Sonia Solórzano sobrevivió a las explosiones de Guadalajara, México, en 1992 y parte de eso se lo debe a Pablo Carrera; ella nunca dejó de buscarlo y su historia es pura inspiración
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Algo espantoso sucedió en Guadalajara, México, hace 30 años. Y, para Sonia Solórzano, todo empezó en la noche del martes 21 de abril de 1992. Al cepillarse los dientes antes de acostarse, notó que un olor a gasolina emanaba del grifo. Vivía en la colonia Atlas, a pocas cuadras de una de las principales zonas industriales de la ciudad. Pensó que quizás había una fuga de combustible de una fábrica. “Esa noche no dormí porque el olor era muy, muy fuerte, y me daba miedo”, le cuenta Sonia al programa Outlook de la BBC. Pero, al día siguiente, 22 de abril, el olor había disminuido.
Con una taza grande de café bien negro lavó la insomne noche y se preparó para ir al trabajo. “Tenía 19 años. Soy la mayor de nueve hermanos. En ese tiempo ya trabajaba en un bufete de abogados para ayudar en casa”. Normalmente, Sonia tendría que haber estado en la oficina a las 9. Sin embargo, era Semana Santa. La oficina estaba vacía, pero a ella le tocó el turno de atender la recepción.
“Como eran vacaciones, no tenía un horario forzoso a cubrir, entonces mi idea era llegar a las 10:30″. Llegar tarde al trabajo no fue la única decisión fatídica tomada esa mañana. “Mi papá solía llevarme en su carro al trabajo, e insistió en hacerlo, pero le dije que me iba en camión”. Era un día inusualmente caluroso y, como no tenía prisa, dejó pasar el primer bus, pues estaba demasiado lleno. Era poco antes de las 10. Tomó el siguiente autobús y se fue al último asiento.
El chofer no arrancó inmediatamente pues una mujer insistía en pagar su pasaje con monedas viejas. Eran las 10:05. “Un pasajero dijo ‘yo pago’, y lo último que recuerdo es ver que la señora estiró su mano y a la vez sentí un golpe en la parte de abajo del camión”.
“El fin del mundo”
Cuando Sonia recuperó la consciencia, no tenía idea de la dimensión del desastre que acababa de ocurrir. “Al abrir los ojos, fue como si le estuvieran subiendo poco a poco el volumen a la televisión. Empecé a oír gritos, auxilios, ‘¡córranle!’, e incluso ‘¡es el fin del mundo, arrepiéntanse!’... una confusión de sonidos”. Una fuga de gasolina en el sistema de alcantarillado de Guadalajara produjo una serie de explosiones devastadoras, arrasando 8 kilómetros cuadrados de la ciudad. Parques y calles se convirtieron en cráteres. Tiendas y casas fueron derribadas como castillos de arena golpeados por las olas.
Los coches y los camiones estaban esparcidos cual hojas sopladas por el viento. Imagínate las secuelas de un bombardeo seguido de un terremoto.
“Volamos”
Dos de las explosiones ocurrieron justo debajo del autobús de Sonia, lanzando el vehículo repleto de pasajeros metros al aire. “En la primera, el camión voló y cayó de techo, y la otra nos volvió a aventar, y el camión cayó de lado”, recuerda. “Volamos literalmente de esquina a esquina”.
“Pensaba ‘¿estoy soñando? Si no, ¿qué está pasando aquí?’. “Al tratar de enderezarme sentí que me están picando la espalda con algo. Nos picaban para forzarnos a reaccionar si estábamos vivos. Y empecé a oír voces que decían ‘sí, está viva, se está moviendo’, y me comentaban que arriba de mí había 4 personas muertas. “Lo que vi fue desastre, tierra, sangre, polvo, pedazos de cuerpos... peor que una guerra”.
“Por amor de Dios, no abra los ojos”
“Empecé a gritar, a pedir auxilio, pero nadie vino en ese momento a ayudarnos”. Había temor de que los escombros colapsaran aún más. Sin embargo, alguien escuchó los gritos de Sonia: un rescatista de la Cruz Roja se metió al autobús, que estaba encajado en un enorme cráter.
“En cuanto se subió nos dio un miedo horrible porque el camión empezó a tambalearse”. Finalmente, el rescatista se acercó a ella. “Lo que se me grabó de él es que tenía una cara muy desencajada, estaba muy pálido, asustado, como que él tampoco creía lo que estaba viendo. Pero nos dijo que nos calmáramos”.
