El despertar de la madre tierra
Seres mitológicos y enmascarados protagonizan el Carrasegare, un rito que llega al final del invierno en Cerdeña, cuando aquí celebramos la Pachamama
En nuestra América andina agosto es el mes de la Pachamama y festejamos con ritmo de cajas y charangos, ofrendas de caña con ruda y maíz. Es el final del invierno, corresponde volver a despertar a la madre tierra. Desde tiempo inmemorial estos rituales se espejan y desdoblan en las más diversas regiones del mundo, aunque en los países desarrollados del Norte se los tragó el Carnaval, entre serpentinas y papel picado. Elementos que no faltan en las fiestas a la Pachamama. Pero en los rincones menos turísticos de Europa el recuerdo de Dionisos, dios del vino y del reverdecer de las mieses, retorna en las fiestas de bienvenida a la cercana primavera. Muerte y reverdecimiento, eso es.
En el corazón de Cerdeña, en la región llamada la Barbagia de Ollolai, durante los días grasos de febrero surgen como del fondo de la tierra seres mitológicos, enmascarados, cubiertos de pellizas y agobiados bajo el peso de grandes cencerros. Se trata de las inquietantes y poco difundidas celebraciones del Carrasegare, un arcaico rito agrario que de carnaval tiene apenas las fechas.
Región ríspida y bellísima, esta Barbagia que hace honor a su nombre resultó ser una caja de sorpresas. Al menos en mi caso. Viajé en pos de máscaras y de la alegría carnavalesca, y me topé de bruces con un mundo mítico que se bifurca y expande. Hasta tal punto que, habiendo decidido no escribir nunca más una novela, un tema candente me cayó en las manos y no pude soslayarlo.
En esa región de culturas antiquísimas las máscaras son, sin lugar a duda, las protagonistas alrededor de las cuales gira durante todo el año la vida de las diversas poblaciones. Basta con ver los espléndidos murales pintados en las paredes de las casas,s o los talleres de los mascareros, o simplemente charlar con los habitantes.
Con Ilaria Del Curto partimos en coche desde Nuoro, capital de la región, y enfilamos por tortuosos caminos de montaña entre rocas graníticas y la eventual ruina de un templo nuraghe –cultura que data del neolítico, prima hermana de la celta–. Era tiempo de carnavales, con picos nevados y praderas verdes salpicadas de matas aromáticas, de olivos, nogales, alcornoques a medias desnudados de corteza y perales silvestres a punto de estallar en flor. Tierras austeras, inspiradoras, con tumbas paleolíticas excavadas en la roca viva llamadas Domus de Janas, Casa de las Hadas. Así de misteriosa es la región.
Nuestra primera etapa fue la pequeña ciudad de Mamoiada, donde reinan los mamuthones, las máscaras más emblemáticas de toda Cerdeña. Talladas por lo general en la madera rugosa del peral silvestre, el pero selvático, y teñidas de negro, son rostros profundamente humanos y a la vez brutales, como brutal es el atuendo de esos enmascarados. Los guían los issohadores, los hombres de la soga, del lazo, que esbeltos en sus casacas rojas y pantalones blancos les van indicando a los mamuthones su paso cadencioso, a brincos sonoros a causa de los pesados cencerros sujetos a sus espaldas en rigurosas hileras. Hay en Mamoiada dos asociaciones tradicionales que agrupan a estos oficiantes: la Atzeni Beccoi y la Pro Loco, con sus lógicas discordancias como el uso de la máscara blanca para los issohadores. ¿Es tradicional o no? ¿Importa tanto? Bello es el contraste, y también la historia de cómo fue recuperada la hierática máscara. Dos grandes familias mamoiadinas estaban en disputa al mejor estilo Montescos y Capuletos, y cuando el miembro desterrado de una de ellas quiso volver a casa de incógnito no encontró mejor manera de disimularse. Los carnavales sirven para todo.
Historia que nos fue narrando Giannino Puggioni, presidente de la Pro Loco (Por el Lugar, se entiende). Y nuestra conversación transcurría sin sobresaltos en el café del hostal Sa Rosada hasta que nos develaron el secreto. Asombroso, inusitado. Por lo pronto, nos explicó Puggioni secundado por Augusto, el gerente, que el hostal se llama así en honor a la Casa Rosada argentina porque desde principios de los cincuenta se dice que Juan Domingo Perón nació allí mismo, en Mamoiada. Se trataría de un tal Giovanni Piras, que de adolescente emigró a nuestro país donde tuvo lugar el cambio de persona.
