Primero como fan, después como biógrafo y finalmente como amigo, el autor de esta nota vivió de cerca los últimos años de Manu Ginóbili. ¿En qué momento decidió retirarse? ¿Qué cambió entre el pibe que llamó llorando a su padre el día en que descendió su club Bahiense del Norte y el hombre que con 40 años seguía siendo indispensable para su equipo?*
Unos días después de la final de la temporada 2012/2013, Emanuel Ginóbili, todavía aturdido por haber perdido una serie que tenían prácticamente ganada, elabora una teoría en una conversación aislada. Dice que no puede permitirse estar tan golpeado habiendo hecho un año increíble desde lo colectivo. Dice que la enseñanza de esa derrota con Miami debe ser, justamente, ponerla en la magnitud correspondiente. Que el camino recorrido igual fue el correcto. Son días confusos en su cabeza. Ronda por primera vez el retiro. Hay un desgaste mental que ha trascendido, como nunca antes, su demoledora ambición deportiva. Está vulnerable: desprende una tristeza en la voz que jamás le había percibido. Es una tristeza que él ya ha experimentado, por supuesto, porque de eso se trató su carrera.
Este Manu es el mismo Manu que llamó llorando a su padre el día en que su club de toda la vida, Bahiense del Norte, descendió a la segunda categoría del torneo de Bahía Blanca. Jorge, que estaba en Mar del Plata por una cuestión laboral, lo intentó calmar. Pero fue en vano: durante los tres siguientes días, el menor de los Ginóbili estuvo encerrado en su habitación sin querer abrirle la puerta a nadie. Tenía odio contenido.
Este Manu también es el mismo que se desplomó en el piso como si lo hubieran baleado tras perder en la última pelota la semifinal del Mundial U22, en Australia, en 1997. Y es el mismo que se quedó sentado en el podio luego de recibir la medalla de plata en el Mundial de Indianápolis 2002, perdido, confuso, incapaz de valorar que había liderado a la Selección a un lugar histórico. Y es el mismo que, en 2008, no pudo contener las lágrimas en el vestuario antes del partido por el Bronce de los Juegos Olímpicos de Beijing. Minutos antes, había intentado realizar una precaria entrada en calor para ver si su tobillo le respondía. Pero no le respondió: estaba lejos de poder exigirse. Así que se aisló y, mientras el entrenador Sergio Hernández daba la charla técnica, a un par de metros de distancia, se quebró. No lo pudo controlar.
Ese Manu desconocido, capitán de tantas derrotas, víctima de tantos puñales deportivos, esta vez luce noqueado. Las cicatrices parecen haberse acumulado hasta generarle un desgaste mental novedoso. El hombre perfecto tambalea: los medios estadounidenses dicen que no es el mismo, que el mejor Ginóbili ya pasó. Y a él le duele, lo frustra. Lo olfateo, pero no digo nada. Después de un tiempo, aprendí que la mejor manera de respetarlo en aquellos pasajes de fragilidad es a partir del silencio. Ni del consuelo, ni del humor, ni de la empatía: del silencio.
El hombre perfecto tambalea: los medios estadounidenses dicen que no es el mismo, que el mejor Ginóbili ya pasó. Y a él le duele, lo frustra. Lo olfateo, pero no digo nada. Después de un tiempo, aprendí que la mejor manera de respetarlo en aquellos pasajes de fragilidad es a partir del silencio.
Mi vínculo con Manu comenzó en 2011. Y fue creciendo con los años. Eran épocas de BlackBerry Messenger y, cuando le enviaba un mensaje y me dejaba la R (de recibido), yo quedaba al borde del suicidio con pastillas. En esas primeras charlas con él, me abstraía de todo. Una vez iba manejando acompañado por la que por entonces era mi novia, por avenida Córdoba. Y sonó el celular: era un mensaje suyo con una trivia que no recuerdo. La cosa es que clavé los frenos y pedí inmediatamente el cambio de conductor para poder ir chateando cómodo el resto del trayecto.
No me resultaría gratuito: "No puede ser que siempre hagas lo mismo –inició su reproche la flamante conductora–, te ponés pelotudo cuando te escribe Manu. Es absurdo. Vos no te ves, pero das una imagen muy muy triste. Recién pudimos haber chocado. ¿Tanto te importa lo que te diga?". Yo me llamé a silencio (si bien seguí chateando) y no continué con el debate porque obviamente derivaría en una pelea que, meses más tarde, y por motivos más complejos, sería definitiva. Para mí, hablar con Ginóbili era un sueño cumplido. Era lo mínimo ponerme pelotudo. Estaba tocando el cielo. Alrededor, los consejos eran todos nocivos: "Te va a defraudar", "A los ídolos no hay que conocerlos". Yo avancé igual. Sobre todo, porque empecé a descubrir que detrás de la estrella, había un personaje muy simple, muy parecido a mis amigos y con historias bahienses en común.
