John Hinckley recibió la libertad total 41 años después de intentar matar al mandatario republicano a las puertas de un hotel de Washington
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El Hilton, un imponente hotel brutalista con planta de doble arco, es una de las atracciones más destacadas del gran parque temático de la política que es la ciudad de Washington. Una placa recuerda que allí a las 14.27 del 30 de marzo de 1981, justamente “en la visita número 100 de un presidente estadounidense” al lugar, un perturbado llamado John Hinckley, Jr., que buscaba impresionar a la actriz Jodie Foster, disparó a Ronald Reagan con un revólver del calibre 22 cargado con balas “expansivas”, de esas que maximizan el daño.
El actor metido a presidente, que a punto estuvo de no contarlo, vino de hablar ante una audiencia de empresarios de la construcción en el International Ballroom, uno de los salones más famosos de la ciudad, donde cada año se celebra la cena de corresponsales de la Casa Blanca.Tomó la salida de la calle T, donde lo esperaban los reporteros. Camuflado entre ellos, un muchacho rubicundo con pinta de don nadie no podía creerse que fuera tan fácil tener al presidente a tiro. Disparo seis veces. Una de las balas rebotó en la limusina e impactó en Reagan bajo la axila izquierda, que gritó: “¡Qué demonios ha sido eso!”. Los proyectiles alcanzaron también al secretario de prensa de la Casa Blanca James Brady, al agente del Servicio Secreto Tim McCarthy y al policía local Thomas Delahanty. Los tres sobrevivieron, pero Brady se llevó la peor parte: discapacitado para el resto de sus días, su muerte en 2014 se la colgó el forense al tirador en grado de homicidio, aunque las autoridades federales decidieron no pasarle esa cuenta penal a Hinckley.
Este miércoles, 41 años después, se escribirá una nueva página de uno de los episodios más traumáticos de la historia presidencial estadounidense reciente con la puesta en libertad sin condiciones de Hinckley. La decisión del juez la utilizó el fallido magnicida en Twitter: “Muchas gracias a todos los que me ayudaron (...). Qué viaje tan largo y extraño ha sido. Ahora es el momento del rock and roll”.
Y lo del rock and roll no es figurado: el tipo está decidido a sus 67 años a perseguir una carrera musical, y ya tiene un concierto previsto con las entradas agotadas: el 8 de julio en un hotel de Brooklyn, con 450 localidades.
After 41 years 2 months and 15 days, FREEDOM AT LAST!!!
— John Hinckley (@JohnHinckley20) June 15, 2022
El “viaje largo y extraño” puede resumirse así: en 1982 lo declararon no culpable por razones de demencia y lo mandaron, en una decisión rodeada de polémica, al hospital psiquiátrico St. Elizabeth, en Washington, del que salió en 2016 con una orden de alejamiento de Foster y de las víctimas y de sus familias, y con la condición de que se fuera a vivir con su madre en Williamsburg (Virginia). El juez le permitió dos años después abandonar el nido e independizarse, y en 2020 le dio permiso para compartir sus canciones con el mundo. Tiene un canal de YouTube y una treintena de temas, con guitarra y voz (de escaso interés), en Spotify. Su Gira de la Redención está abierta a contratación.
A big thank you to everyone who helped me get my unconditional release. What a long strange trip it has been. Now it’s time to rock and roll.
— John Hinckley (@JohnHinckley20) June 1, 2022
Hinckley pensó que matar a Reagan impresionaría a la actriz Jodie Foster, entonces una estrella de 18 años que había decidido apearse del tren en marcha de la fama para estudiar en la Universidad de Yale, en New Haven (Connecticut). Ese era el destino del viaje del aspirante a asesino, cuatro días en autobús desde Los Ángeles. Se había obsesionado con ella en la película Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) , en la que Robert De Niro era un taxista con planes de asesinar a un candidato presidencial. Hinckley se instaló en Washington, y tras leer en un periódico local las previsiones de la Casa Blanca para ese viernes, cambió de idea sobre la marcha.
Aquel día amaneció húmedo y nublado. Reagan llevaba solo 69 días en el cargo, y las cosas no iban bien. Aún no había terminado la luna de miel con los votantes y sus índices de aprobación no eran los esperados. “El intento de asesinato silenció las críticas sobre su gestión en un momento temprano crítico de su mandato”, explica en un correo electrónico HW Brands, autor de Reagan: The Life (2015), una de las biografías de referencia sobre el cuadragésimo presidente. “El buen humor que exhibió durante su recuperación [pasó solo 12 días en el hospital] convenció a muchos escépticos. Algunos de sus seguidores creían que Dios lo había perdonado para permitirle terminar su trabajo. Y es posible que el propio Reagan también lo piense”.
