta a sus sentimientos más profundos.
Una ciudad ruidosa donde brilló la esperanza
Pasó el tiempo y, contra todos los pronósticos, se mantuvieron juntos. Concluía el mes de marzo de 2005 cuando, una noche templada se subieron a un colectivo rumbo a Buenos Aires. Se sentían llenos de esperanza, pero también de miedos. La llegada a la ciudad del Obelisco los recibió con un clima cálido y los estruendosos sonidos del tránsito de la avenida Corrientes.
Se alojaron en un pequeño departamentito pintado de amarillo suave y caminaron de la mano las cuatro cuadras que los separaban de la clínica. Al entrar reconocieron el característico dibujo del lugar que tantas veces habíamos mirado en Internet. La espera se hacía larga y a ella le dolía la panza. Finalmente los atendieron.
“El médico era joven como nosotros. Miró todos los papeles y me hizo la ecografía. Otro doctor entró al poco rato sonriendo y con la humildad de un hombre grande que ya ha vivido estas situaciones. Me dio la mano, me llenó de esperanzas y también de realidades. Él, siempre a mi lado, escuchaba todo con atención”. Se fueron de la clínica cuando caía la noche porteña, calurosa y húmeda. Ora vez caminaron de la mano hacia donde estaban alojados. Esa rutina se repitió por cinco días. Cada mañana sonaba el despertador. Él se levantaba rápidamente y la despertaba a ella con un mate en la mano y la mejor de sus sonrisas.
Después de desayunar, caminaron, una vez más hacia la clínica. La encontraron casi vacía. Ese día era feriado nacional. La secretaria los condujo a las inmediaciones del quirófano. En la pequeña oficina donde completaron los formularios necesarios, tuvieron que despedirse. “Él, mostrando su enorme fuerza de espíritu, me regaló, una vez más, una palabra de aliento”.
Una enfermera la ayudó a sacarse las prendas que llevaba puestas y a colocarse la ropa estéril reglamentaria. En menos de un minuto, comenzaron a entrar varios médicos que se presentaban cubiertos por sus barbijos y la alentaban con un saludo en su brazo. “Todo saldrá bien”, le decían.
“Te traigo un par de medias”
El corazón le latía muy rápido y para ese momento, invadida por los nervios, había enmudecido. Mientras los médicos se desplazaban por la sala, ella permanecía inmóvil en la camilla. “Hubo un pequeño momento en que casi quedé a solas. Fue allí cuando entró una enfermera. Se bajó el barbijo y sonriendo me dijo: te traigo un par de medias, para que no pases frío. Y me colocó un par de medias blancas nuevas de algodón con los pequeños dibujos característicos rojo y azul del emblema de la clínica. Con las medias puestas, respiré hondo y recé”. La intervención había concluido.
La pareja regresó a su alojamiento. Esta vez, aunque eran pocas cuadras, lo hicieron en un taxi. Se dispusieron a descansar. “Aunque hacía calor, yo me sentía tan agotada que me dejé puestas las medias para que ayudaran a templar mi cuerpo”.
Pasaron dos días hasta que recibieron el llamado que tanto esperaban. El teléfono antes de las 9 de la mañana. “Aún en la cama, me incorporé cuando lo vi a él asentir, colgar y decirme: tenemos que estar en la clínica en media hora. Me puse el par de medias. No sé si fue algo consciente o me aferré a que me dieran algo más que calor esa vez”. El procedimiento fue rápido. Esa misma noche regresaron a su Bahía Blanca natal. Ella seguía usando el par de medias. Los días posteriores transcurrieron como en cámara lenta.
“Fue apostar al amor más grande que pude sentir en mi vida”
El día que recibieron los resultados, ella estaba tan aterrada que le pidió a él que buscara el papel. “Al abrir el sobre fui la mujer más feliz del mundo: ¡estaba embarazada! Ese diciembre nació nuestra hija Aluminé. El tiempo pasó rápido entre pañales, música infantil y muchas risas. Lumi creció amada por nosotros. Un día sencillo, como cualquier otro, Aluminé con sus ocho años me ayudaba a acomodar ropa. Y ella encontró un par de medias, bastante viejitas, llenas de pequeñas pelusas fruto del uso y aún con el pequeño dibujo rojo y azul. Lumi los miró y dijo: mami: ¿estas medias viejas las tiramos?”. Y yo, sonriendo y sintiendo como mis ojos se llenaban de lágrimas le contesté: No hija, no las tiramos….no son solo un par de medias”. Y le conté lo importante que era para mí tener ese viejo par de medias en mi cajón, mientras ella me regalaba su mágica sonrisa”.
Aunque él y ella ya no son una pareja y ahora cada uno tiene su vida, aseguran que son parte de Aluminé y que se sienten bendecidos de tenerla como hija. “Nuestra antigua relación no fue una equivocación porque tenemos dos hijos maravillosos. Aunque fue concebida en una caja de Petri a través de una inyección, fue fruto de un gran amor. Él y yo le ganamos al desconsuelo y a la desesperación. Le ganamos a los costos económicos y a la frustración. Nos decían que yo no podría quedar embarazada y no creíamos en eso. Haberme puesto el par de medias ese día en vez de salir corriendo fue apostar al amor más grande que pude sentir en mi vida”.
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