Nos resultó increíble. Pero, ¿cómo no comprender, en ese mundo tan signado por las máscaras y los seres míticos, que ellos puedan creer que alguien se transforme de buenas a primeras en otra persona? Gran tema para una novela, entendí. Y pensar que yo había llegado a Mamoiada sólo por el Carnaval… Fue como ir por lana (corresponde en tierra de pastores) y salir tejiendo un suéter.
"Cuando me pongo la máscara, atada con el pañuelo, cuando cargo sobre los hombros las pellizas y los cencerros", confesó más tarde Franco Sale el mascarero, "siento una transformación mágica, creo adquirir el poder de las deidades de otros tiempos".
No es una actividad errática la de enmascararse. Se trata de un complejo ritual, la vestizione a la que pocos pueden asistir. Dos hombres son necesarios para investir a cada uno de los hombres –doce en cada asociación, como los meses del año– que habrán de convertirse en mamuthones. Después vendrán los atildados issohadores, sus guardianes, a conminarlos: "Mientras ustedes portan la máscara ustedes son la máscara, olvídense de sí mismos". Y así es, mientras los mamuthones salen a recorrer el pueblo en acompasados brincos como queriendo despertar la tierra dormida, y sus campanas vuelan al viento y su tintinear casi animal –se trata de cencerros– retumba en las paredes de piedra. Los issohadores ofician de metrónomos y además se divierten enlazando a cualquiera del público, a unos para pedirles un trago de vino o un dulce, para pedirles un beso a las chicas bonitas.
Esos son los seres de Mamoiada que llevan a cabo el ritual. A treinta y dos kilómetros de allí, en Ottana, corren por las calles los boes y los mèrdules. Aquí los bellos son los bueyes, de una elegancia casi de cervatillo sus guardianes en cambio tienen la cara retorcida y brutal, respetando las rugosidades y veleidades (a veces hasta una rama que oficia de nariz) del peral, el pero selvático que brinda su madera.
En Ottana la ceremonia está por comenzar. Franco Maritato, en su taller frente a la plaza donde nos interpelan esculturas y murales alusivos –la vida de estos pueblos se nos recuerda a cada paso, gira alrededor de sus personajes míticos–, le talla a su máscara de boe una estrella de seis puntas en la frente y ramas de olivo en las mejillas para darle sello de pertenencia. Pero el boe, tan esbelto con pellizas blancas hasta las rodillas, botas negras y sus cencerros en bandolera, es al igual que el mamuthón el chivo expiatorio de su pueblo, el castigado. Aparece entonces el personaje oscuro de la filonzana, un hombre como parca, vestido de viuda embarazada que esgrime sus tijeras de esquilar y amenaza con castrar al pobre y bello buey. Y, ya que está, amenaza con cortarle el hilo de la vida a todo aquel que no lo convide con un vaso de vino.
Porque eso sí, el vino corre en estas festividades con generosa abundancia, y abundan también deliciosos dulces que podemos ir comiendo casi de casa en casa. Sobre todo si lucimos la cara embadurnada de negro por obra y gracia de los enmascarados que nos plantan su mano entintada: corcho quemado y aceite, casi como llevar puesta la tierra de Cerdeña donde abunda el olivo y el alcornoque.
De otro mundo
Y mientras en la magnífica costa sarda, en Cálgari, en Sássari o en Alghero frente a un mar de turquesas y esmeraldas, los carnavales transcurren como se acostumbra en tantas otras regiones de la Europa occidental entre carros alegóricos y cabezones y máscaras de lujo, o mientras en Oristano ante un aluvión de turistas se despliega la Sartiglia, esa deslumbrante carrera de sortija de alta fantasía, en la Barbagia de Ollolai es como si las horas se midieran aún con reloj de arena y el mundo fuera otro. El Carrasegare no se deja contaminar por influencias externas, todo lo contrario, cada vez hunde más sus raíces en el illo tempore, ese tiempo sin tiempo del mito. Animales y humanos se confunden, se aúnan, y cada pueblo de la región encuentra y define su propia e individual identidad con las diversas máscaras. Resulta alucinante, alucinatorio casi en esos días invernales –el vino viene bien, sobre todo el de mirto, tan dulce al paladar–. Los habitantes de Orani, por ejemplo, han reflotado –es la palabra—una máscara de corcho llamada su bundu, austera, de grandes bigotes y barbita mefistofélica, y persiguen a los espectadores con tridentes de palo, los mismos que durante el año usan para emparvar el heno.
Porque son pueblos agrarios, y de eso se trata la festividad. Muerte y resurrección, reverdecimiento. Ya lo seguiremos viendo desarrollarse en las demás localidades de la Barbagia.