“Cuando trató de rescatarme, mis piernas no me respondieron y sentí un dolor muy fuerte”. Estaban atrapadas en varillas de metal retorcido y, como no tenía herramientas, el socorrista comenzó a torcerlas y tirarlas con sus propias manos. “Recuerdo que en todo momento me decía ‘por amor de Dios, no abra los ojos, téngame confianza, no tenga miedo’.
“Pero mi miedo era que si cerraba los ojos me iba a morir... que me iba a quedar ahí. Le decía ‘no me deje aquí’. “En ese momento, oí que a alguien le gritaban ‘¡quítese, va a pisar a la gente!, y vi a una persona delgada con una cámara”. Esa persona delgada era un fotógrafo sensacionalista que capturó la escena en una foto que obsesionaría e inspiraría a Sonia en las siguientes décadas.
Carroza fúnebre
Después de casi una hora atrapada entre los escombros, Sonia finalmente fue liberada por el socorrista. “Cuando me subieron a la ambulancia me aferré a él porque me daba mucha confianza pues me había ayudado, y me dijo ‘vas a estar bien. Yo me quedo aquí porque hay mucha gente que rescatar’.
“Le pregunté ‘¿qué pasó?’, y tranquilamente me dijo ‘explotó toda la colonia Atlas, pero estás viva’. Pensé en mi mamá y mis hermanos que quedaron en casa. Di por hecho que me había quedado sola. No hice más que llorar”.
Sonia fue llevada al hospital más cercano, que estaba desbordado. El personal médico no daba abasto para atender a los cientos de heridos y moribundos que se alineaban en los pasillos y desbordaban las camas del hospital.
Dada la gravedad de las lesiones de Sonia, los médicos ordenaron su traslado a otro hospital, con más suministros y personal. Pero todas las ambulancias estaban ocupadas transportando a las víctimas desde el lugar del desastre. Finalmente, un voluntario se ofreció a llevarla. “El doctor en todo momento me sobaba la cabeza y me decía ‘tranquila, no te asustes, es por tu bien, te va a ayudar el Señor’, y yo no entendía porqué hasta que vi que me iban a trasladar en una carroza fúnebre”.
“Yo le dije ‘¡No, no me suba... no me quiero morir!’”. Sonia estaba decidida a mantenerse consciente, con los ojos abiertos y su mente activa: para ella, la muerte simplemente no era una opción. “Cuando entré al quirófano, el doctor me dijo ‘vamos a tratar de salvarte la pierna’, y yo le dije ‘sálveme la vida’”.
“¿Flaca, sí eres tú?”
Tras varias horas de cirugía, Sonia despertó viva y con su pierna. El alivio fue rápidamente reemplazado por la tristeza por haber perdido a su familia... hasta que una silueta familiar apareció en la puerta.
“Mi padre siempre vestía de negro. Cuando vi a una persona de negro en la puerta me agarré a gritar ‘¡papi, papi!’. No sé cómo me veía yo, porque se acercó y me preguntó tres o cuatro veces ‘¿flaca, sí eres tú?’. (Más tarde me diría ‘es que tenías la muerte en tu rostro, estabas transparente... no eras tú’). “Y yo le preguntaba ‘¿están todos bien?’ y me dijo que sí”.
Su padre había pasado el día buscándola en las morgues de la ciudad. A altas horas de la noche la empezó a buscar en los hospitales, resignado a la idea de que las posibilidades de encontrarla con vida eran escasas o nulas.
“Me quiso agarrar la mano y le dije ‘no la puedo mover’. Y vi que se quedó sacado de onda porque no podía mover nada”. La hinchazón en la clavícula de Sonia, el área de la parte superior de la espalda, los hombros y la columna vertebral, había causado parálisis completa.
“Había el riesgo de que yo quedara con vida vegetal. Nada más movía mis ojos y podía hablar”. Pero Sonia sabía que tenía una segunda oportunidad de vivir, y la aprovechó. “En ese momento yo dije ‘bendito Dios que fui la única de mi familia que tuvo esa experiencia y que me salvaron, porque vi gente a la que no lograron salvar. Qué horror. Entonces me mentalicé: venga lo que venga, estoy viva”.