Coincidiendo con el 30º aniversario de aquellos hechos, el periodista Del Quentin Wilber publicó Rawhide Down (2011), una minuciosa investigación llena de revelaciones y escrita como una novela de true crime. Cabe extraer dos conclusiones de la lectura del libro, cuyo título hace referencia al alias con ecos de wéstern, Rawhide (cuero sin curtir, como la serie de vaqueros protagonizada por Clint Eastwood a finales de los cincuenta), con el que los servicios secretos se referían a Reagan (a Biden lo llaman Celtic , celta: a Trump, Mogul, magnate): si el republicano se convirtió en el primer presidente desde Eisenhower en cumplir dos mandatos seguidos fue, obviamente, porque sobrevivió a aquel día y por el modo en que él y su equipo gestionaron la crisis. La segunda conclusión es que ocultaron la gravedad de sus heridas.
“Era un hombre de 70 años y no querían dar una impresión de debilidad, pese a que la bala se alojó cerca del corazón y perdió más de la mitad de la sangre”, grababa Wilber el viernes pasado en una conversación telefónica. “Aun así, se empeñó en entrar en el hospital por su propio pie. Y ahí fue cuando se desmayó. No podemos detectarle la presión arterial porque estaba muy baja. Si hubieran ido a la Casa Blanca y ningún director al George Washington, habría muerto. Del mismo modo que el asesinato de JFK cambió la historia, el intento de matar a Reagan lo cambió a él y su visión de las cosas, y finalmente acabó cambiando el mundo”.
El reportero recuerda que Estados Unidos vino de ver morir en 1968 a Robert Kennedy y Martin Luther King y de asistir al intento de asesinato del candidato George Wallace (1972); también, que solo tres meses antes un lunático había matado a John Lennon, y otro a punto estuvo de cargarse dos meses después al papa Juan Pablo II.
Y es tentador establecer paralelismos entre aquel momento y este. No es ya que las audiencias que tratan de esclarecer el ataque al Capitolio, que están teniendo lugar estos días en el Congreso, remitan claramente a las del Irán-Contra, el escándalo que terminó en 1987 con la imagen de presidente “con cara de teflón” de Reagan (“aunque manejó aquella crisis con mucha mayor inteligencia que Trump”, advierte Joe Rodotta, que trabajó en aquella Casa Blanca). Es también que los fantasmas del asesinato político vuelven a recorrer Washington; solo hace una semana detuvieron a un tipo en las mediaciones de la casa en la ciudad del juez del Supremo Brett Kavanaugh con planes de matarlo. Y otro hombre asesinó a un magistrado en Wisconsin y tenía una lista de futuras víctimas que salió a los gobernadores demócratas de ese Estado y de Míchigan y al líder de la minoría republicana en el Senado, Mitch McConell.
La entrada del 30 de marzo de los diarios de Reagan, claramente escrita después, es en realidad un resumen del tiempo que pasó en el hospital. “Que te disparen, duele”, escribió. “Al abrir los ojos, Nancy [Reagan, su esposa] estaba allí. Ruego que no llegue el día en el que ella no esté allí”. Y no llegó, la primera dama sobrevivió 12 años al presidente, falleció en 2004, tras 12 años enfermo de Alzheimer.
En sus diarios (o, al menos, en la selección de estos que en 2007 hizo el historiador Douglas Brinkley), Hinckley aparece en cinco ocasiones, siempre de pasada, como en la entrada del 22 de junio de 1982, en la que cuenta: “Me he visto con 125 candidatos en el Congreso y con todos me he hecho una foto”. Y a vuelta de carro añade: “Ayer declararon inocente a Hinckley en razón a su locura. Se ha creado un gran alboroto”.
Cuando en octubre pasado se conoció la decisión del juez de liberar al hombre que intentó asesinar a su padre, Patti Davis, hija de Reagan reaccionó en The Washington Post con una tribuna: “Los recuerdos de la gente se han desvanecido. Esa ráfaga de disparos a las puertas del Washington Hilton fue hace mucho tiempo. Tengo amigos que ni siquiera habían nacido entonces. Pero para mí, para mi familia, para Foster, el recuerdo de ese día nunca se esfumará. En mi mente, siempre me imaginaré los ojos fríos de Hinckley mientras le volaba la cabeza a Brady, cuando hirió a McCarthy, y al agente del Delahanty. Siempre imaginaré a mi padre siendo empujado dentro de la limusina después de que un disparo le diera en el pulmón y casi le rozara el corazón”.
En el lugar de los hechos, el viernes pasado, la memoria también parecía desvanecido; no fue posible dar con nadie con recuerdos directos de aquellos sucesos. Aunque la esquina, tan retratada en marzo de 1981 (había dos fotógrafos y tres camarógrafos presentes), no ha cambiado demasiado, salvo por la placa, y por una estructura porticada y un parterre que colocaron después. La zona ajardinada está ahí, explicó un botón, para evitar la tentación de los curiosos de regodearse en el lugar desde el que Hinckley disparó a Reagan el día en que este volvió a nacer convertido en el presidente. El líder de una revolución conservadora que cambiaría Estados Unidos (y el mundo) para siempre.
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