Un chabón simple y sin histeria, sin falsa demagogia. Con inquietudes ajenas al deporte y principios imperturbables. Un tipo único que aceptaba la fama como consecuencia de su talento pero que estaba a años luz de subirse a ese tren, resistiendo sin esfuerzo infinitas tentaciones. Un tipo que solo hablaba cuando tenía algo para decir, que rompía a diario la burbuja para ponerse a la misma altura en cualquier conversación, que no aceptaba la obsecuencia, que nunca jamás imponía jerarquías, que estudiaba al otro y lo miraba a los ojos y que no tenía jamás reacciones impulsivas: todo lo pensaba (y lo sigue pensando) diez veces. Tardé un tiempo largo en quitarle la etiqueta. Algunas noches no me podía contener y, después de un partido bueno, le mandaba:
"Perdónporestoperososelmejordelmundotellevoenelcorazónchau".
Esas noches, por lo general, terminaban con la R de recibido y mi autoestima, por el suelo, analizando mezclar Vodka con Procenex, Pantene, Clonazepam y Xyloprocto para huir de una vez de aquella enfermiza dependencia.
Decía: el hombre perfecto tambalea. Comienzan a surgir pensamientos acerca del futuro, de cómo será el día después del adiós. Del retorno a su querida Bahía, donde están sus amigos, sus padres, sus hermanos, su club, su infancia: su patria. Jamás se desconectó del todo. Considera escenarios y deja volar alternativas: viajes por el mundo, tiempo libre para compartir con sus hijos y su esposa. Su cabeza –confiesa– es una licuadora. Ya no se refugia en la introspección. Ya ni siquiera pone distancia. Se descubre susceptible y lo comunica. Está como desilusionado: podrido de los viajes, de la presión, del desgaste, de las lesiones, de las rehabilitaciones y, sobre todo, de los vaivenes anímicos que provoca su profesión. Bueno, ese hombre de 35 años que se pregunta por primera vez: "¿Qué pasa si…?", ese Manu, a la temporada siguiente, volverá y será nuevamente campeón de la NBA.
Podrido de los viajes, de la presión, del desgaste, de las lesiones, de las rehabilitaciones y, sobre todo, de los vaivenes anímicos que provoca su profesión. Bueno, ese hombre de 35 años que se pregunta por primera vez: "¿Qué pasa si…?"
Aquel momento fue bisagra en la trayectoria de Ginóbili. Porque algunos comenzaban a escribir sobre la inevitable parábola del exitoso deportista y la crueldad del paso del tiempo. Yo lo recuerdo perfectamente. Sin embargo, después de ese título, Manu jugó cuatro años más en los que rompió todo tipo de récords, confirmó su condición de estrella de la NBA y, de paso, sumó su cuarto Juego Olímpico con la Selección. Sus últimos partidos fueron de un nivel tan alto que hasta parecía una obviedad que continuaría por otro año más.
Con 40 pirulos, y el pesado antecedente de ser el segundo jugador más viejo de la liga, se volvió indispensable en San Antonio. Había mística alrededor del último Manu. Y si bien él buscaba evitar todo tipo de homenaje, despertó en los argentinos un fanatismo muy semejante al que había generado en sus primeras temporadas. Miles de coterráneos armaron visitas a San Antonio (una ciudad gris, disgregada por las autopistas y sin atractivos de ningún tipo) durante el primer semestre de 2018 para verlo jugar, conscientes de que podía estar despidiéndose. Todos los juegos pasaba lo mismo: grupos aislados cantando como si fuera la Bombonera en un estadio de básquet del estado de Texas, con simpatizantes locales absolutamente incrédulos del fenómeno cultural que los rodeaba. Bizarro por donde se lo mire. Manu pasaba horas sacándose fotos, firmando banderas, recibiendo amigos de amigos de amigos, dando notas. No obstante, en la cancha competía. Como en su primer partido contra Lakers, en 2002. Ya no era el ícono ofensivo de la franquicia, las piernas no respondían con la frescura del pasado, pero se las ingeniaba igual. Y hasta en el juego final con los Warriors, en playoffs, fue uno de los cuatro jugadores más importantes del plantel.
Por qué fue el mejor
Ginóbili es un caso único. Porque antes de triunfar, la pasó horrible. Le decían que no iba a llegar, lo dejaron fuera de la Selección de Bahía por petiso, nunca pudo salir campeón de nada con su club y pasó meses sin cobrar en su primera experiencia profesional en La Rioja. Lejos de aquellos talentosos que se hacen camino al andar, él convivió con la intrascendencia, generando una empatía distinta, más profunda. El fanático del básquet lo compró enseguida, eso era esperable. El fanático del deporte lo valoró luego, cuando comprobó que no se trataba solo de un dotado: detrás había altruismo, constancia, perfeccionismo y disciplina. Pero la tercera corriente que logró seducir es la que a mí siempre me sorprendió, que es la que considera estar un paso adelante culturalmente, la que espera del protagonista algo más que triunfos heroicos. A ese sector, Manu lo cautivó desde la coherencia, la inteligencia y desde su lucha contra cualquier tipo de populismo berreta. Pero también desde su escasa exposición: en 23 años de carrera, nunca tuvo un conflicto fuera de la cancha. La unanimidad alcanzada en esas tres esferas con distintas escalas de exigencia lo convirtió en una figura local icónica. Lo más cercano a un ejemplo de exportación.
