De médico a bailarín de tap y estrella televisiva; la vida del doctor especialista en obesidad, de 83 años, parece infinita; en un recorrido por su casa, explica cómo cada rincón refleja una parte de él y de sus pasiones
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El doctor Alberto Cormillot nació en la parte de atrás de una farmacia, en el barrio de Floresta. Este detalle no es para él un mero dato informativo, sino más bien el presagio de toda una vida marcada por la medicina. La droguería pertenecía a sus abuelos, y él pasaba allí, entre las góndolas, todas las tardes después de la escuela, esperando a que su madre, enfermera, terminara su horario de aplicación de inyecciones.
Años más tarde, a pocas cuadras de aquella farmacia, abrió su primer consultorio, una pequeña sala a la que su madre, algunos conocidos del barrio y un médico mayor le derivaban pacientes, personas con obesidad o sobrepeso que buscaban cambiar su figura.
Aquel joven inexperto, que aprendía con cada paciente, con las revistas científicas extranjeras y con sus primeras capacitaciones en Estados Unidos nunca imaginó que lograría fundar un imperio de la salud sin precedentes en el país, con productos alimenticios bajos en calorías que llevarían su apellido, una clínica propia y una fundación que llegaría a coordinar a más de 700 grupos de ayuda mutua para bajar de peso, los primeros del país. Sus logros, sin embargo, nunca lo asombraron.
“No me sorprenden. Todo esto no son cosas que aparecieron de un día para el otro, sino que las fui construyendo muy de a poco. Armé [la Fundación] ALCO en el 67; en el 80, armé Dieta Club. Fue puro esfuerzo, solamente eso. No tuve ni padrinos ni nada, solo una vieja y un viejo —su padre, era cobrador de la luz— que me enseñaron a laburar, a valorar el esfuerzo”, afirma, desde el jardín de casa, en Florida, Vicente López.
A sus 83 años, el Doctor Cormillot no solo se desplaza con agilidad por su casa, incluso por las escaleras que llevan a su habitación, sino que además se mantiene laboralmente activo: sigue trabajando, casi al mismo ritmo de cuando era joven. Se despierta cada mañana a las cuatro menos cuarto para prepararse para sus apariciones diarias en Radio Mitre, que empiezan a las cinco. Desde que empezó la pandemia, las hace por teléfono desde su escritorio. Durante el día y hasta las 19, se dedica al manejo de la Clínica Cormillot, a la que ya volvió a ir de manera presencial tres veces por semana. Seis veces a la semana, combina sus actividades laborales con clases semanales de tap o de danza aérea, dependiendo el día.
“No sé cuál es mi edad biológica, pero sí se que es muy inferior a la real. Hago cosas que quizás no hacen ni los de 40 años y trabajo mucho, a un ritmo muy superior a la de cualquier persona de mi edad, e incluso a la de la mayoría de las personas que son más jóvenes”, cuenta. De fondo, se escuchan los llantos de Emilio, su tercer y último hijo, de tan solo tres semanas.
A 60 años de sus inicios en la medicina, sigue estudiando y es propietario de una biblioteca de más de 10.000 ejemplares repartidos entre su casa y su clínica, la mayoría son libros importados sobre medicina. El doctor tiene un empleado que se dedica a conseguirle los nuevos papers científicos sobre obesidad y medicina psicosomática.
Su hogar: el lugar de los recuerdos y las pasiones
Su casa es un museo de su propia vida. En una de las habitaciones de la planta baja, hay un árbol genealógico hecho de fotografías. “Esta es mi bisabuela”, dice, apuntando uno de los marcos que cuelgan al lado de la ventana. El doctor traza una línea invisible con su dedo hasta llegar a la otra esquina, donde las fotos ya no son blancas y negras, sino de color, y se lo ve con sus dos hijos mayores, Adrián y Reneé Y su nueva mujer, la nutricionista Estefanía Pasquini. En la pared todavía queda lugar para las fotos de Emilio, su hijo recién nacido.