La foto
Soportaría más de 20 cirugías. Su rehabilitación fue lenta pero constante. Pasó de no poderse mover a usar una silla de ruedas. A veces, el agotamiento y la frustración obstaculizaban su optimismo, hasta que un día, recibió la visita de una amiga que le preguntó: “¿Ya viste que saliste en una revista? Sales tú dentro del camión”.
“Volví a entrar en shock: haz de cuenta que me hubieran vuelto a subir al camión”. Era esa foto que tomó el fotógrafo sensacionalista. En la imagen se puede ver a Sonia en el suelo, con la cabeza hacia abajo como si estuviera agonizando de dolor, y a la izquierda está el rescatista aferrado a tubos de metal y tratando de mantener el equilibrio entre los escombros inestables.
Como está de espaldas y su rostro solo sale de perfil, se dificulta su identificación. “Le dije ‘algún día lo he de conocer, primero para decirle gracias, porque sé que Dios me permitió vivir, pero si no es por este señor, yo no estaría en el hospital. Y para decirle que sus palabras de aliento hicieron eco”.
La foto le recordó amargamente a Sonia su vida antes de abordar el autobús en ese fatídico día. Pero, también se convirtió en un motor de inspiración. “Siempre he dicho que es cierto que la tragedia marcó mi vida, acabó con mis sueños, pero con los sueños de cuando era joven. Pero también me dio otra visión y me permitió conocer gente con un corazón enorme”. Estaba resuelta a no ser definida por esa imagen que la mostraba tumbada, lisiada y angustiada. Sabía que tenía que levantarse, reconstruir y redefinir su vida.
Discriminación
Pronto sucedió lo que había sido imposible concebir meses antes cuando solo podía mover los ojos y la boca: se levantó de la silla de ruedas. “Ahí sí fue cuando me metí el chip de que si había logrado superar esas etapas, podía avanzar más. Así que le dije a mi padre que iba a volver a trabajar”.
Pero el hecho de que solo pudiera caminar con la ayuda de un aparato ortopédico se convirtió en un obstáculo. “Yo llegaba a pedir trabajo con ese aparato grandote, tosco y, sí, horrible, y me decían ‘¿sabes qué? Sí tienes la capacidad de trabajar, tienes los conocimientos, pero tu imagen no es apta para el trabajo’.
“Me discriminaban. En otro lugar me dijeron que el uniforme de las mujeres eran minifaldas y yo no podía usar el aparato. Por ese motivo no me daban trabajo”. Después de todo lo que había superado, la discriminación no iba a disuadirla. Cuando le relató el incidente a sus fisioterapeutas, la empatía prevaleció y le ofrecieron un empleo. Además de un trabajo, encontró el amor, y poco después tuvo dos hijos.
Los tiempos exactos
Había reconstruido su vida. Tenía una familia y un gran sentido de propósito, como defensora de personas con discapacidades. Ahora, cuando miraba la foto del tabloide, no se enfocaba en la imagen de su yo herido. Podía fijar su mirada en el rescatista que la salvó.
Un sentido del deber y una obsesión la invadió. Tenía que encontrarlo y agradecerle, aunque lo único que tuviera era esa borrosa foto. Cada 22 de abril, el aniversario de la explosión, comenzaba el día buscando al misterioso voluntario de la Cruz Roja.
“Pensaba que era más fácil que me ubicara en esa fecha que en cualquier otra. Iba a la Cruz Roja, mostraba la foto, preguntaba por él, incluso dejaba cartitas o algo. “Fue una constante eso de estarlo buscando de una u otra forma, y no daba con él. Pero dije ‘la vida y Dios nos marcan los tiempos exactos’”.
La vida y Dios se asegurarían de que el proceso se repitiera durante dos décadas y media. “Previo al 25º aniversario, hice lo que siempre hacía: buscarlo. Pero esa vez mandé un mensaje por redes sociales”.
“Ese güey soy yo”
“De repente un día, un compañero de la Cruz Roja me mandó una foto y me preguntó: ‘¿conoces a este cuate?’”, cuenta Pablo Carrera, ingeniero, paramédico experimentado y rescatista voluntario de la Cruz Roja. “Y le dije ‘¡no te hagas menso! Ese güey soy yo. ¿Quién más? Soy inconfundible’”. Pablo recuerda claramente aquella Semana Santa de 1992.
