El día que envejecí en Nueva York: “Siempre lo recordaré entre sonrisas”
Hace unas semanas fuimos a cocinar a Nueva York. El día de los fuegos comenzó helado en un parque de Williamsburg donde esperábamos dos mil personas a almorzar. En muchas oportunidades, a través de los años logramos tener permisos para cocinar en esta ciudad, cortamos calles e instalamos nuestros humos y sabores para comidas de beneficencia en la calle. Celebrar nuestra cocina en esta emblemática e influyente ciudad fue siempre un halago a las raíces de nuestras culturas sudamericanas, que han destacado la cocina de fuegos desde las más primitivas civilizaciones nativas. Hace unos veinte años comencé a sentir que ya no quería estar cocinando dentro de casas o edificios, aunque sabía que mis restaurantes necesitaban de aquellos espacios; comencé a diseñar sectores exteriores para que los comensales pudieran sentir esa extensión de nuestros sueños sureños. Comprendí que la celebración de cocinar bajo las estrellas o a la sombra de árboles me hacía inmensamente feliz. Allí, a los cuatro vientos, buscando protección de los elementos, era donde residía mi futuro de cocinero. Un lenguaje que abrazaba la esencia y las costumbres de nuestro país donde, en vastas geografías, el hombre siempre tuvo que cocinar afuera.
El otoño avanzado, esa madrugada se convirtió en invierno con un par de grados bajo cero y un viento helado que llegaba del río Hudson. En la oscuridad y a tientas, comenzamos a descargar los camiones para instalar nuestro campamento debajo de unos añosos robles, entre mesas y las primeras chispas de nuestros domos; el día muy frio parecía celebrar nuestra sopa de zapallos y calabazas muy maduros, hecha con abundante ajo, cebolla y albariño de las colinas de Garzón, dentro de nueve enormes calderos de hierro fundido. Cientos de litros de sopa comenzaron a burbujear mientras los asistentes de cocina, todos vestidos con gorros rojos de lana, preparaban los dos mil panecillos de masa madre que albergarían carnes con chimichurri o un mix vegano subido de tono con ají cacheño.
Para el postre habíamos preparado enormes bizcochuelos al mejor estilo de Doña Petrona, rellenos con crema pastelera, frutillas y abundante dulce leche, que fueron dorados enteros vuelta y vuelta con manteca y azúcar sobre las planchas, trozados y servidos en tibiezas.
Con las primeras luces se comenzaron a delinear los gigantescos edificios de la ciudad que vistos desde Brooklyn siempre tienen una prestancia soberana y los olores de nuestros cocidos parecieron despertar a toda la ciudad ya que, a las once, una hora antes de comenzar a servir, teníamos una ordenada y democrática fila de varias cuadras de apetentes comensales, que alegremente esperaban para degustar nuestros cocidos.
Horas después, afuera, sentado sobre un tronco caído con el inmenso silencio del atardecer, seguí disfrutando de la conquista de nuestros sabores. Había guardado dentro de cajas de cartón tres calderos con sus tapas sucios de sopas y amores. Así llegué al hotel y subí a mi habitación empujando mis tesoros. Puse los calderos en el baño y me dispuse a ducharme con ellos munido de un cepillo. Mientras lo hacía riéndome, pensé que verdaderamente me estaba poniendo hermosamente viejo, había mudado la sensualidad de mis baños románticos por aquellos objetos de tizne y fierro.
Los arropé con cartones y al día siguiente estaban en el avión que me regresaría a casa. Sanos y salvos ya forman parte de mi inventario de haceres y serán utilizados una y otra vez con pasión.
Siempre recordaré entre sonrisas el día que envejecí, duchándome en amores en las alturas de un hotel citadino de Nueva York con tres enormes calderos de hierro fundido.
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