El sueño de Eduardo lo mantiene despierto todos los sábados del año. A las ocho, nueve de la noche, Eduardo se abriga con su campera inflable, revisa sus cosas, saca las carnadas de la heladera y les avisa a sus hijos que se va. Cuando lo ven, los pescadores de la tarde entienden que les llegó la hora: pronto les tocará dejarle lugar al sereno, al que se encarga de unir un día con el siguiente.
Eduardo se queda toda la noche mirando el río a la espera de que su sueño, el pejerrey, le toque el timbre. Entra cada tanto a la casilla en la que sus hijos encienden el fuego. Adentro está lindo, pero no puede quedarse mucho; el sueño de Eduardo es huidizo, y si toca y no hay nadie prestando atención, se evapora en el barro. El sueño de Eduardo pesa menos de un kilo, y tiene el color del agua: en su habitat es una aguja esquivando los anzuelos que cuelgan del techo del río.
-Nada- me dice cuando le pregunto si lo vio- pero nada de nada. Igual, esto se llena. Vas a ver, en un ratito, cuando empiece a pintar el sol. Ni lugar para la caña hay.
El pejerrey ya debería haber entrado, pero es un bicho del frío, y esta temporada no hizo. Para colmo, a veces no hay agua, y a veces hay demasiada luna, y a veces no hay lugar. Todos los pescadores del norte saben algo que nadie les dijo pero que los trajo hasta acá: no hay lugar. Que el espigón de Olivos, que la draga de la Costanera, que el muelle de San Isidro. En todos lados los fueron arriando a los pescadores, quizás porque hablan poco y consumen menos, y ahora se encuentran acá, en el muellecito de Martínez, una pasarela que se adentra veinte metros en el agua o en el pantano, depende del día. Y allí va, Eduardo, los sábados a la madrugada, antes de que lleguen los otros, a tirar su caña, casi un monumento a la tenacidad.
-Nada- le dice a Marcelo, que llega cuando aún es de noche.
-¿Pero nada?
Eduardo levanta los hombros.
-Alguna palometa.
Un rato antes, después de diez horas de espera, Eduardo tiene el primer pique. Sus hijos corren desde la casilla, miran hacia adentro, lo ayudan a desenganchar la presa: una pirañita que cabía en la palma de la mano.
-Y bueno- dice Marcelo- pescaremos palometas.
Historias de pescadores
Pero ni eso pescan. Las boyas rebotan en el agua y los únicos ojos hipnotizados son los de los propios pescadores. El cielo se va poniendo rosa, la marea crece, los autos llegan; algunos, los nuevos, exiliados de otros puertos, abren sus mesitas, tiran dos y tres cañas, se ganan el recelo de los de siempre, se hunden en la pirámide de jerarquías en donde el más respetado es el que menos se hace ver.
-Antes con una mojarrera pescabas dorados de puta madre. Mi tío me contaba que se iba a La Lomada a sacar pejerreyes. ¿Sabés qué es La Lomada? Es Bancalari. Se iban ahí y volvían con un bolso lleno, ¿podés creer?
Todo tiempo pasado fue mejor en el mundo de la pesca. Antes saltaban los dorados, los surubíes rastrillaban el fondo y los pejerreyes mordían los anzuelos a partir de abril. El tiempo es el enemigo del pueblo; uno tiene paciencia, sabe esperar, pero qué pasa si lo que uno espera está en el pasado. Igual, por suerte, los pescadores mienten; las presas que recuerdan con orgullo, me dice Miguel, si es que existieron, en realidad tuvieron la mitad del tamaño.
-No les creas nada- me advierte- cuando vos no venís, pescan todos. Los llamás y te dicen, no sabés lo que fue, los peces se te subían a la caña.
Pero después venís acá y, con el saludo de rigor, te pasan el reporte:
-No pasa nada, che.
Entonces el muelle de Martínez, o el de Pacheco o el de Anchorena -según quién lo nombre, y que original historia elija creer cada uno- se convierte en un conversatorio. Se habla de la familia que donó el muelle hace cien años, de los bacanes que lo usaron para el contrabando, de la falta de baliza y del atalaya obsoleto del bañero, encima de la casilla. Pero sobre todo, se habla de cosas importantes: del partido de Tigre, de la familia de uno, del bar que se puso la sobrina de otro, de la tortilla de papas que hacían ahí y de por cuánto le erró el pronóstico del tiempo. Tal vez conspire, este bullicio, contra el propósito del pejerrey, que además de espera requiere de cierta pericia; pero en definitiva son todos amigos, y uno tiene que permitirse fusionar el ocio y el oficio.
-Yo saqué de todo, carpas, bagres, surubíes. Hace dos años saqué un dorado tan pesado que me partió la caña cuando lo quise levantar. Pero a mí me gusta el pejerrey. Es más sutil, tenés que estar atento.
Dice Marcelo, como podría decir casi cualquiera. La flecha de plata es la obsesión extendida, el anhelado premio al entusiasmo desmedido.
Amanece: los corredores, los remeros, los gatos, alguien haciendo un bautismo, otro un videoclip, cada uno toma su puesto en una coreografía que los pescadores ven desperezarse desde el muelle. Me doy vuelta y Marcelo me está mostrando algo: es del mismo color, pero otra vez, es otra cosa.
-Si seguimos sacando de esto, no le vas a ver ni la sombra al pejerrey- avisa, mostrando la diminuta palometa.
Me acerco a la punta donde Eduardo iza su caña, encorvada pero incansable. Le pregunto por su recompensa, si lo frustra no haber pescado, si le preocupa la ausencia del pejerrey.
-Ya va a entrar- dice sin mirarme. Sonríe- Ya va a entrar. Igual la pasamos bien.
Escucho historias. Ernesto, que viene hace setenta años, recuerda cómo se metía a pescar adentro del agua cuando era chico y el río llegaba a las vías. Nadaba hasta el banco que hay cien metros más allá y tiraba en el canal de tosca: pescaba con el agua por la cintura y sacaba surubíes de diez kilos, difíciles de acarrear hasta la costa. Hablan de la masa: de cómo condimentar con esencia de vainilla la carnada, cómo hacer una melaza para que no se desarme esa pasta con la que encarnan los que tiran de fondo.
Las boyitas bailan en el agua y Eduardo las mira. Las mira y las mira y las mira, con cariño más que con deseo. El sol ya le amasa las cejas insomnes. Cierra los ojos. Me imagino que piensa en el pez, que lo guía a la trampa. En qué pensás, le quiero preguntar, pero me parece un poco invasivo. Me imagino la respuesta, también: En nada. En lo mismo que todos. Los hijos de Eduardo, felices de haberlo acompañado, duermen en sillas playeras al lado del fuego que se empieza a apagar.
Y por fin, la punta tintinea. Los pescadores se apuran alrededor de Eduardo, sorprendidos de que ese río del que abusamos cien años todavía pueda escupir algo con vida. Lo trae, el pez cuelga, lo saca a tierra. Uno de sus hijos viene corriendo y lo asiste.
-Cheto- dice, recién levantado, y le entrega el pescado al padre. No es, a simple vista, la aguja que esperaban encontrar: este es más bien ancho, con escamas amarillas y verduzcas.
-Pirá pitá- lo reconoce. Lo pesa con la mano, le envuelve los dedos, le mira el lomo brilloso un segundo, y ahí nomás lo devuelve al estuario. Debe ser más por él que por el pescado: lo devuelve como voto de confianza, como para alimentar la esperanza de que los peces seguirán allí los sábados por venir.
-Bueno- le dice al aire- al menos uno.