A las 10:05 de la mañana de la explosión, estaba disfrutando de sus vacaciones y yendo a desayunar. “Tenía por costumbre los miércoles acudir con mi esposa al centro, y camino a donde íbamos escuché muchos sonidos de sirenas”. Sin embargo, estaba distraído por los sonidos de su estómago vacío. Pero cuando llegó al restaurante y se enteró de lo ocurrido, ese estómago hambriento inmediatamente se le revolvió. Salió corriendo a la Cruz Roja.
Superman de carne y hueso
Apenas llegó al estacionamiento, uno de sus colegas le dijo: “Comandante, súbase a la ambulancia” y se fueron a la zona del desastre. “Todavía había una nube de tierra densa. La calle estaba completamente destruida, como si hubiera habido un bombardeo. Había gente atrapada y empezamos a hacer nuestra labor”.
Los gritos de auxilio venían de todas las direcciones, pero por alguna razón fue la voz de una joven, Sonia, la que llamó su atención. “El camión estaba en el fondo de un barranco. Nadie se quería meter, hasta que yo llegué y me metí. “Me acuerdo perfectamente que entré por la parte de atrás”.
“La verdad es que sí me dio miedo, porque los fierros se movían. No soy Superman, porque Superman es el hombre de acero y yo soy de carne y hueso. “Vi a Sonia y yo le dije ‘tranquila, no llores, cierra los ojos, ahorita te sacamos’. Pero me acuerdo que me costó mucho trabajo”.
Sonia fue la última sobreviviente evacuada de los restos del autobús. Después de enviarla al hospital, Pablo continuaría ayudando a decenas de otras víctimas, durante otros tres días seguidos. Las explosiones en Guadalajara dejaron más de 200 muertos, aunque algunas estimaciones dan un número de al menos mil. Innumerables casas y negocios fueron destruidos; el daño costó millones de dólares.
“¿Te gustaría conocerlo?”
Si bien Sonia pasó años absorta por esa foto de la escena del rescate, Pablo nunca la había visto, así que cuando su colega se la mostró, no entendió por qué. “Durante los 25 años que ella estuvo buscándome, jamás me enteré”. Poco después, Sonia recibió un mensaje de la Cruz Roja. “Decía ‘Sonia, ya encontramos al rescatista. ¿Te gustaría conocerlo?’... ¡Pues claro que sí!”.
El 21 de abril de 2017, en la víspera del 25º aniversario de las explosiones de gas, fue un día soleado e inusualmente caluroso, como lo fue en ese fatídico día de 1992. Sonia iba camino de reunirse finalmente con el hombre que le salvó la vida. Le llevaba tres rosas blancas, por las personas vivas que rescató, y una roja, “a nombre de toda la sangre que se derramó y toda la gente que rescató pero ya estaba muerta”.
El encuentro
Pablo: “Vi acercarse a esta dama, con un ramo de flores, y en cuanto la vi... me acuerdo y me da sentimiento. Me abrazó y lo primero que le pregunté fue ‘¿te acuerdas de mí?’, y dijo ‘sí’”.
Sonia: “Volví a oír su voz dentro del camión diciendo ‘tranquilízate’, ‘yo te voy a ayudar’... todo. Nos dimos un abrazo, y yo la verdad no aguanté, lloré, lloré, lloré”.
Pablo: “Fue excepcional, fue algo inédito. Se me hizo rarísimo. Es que nunca me lo imaginé. Pos, todos mis compañeros hicieron lo mismo, no más que a mí me tocó ese reto, por alguna razón, Dios lo decidió así”.
Sonia: “Le reclamé ‘¡dónde estabas! Te he estado buscando’. Y me dijo ‘aquí, nunca me he ido’. Fue algo tan emotivo, tan bonito. El hecho de que tú puedas decirle a esa gente ‘gracias. Veme, estoy viva, tengo hijos. Si no hubieras llegado tú, yo no estaría aquí’”.
Pablo: “A mí me da mucho gusto, porque yo veo a Sonia, una mujer completa, y pudimos darle una segunda oportunidad para que ella pudiera desarrollarse. Y me da gusto porque me impulsa a seguir con mi labor de ayudar a la gente, que es lo que me gusta. Mi padre decía, lo que siembres hoy, mañana lo vas a cosechar”.
Sonia: “La tragedia marcó un antes y un después en mi vida, y me sigue marcando porque las cicatrices en mi cuerpo y mi discapacidad ahí están. Pero aprendí a nunca reprochar lo que me toca vivir. Nunca te preguntes por qué a mí. Pregúntate para qué”.
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