Le decían que no iba a llegar, lo dejaron fuera de la Selección de Bahía por petiso, nunca pudo salir campeón de nada con su club y pasó meses sin cobrar en su primera experiencia profesional en La Rioja. Lejos de aquellos talentosos que se hacen camino al andar, él convivió con la intrascendencia, generando una empatía distinta, más profunda.
Inmediatamente después de la serie con Golden State, el entrenador Gregg Popovich (a esa altura, ya más amigo que DT) comenzó a presionarlo para que siguiera. Pero entonces se fue de vacaciones por Canadá con Marianela y sus tres hijos (Dante, Nicola y Luca), y cuando volvió y probó calentar motores con sus compañeritos –algunos hasta 20 años menores–, sintió que la motivación se estaba diluyendo.
Dudó tanto como aquel 2013. Aunque el contexto ya no era el mismo. Se mantuvo silencioso durante días que parecieron años. Hermético. Y el 27 de agosto, a las 15 en punto, publicó en su cuenta de Twitter: "Con una gran mezcla de emociones les cuento que decidí retirarme del básquet. ENORME GRATITUD para mi familia, amigos, compañeros, DTs, staff, aficionados y todos los que fueron parte de mi vida en estos 23 años. Fue un viaje fabuloso que superó cualquier tipo de sueño. GRACIAS!".
Hubo muchos jugadores buenos en la NBA, pero solo uno al que las 30 franquicias de la Liga despidieron con un mensaje: Manu. Estrellas con un ego indestructible como LeBron James, Stephen Curry o Kobe Bryant le dedicaron posteos. Maradona, Macri, Messi, Darín…
Entonces el deportista le dio paso a la leyenda. En los días posteriores al retiro, me puse a buscar notas viejas. A ver qué declaraba cuando era más chico, hasta dónde se dejaba llevar por el impulso de las primeras entrevistas. Estuve horas. Nostálgico y con el cóctel suicida siempre a mano. Más feliz por el deber cumplido de la persona que quiero, que triste por la pérdida del único ídolo que tuve en la vida. Pero igual con ánimo tambaleante. Encontré de todo: recuerdos de sus complejos con la estatura (aún hoy están las marcas de lápiz de las mediciones semanales que hacía en la pared de su casa), comparaciones adolescentes con sus hermanos, videos de sus años en la Liga, registros de su vertiginoso paso por Reggio Calabria, declaraciones en italiano durante su consagración en Kinder Bologna, primeros conceptos sobre la popularidad, la llegada a la NBA, los temores al fracaso con Spurs, la incertidumbre, su despegue, el primer anillo, la idolatría, el Oro olímpico, la fama, sus derivados, la coronación definitiva, la constancia, las lesiones, el futuro, los homenajes, la veteranía, el mito, el después. Y nada. Sin caer jamás en las declaraciones de rigor, vacías de contenido, logró escaparle una y otra vez a la telaraña de la contradicción. Y eso, en una paralelización desarraigada de fanatismo, resulta tan asombroso como su palmarés. Porque describe la cordura del personaje y, en parte, argumenta la masiva gratitud que despertó su despedida.
.@manuginobili You are true champion my friend and one of the best I have ever matched up with. Enjoy life after the game hermano. You deserve that and more. pic.twitter.com/g5qtYlsNMA&— Kobe Bryant (@kobebryant) 28 de agosto de 2018
Hubo muchos jugadores buenos en la NBA, pero solo uno al que las 30 franquicias de la Liga despidieron con un mensaje: Manu. Estrellas con un ego indestructible como LeBron James, Stephen Curry o Kobe Bryant le dedicaron posteos. Maradona, Macri, Messi, Darín… Del Potro paró una entrevista para declararle su admiración minutos después de ganar un partido en el US Open. Hubo especiales durante varias horas en canales que jamás le dieron valor al básquet. El reconocimiento fue colosal. Un recreo de orgullo en la batalla cotidiana de este país marcado por las divisiones políticas y sociales. Un arco iris de paz en un escenario en el que surgen cuestionamientos cruzados sobre cualquier tópico y en el que la agresión es la herramienta central de cada debate. En ese contexto, Ginóbili ha trascendido hacia la unanimidad definitiva, concretando, tal vez, la muestra más significativa de agradecimiento que los argentinos pudimos regalarle a alguien.
*Germán Beder es coautor de la biografía Mundo Manu (Ed. Corregidor) y de El oro y el aro (Historia de la Selección Argentina de Básquet, Ed. Al Arco).
Germán Beder
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