Su reciente matrimonio y paternidad han causado revuelo en las redes y en los medios de comunicación. Pasquini, con quien se casó a fines de 2019, tiene 35; es 47 años menor que él. Él, sin embargo, no considera que la diferencia de edad con “Estefi”, como le dice él, y Emilio sean un problema. “Soy muy activo. Trabajo, hago tap, danza aérea”, afirma.
Sobre su paternidad, agrega: “en un sentido práctico, para cambiar a Emilio, cargarlo, estar con él, la edad no interfiere”. Pero hay otros aspectos en los que el paso de los años sí afecta. “Hace tres años se me ocurrió ir a trabajar a la Antártida. Le propuse a la Fuerza Aérea coordinar un equipo interdisciplinario de psicólogos y nutricionistas para mejorar el nivel de vida de las personas que viven ahí, y lo hice. Hace como 20 años, durante la invasión de Estados Unidos a Irak, se me ocurrió ir para allá como voluntario, y también lo hice. Esas son cosas que hoy no haría, primero porque Estefi me mata. Pero, además, porque ya no me dan ganas. Mi hijo Adrián dice que él le va a dar calle a Emilio. Para él, la calle consiste en llevarlo a ver fútbol, fórmula 1 y festivales de rock. Son cosas que sabe que yo no haría”, destaca.
Cormillot tuvo sus dos primeros hijos -Reneé (54) y Adrián (47)- con su exesposa, Monika Airborgast, de quien se separó en 1976. Se conocieron cuando ella era recepcionista del Hospital Alemán y él atendía, recién recibido de la Facultad de Medicina, en el mismo centro médico.
“Nos llevábamos muy bien. Después de separarnos, yo cenaba seis veces por semana en su casa, con los chicos. Después, con el tiempo, pasé a cuatro, tres veces”, cuenta el doctor, mientras pasea por su jardín, decorado con las macetas y las plantas de la casa de Monika, que falleció de cáncer, en 2017. Pese a la separación, ella siguió llevando las cuentas de la Clínica Cormillot durante años, hasta que enfermó. “Para mí, estuvimos 56 años juntos”, dijo el doctor a LA NACIÓN, días después de su muerte.
Cormillot guarda en su casa mucho objetos que pertenecían a su ex mujer, especialmente macetas y plantas. Pero el que más llama la atención es Francis, un maniquí que él colocó en un banco del living, al costado de la chimenea. “Me la regaló Monika una vez, no me acuerdo porqué. Francis estuvo 20 años sentada en la mesa familiar, y comíamos con ella ahí. Hace poco le cambiamos las calzas porque ya estaban viejas”, cuenta el doctor.
Una vida atravesada por la obesidad
-¿Por qué eligió dedicarse a la obesidad?
-Había un medio pariente mío uruguayo, el doctor Fernando Santos Veiga. Un día fui a visitarlo en unas vacaciones. Me faltaba poco para recibirme y no sabía bien qué quería hacer. Él me transmitió la importancia de tratar la obesidad. Él se dedicaba a eso. En esa época, a la gente con obesidad le daban muchas pastillas: diuréticos, anfetaminas laxantes, con lo cual terminaban estropeándolos. La otra cosa que me transmitió fue la importancia de estudiar la medicina psicosomática. Cuando me recibí, no existía la psicología en la Facultad de Medicina. Estaban los sanos y los locos, no había gente triste, preocupada, con angustia -se ríe-. Con esas dos cosas empecé a trabajar.
-¿Alguna vez estuvo excedido de peso?
-Si, cuando me casé con Monika. En el casamiento pesaba 85 o 90 kilos... y habré llegado a 100 en la luna de miel. Pero estaba bien repartido porque era joven, tenía 26 años. Después volví y empecé a trabajar en la televisión, y ahí bajé a 90 de nuevo.