Fonni, Orotelli, Olzai, Orani, Lula, Gavoi, Austis, Samugheo, Bosa y siguen los nombres. Son pueblos de casas apiñadas como los rebaños en invierno, para protegerse del frío y del enemigo que en Cerdeña les fue llegado desde los mares. Pero allí en la montaña los marineros se hicieron pastores y sus vidas transcurrieron quizá más tranquilas, compartiendo magias. No están distantes un pueblo del otro, cuarenta kilómetros de promedio, pero hablan diversos dialectos del sardo y muchas veces sólo pueden comprenderse en italiano.
Aunque la verdadera lengua franca es la de las máscaras que se visitan y celebran mutuamente en los días señalados.
El sábado de carnaval, sin ir más lejos, se reunieron en la alta Foni los distintos grupos ofreciendo un friso de lo que se despliega en cada paese de la montaña. Los locales, su urthus, son osos díscolos que se trepan a árboles y balcones, sus pieles son grises y las caras entintas. Guardianes enfundados en fieltro negro, negros también los rostros, los llevan atados a largas sogas y pretenden dominarlos con escaso éxito. La alegría en este carnaval es algo lúgubre, conmovedora, porque se trata de un Carrasegare y no es que la carne valga sino que la carne se siega, se despedaza como despedazaron los Titanes al dios Dionisos, a decir de la antropóloga Dolores Turchi.
No son estos festejos de alegría, sino de intensidad y fuerza. Apotropaicos, hechos para espantar a los demonios que son ellos mismos y no lo son, sincretizando. Los colongonos de Austis encarnan la propuesta con verdes ramas frescas adheridas a la máscara e infinidad de huesos como sonajas colgándoles de las espaldas. La muerte queda atrás con el invierno, avanza el reverdecimiento. La resurrección.
Del pueblo de Ula Tirso vienen jóvenes cubiertos de piel de jabalí, la cabeza de la bestia sobre su propia cabeza, que se revuelcan en la nieve como posesos. Por su parte, los battiledu de Lula además de las consabidas pieles y cencerros como gigantes cascabeles, se destacan por los cuernos de macho cabrío que llevan sobre el cráneo, encasquetados en un estómago fresco de oveja. Ritos sangrientos, y la sangre mana simbólicamente de ocultas vejigas ovinas para bendecir la tierra que al despertar habrá de producir buenas cosechas.
El maravillamiento y el asombro cunden en los poquísimos espectadores que como nosotros han venido de lejos, y al tratar de integrarnos somos bienvenidos. Hay humor en todo esto, un humor sombrío y hosco, y deslumbrante. El elemento femenino no les puede faltar a los hombres enmascarados: mantillas a la cintura de los issohadores, pañuelos de mujer atándoles la máscara a los mamuthones, y más insólito aún, los muchachos de Bosa juegan con muñecas algo desmembradas, nos las imponen pidiendo que las alimentemos de nuestro propio pecho. Mientras que los de Olzai se autoabastecen: son a la vez hombre y mujer, de la cintura para arriba ella es una muñeca tamaño natural rellena de paja, de la cintura para abajo el muñeco toma forma masculina. Los jóvenes así caracterizados juegan a acoplarse con su propia representación del otro, y hay risas y bromas soeces. Y también hay mujeres ahora que ellas se van integrando. Engalanadas con trajes típicos y rostros ocultos tras puntillas bailan con otras mujeres que son hombres. El Carrasegare, como el carnaval, está hecho para invertir los símbolos y romper las convenciones.
Durante el martes graso en Mamoiada se despide al Juvanne è pera, el fantoche de Carnaval de enorme falo. Lo lloran sus viudas aulladoras que son hombres. Y por la noche llega un camión con enorme ollas de habas con tocino –la comida ritual—para repartir entre todos los concurrentes junto con el vino que corre generoso.
Pero allí no concluye la cosa. El Carrasegare es transgresión y se niega a morir al llegar la Cuaresma. En Ovodda continúa y culmina el mismísimo Miércoles de Ceniza. Al son de los tambores y cencerros de una fiesta tan telúrica y auténtica como la de nuestra Pachamama corremos por las calles empedradas junto a máscaras insólitas, y todos somos otros porque no hay manera de escaparle al aceite con corcho quemado que nos transforma e integra.
En el camino de retorno a la ciudad de Nuoro nuestras caras entintas nos sirven de pasaporte. ¿Un vasito más del vino carnavalero? Imposible. Habrá que esperar. Los mamuthones, símbolo de toda la Cerdeña, volverán a salir en cada ocasión que se les presente. Y el próximo 16 de enero, día de San Antonio Abad, una vez más serán encendidas las hogueras en la Barbagia de Ollolai y empezará un nuevo ciclo de fiestas propiciatorias. Hay que pasar el invierno, que en nuestras tierras del sur está entrando ya en su faz menguante.
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