El domingo es argentino: un día que nos hace olvidar diferencias
Me llevó dos horas salir de la cama para llegar a la cocina y hacerme un jarrón de café con paltas y huevos revueltos. El sol de la mañana, mientras caminaba a Luna por la calle, comenzaba a anunciar el fin del invierno. Cuando Buenos Aires se viste de primavera muestra su mejor humor entre flores de jacarandá y los cambios de hábitos que abrazan los primeros calores. En La Boca, la mañana da su verdadero carácter de barrio antes de la llegada de los turistas al mediodía. En esas horas tempranas se disfruta del ir y venir de los lugareños, especialmente los domingos, cuando salen por un café o para hacer las ultimas compras en los almacenes para el almuerzo.
Me desperté con la indolencia del domingo. Me sentía bien, me había acostado tarde luego de una gira de trabajo, charlas y clases de cocina por distintos puntos del país. Las ocho horas de sueño me dejaron en forma, pero con la aguda pereza del descanso. Cada provincia esta llena de costumbres con rasgos culturales de nuestro país. Esas características se extienden y prosperan desde las zonas rurales hacia ciudades y pueblos, abrazando los gestos mismos de la vida, del amor y la cotidianidad.
Luego del viaje reflexioné sobre una de las cosas más admirables que compartimos todos los argentinos: aquella costumbre de sentarnos a la mesa, comer, conversar y disfrutar de largas sobremesas. Donde las migas del mantel parecen abrazar las servilletas sucias, donde las acaloradas discusiones de futbol nos hacen creer que vemos a los jugadores con el balón en la mesa, gambeteando sobre el mantel, sumados a recuerdos, nostalgia o política, presente y sueños.
Somos un conjunto de efervescencias a los que, a veces en bandos opuestos, los domingos nos hacen a todos tomarnos de la mano, olvidar diferencias y compartir.
No somos adustos para comer o conversar, sin importar si el mantel es de hule o lino; todos parecemos disfrutar y honrar ese hacer de palabras y bocados con la misma pasión. Ese día, la familia parece extenderse con amigos y vecinos, y el domingo pasa a ser de todos. Así educamos a nuestros hijos con aquel festejo honroso de almuerzo, donde la mesa agasaja a la familia y la amistad. Quizá para los niños este andar de charlas, amores, asados y ensaladas mixtas sea una enseñanza tan importante como la escuela, porque aquel hecho de encumbrar el compartir es un acto de respeto social que llevaremos en el corazón a lo largo de la vida. El patio, la parra y la parrilla son y serán siempre la fuente de unión de todos nosotros. Carbón o leña, tira de asado o churrasco, tinto con soda o vermú, picada de salame o empanadas, la vida parece unificarnos a todos en ese andar de sabores y palabras, con extensas sobremesas de pasión.
En los barrios, con la fresca de la mañana, el domingo se comienza con el baldeado de la vereda, las escobas con su ir y venir de aguas anuncian el almuerzo que sin lugar a dudas es el recreo más lindo de la semana. No es poco.
Este andar de domingos será siempre patrio y quizá debiéramos por una vez unir fuerzas para salir adelante de la misma forma que lo hacemos ese día, con aquel nudo sagrado que nunca se rompió, convicciones a flor de piel con el respeto que le tenemos al compartir.
Creo que para las próximas elecciones se debiera votar un lunes, así el domingo todos juntos, en un abrazo de almuerzo, encontramos la misma unión que nos representa en la mesa.
Solo tomarnos las manos. El país, su gente y nuestra geografía lo merecen, para reconstruir despacio.
Nada puede ser rápido, todos lo sabemos.