57 años en los medios de comunicación
Una de las paredes del comedor del doctor está repleta de pequeños marcos de fotos. En cada uno, él posa junto a una celebridad diferente, desde Jorge Luis Borges, hasta Mirtha Legrand. “Mirtha es la persona viva que tiene más años con un mismo programa de tv en el país, pero la que tiene más años apareciendo en los medios soy yo. Estoy en televisión hace 57 años”, afirma, mientras señala una foto en blanco y negro en la que se lo ve a él y a Legrand, los dos jóvenes, en Almorzando con Mirtha Legrand. No sabe de qué año es la foto, pero intuye que fue capturada durante una de las primeras temporadas del programa.
Su primera aparición importante en televisión fue en Buenas tardes, mucho gusto, el primer programa de cocina de renombre de la televisión argentina. Pero su consagración como personaje televisivo ocurrió décadas más tarde, con Cuestión de Peso, un reality show en el que personas con obesidad competían para bajar de peso.
-A la distancia, ¿qué sensación le quedó de su paso por Cuestión de Peso?
-Primero, me quedaron varios amigos. Después, quedé muy vinculado con muchos participantes. Muchos siguen viniendo a la clínica, otros se despegaron pero a veces me mandan mensajes, a mí o a Estefi. Hubo buenos momentos y malos momentos. Quizás si lo volviera a hacer, me pondría más estricto.
-¿Más estricto con priorizar la salud antes que el rating?
-Si. El programa tuvo aspectos negativos y positivos. Los aspectos negativos tienen que ver con que se producían situaciones artificiales que tenían que ver con generar rating. Hacían competencias: agarrar una gallina, por ejemplo. Y los participantes no quedaban bien parados. Era un programa que estaba en el horario central, había que hacer rating. Los aspectos positivos tienen que ver con la cantidad de gente que registró una parte del mensaje. Solamente con el programa, se consiguió que las personas con obesidad pudieran tratarse cubiertos con prepagas y obras sociales. Eso fue un avance.
El doctor pasea por la casa con soltura, dispuesto a mostrar cada rincón. Cada habitación pareciera tener una temática diferente. Al final del pasillo de la planta baja, está la habitación en la que guarda los recuerdos de sus padres. “Guardé todo exactamente como ellos lo dejaron”, cuenta, al ingresar. A la izquierda, asoma el escritorio de su padre; a la derecha, la cómoda de su madre. “Mi madre era peronista y mi padre antiperonista. Se armaban unas discusiones... -dice, y señala un póster antiguo de Evita que cuelga entre las pertenencias de su progenitora-. Además, mi papá era francés y mi mamá alemana, así que durante la guerra también discutían por eso. En ese momento, acá todavía no se sabía nada de los horrores del nazismo”, aclara el hijo único de la pareja.
De su madre heredó la pasión por el servicio y el buen trato hacía los pacientes. Además de su cómoda, el póster de Evita y la colección de enanos de jardín que él mismo le regaló cuando era chico. Muchos años más tarde, con su hijo Adrián, se propusieron agrandar la colección y siguieron comprando más de estas figuras de cerámica. Hoy son más de treinta y están repartidas por el jardín.
Pero esta es apenas una de sus múltiples colecciones. En el garaje, donde toma sus clases de tap, tiene estanterías donde compila celulares y computadoras obsoletas, de distintas épocas. “Todos los usé yo o alguien de mi familia”, aclara, mientras muestra sus objetos con orgullo. En el pasillo del piso de arriba, donde se encuentra su cuarto y el de Emilio, el doctor tiene su colección de escombros: desde pedazos del Muro de Berlín hasta de la Amia. Cada cascote de concreto tiene una placa en bronce que la identifica, las cuales fueron grabadas por el padre de Cormillot, que además de ser un luthier amateur, se manejaba bien con los metales.
En la casa de Cormillot hay pocas paredes y superficies vacías. La casa está repleta de objetos de todo tipo, pero cada uno está ubicado en un lugar determinado y fijo, de modo que el orden es total. La afición del doctor por mantener la prolijidad de su hogar se evidencia con su afán por las etiquetas. Todo: los cajones, las estanterías, e incluso las fotos con famosos, llevan una etiquetas blanca con letras impresas en negro, que fueron encargadas y colocadas por el dueño de casa.
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