El enigma de los sueños
Misterioso e intrigante, el mundo de los sueños convoca cotidianamente nuestro asombro y desconcierto. Cada sueño es una verdadera creación; a veces –por qué no decirlo– es lo más creativo que tenemos. Valen allí todas las combinaciones posibles. Borrando las marcas del tiempo, actualiza y condensa pasados lejanos y cercanos. Y nunca el soñador está ausente como protagonista de esas puestas en escena, aunque más no sea como actor de reparto.
Sigmund Freud descubrió y estudió exhaustiva y apasionadamente el valor de los sueños como formaciones del inconsciente plenas de sentido. Valiéndose de la representabilidad; es decir, de la figuración en imágenes, los sueños son producciones subjetivas que expresan contenidos inconscientes.
El soñar nos sirve tanto para preservar el descanso como para procesar y tramitar aquello que quedó pendiente de la vigilia y necesita de alguna forma ser elaborado.
No siempre los sueños resultan comprensibles y a veces hasta desafían nuestro empeño en recordarlos. Los hay más confusos y enmarañados, y también los hay disparatados. A veces son placenteros, a veces angustiosos y cuando ya traspasan el umbral de lo soportable, logran interrumpir el dormir. Son éstas las temidas pesadillas.
Soñados en color o en blanco y negro, estos montajes que duran apenas un par de minutos parecen desplegarse a lo largo de la noche entera. Lo que nos queda al evocarlo es su contenido manifiesto, que no debe entenderse en su literalidad. Los personajes, escenarios, tiempos y acontecimientos que aparecen en el sueño no necesariamente coinciden con la realidad; es más, la distorsionan casi siempre. Al estar regidos por las leyes del inconsciente, los sueños plantean situaciones que resultan incoherentes y, más aún, imposibles de concebir. Con retazos de dos o más vivencias, componen una imagen compactada, un patchwork armado con materia prima diversa.
El trabajo de interpretación de un sueño supone desentrañar un mensaje cifrado que el sueño busca transmitir. No es posible llevar a cabo tal desciframiento ateniéndose solamente al texto del sueño y su simbolización. Es decir, la riqueza del descubrimiento freudiano no cabe en reduccionismos que, a la manera de un diccionario de símbolos, hagan de traductor para entenderlo. La vida onírica estuvo siempre rodeada de mitos y enlazada a creencias, como por ejemplo que éstos presagian acontecimientos penosos que pueden ocurrir en la realidad, por el hecho de haber sido soñados.
Los niños sueñan y dan cuenta de ello desde muy pequeños. Al principio, se refieren a sus producciones oníricas como acciones sucedidas durante la noche, películas o pensamientos nocturnos; hasta que, más tarde, incluyen en su discurso verbal el término soñar. Los primeros sueños que narran los niños no son evocados como recuerdos. Irrumpen como relato en la vigilia, a través de algún elemento que llega como arrastrado hasta la vida despierta.
El lenguaje de los sueños atrae especialmente a los más jóvenes. Más allá del desafío de buscar el sentido del sueño o de la necesidad de aliviar la angustia que les puede ocasionar, hay en la producción de un sueño una sintaxis parecida al lenguaje del videoclip que les resulta cercana. Cuanto más desfigurado está el sueño, más creativo les resulta. Por momentos, parece no haber distancia entre ser director de arte y autor de sueños.
Tan enigmáticos como apasionantes, los sueños nutren, habitan y recorren nuestra vida interior. Productivos y complejos, estos astutos jeroglíficos son a la vez guardianes del dormir y aliados fieles del trato con la intimidad.
La autora es psicoanalista