EL DESCUBRIMIENTO DEL PASADO
El lenguaje de los egipcios -y, con él, sus ideas y concepción sobre el mundo- fue un enigma hasta 1799, cuando Bouchard descubrió una piedra que incluía el código para descifrar aquellos jeroglíficos
Hubo un período en la historia en el que el hombre creyó que se las sabía todas. No se trata de este fin de milenio, sino de los siglos XV, XVI. En Europa florecieron las artes y las ciencias con nombres como Miguel Angel, Leonardo, Botticelli, Shakespeare; se inventó la brújula; llegaron a América; Copérnico, el revolucionario, dijo que la Tierra no era el centro del universo...
Pero antes de que el hombre tomase gran confianza en sí mismo llamando injustamente a la Edad Media la edad oscura (haciendo de cuenta que todo lo anterior era inferior), también hubo historia, cultura, civilización. Antes de Cristo, el legado de algunas civilizaciones fue más que importante. La llave que abrió la puerta hacia el pasado fue un pedazo de piedra de 114 centímetros de alto por 72 centímetros de largo, y que pesa 762 kilos. Es la llamada piedra Rosetta, la clave del transcurso de la historia desde el 3000 a.C.
Hasta 1799, los jeroglífigos egipcios eran un verdadero enigma. En el año 394 de nuestra era estas figuras fueron usadas por última vez. Misteriosamente, durante los siguientes 1400 años se dejó de utilizar este sistema y el arte de leer los jeroglíficos antiguos se diluyó hasta desaparecer. No quedó ninguno que pudiera descifrarlos.
Esto cambió el último año del siglo XVIII, cuando el general Bouchard, uno de los oficiales de Napoleón, decidió reforzar el fuerte de San Julián de Rosetta. Rosetta era un puerto de Egipto cerca de la ciudad de Alejandría y cuyo nombre significaba en copto ciudad del placer.
En la demolición de un paredón cercano que pensaban utilizar para apuntalar el fuerte salió a relucir una piedra negra, de basalto.
El mérito de Bouchard fue darse cuenta de inmediato de que se trataba de algo importante. Intuyó, casi desde el primer momento, que la piedra iba a hacer ruido entre arqueólogos e investigadores. Efectivamente así fue, ya que traía una misma inscripción en tres idiomas redactada por sacerdotes egipcios. Se trataba de un edicto del faraón de Egipto Ptolomeo V, grabado en el año 196 antes de Cristo.
Trasladada a El Cairo por orden de Bonaparte, la piedra fue llevada al Instituto Nacional de El Cairo, fundado por el mismo Napoleón. De inmediato suscitó muchísimo interés. Las inscripciones se copiaron y fueron mandadas a academias europeas para su estudio.
En 1801, al evacuar Egipto las tropas francesas, la piedra cayó en poder de los ingleses. Pero ellos no se portaron igual que los franceses. De inmediato envolvieron la piedra y se la llevaron a Londres. Hicieron copias, que distribuyeron en las universidades de Oxford, Cambridge, Edimburgo y en el Trinity College, entre otros centros de estudiantes y estudiosos. Luego, la piedra fue colocada en un lugar privilegiado del British Museum, donde hoy sigue siendo expuesta al público. Esta manera de actuar siempre suscitó controversias. Por ejemplo, en el mismo museo hay un sector del friso del Partenón, que de todas maneras el gobierno de Grecia está intentando repatriar, para que pueda ser expuesto en su lugar de origen.
Volviendo a la piedra que nos ocupa, sus inscripciones están en dos lenguas: egipcio y griego, pero en tres escrituras. El primero de los textos egipcios está escrito en jeroglíficos, una forma utilizada desde 3000 años antes de Cristo. Los jeroglíficos en general se cavaban en la piedra, o se pintaban en madera o yeso.
El segundo de los textos que se encuentra en la piedra Rosetta es el demótico, una forma de escritura cursiva que utilizaban en el año 643 antes de Cristo.
El griego, por supuesto, era el más fácil de descifrar y, por ende, de comparar con los otros dos textos. De todas maneras hubo bastantes dificultades para hacerlo porque la piedra está rota en los costados. La primera traducción griega fue de Du Theil y Weston, en 1801-1802. Simultáneamente un orientalista sueco, Akerblad, agregado a la embajada de París, interpretó el contenido de varias frases demóticas identificando los nombres de Alejandro, Alejandría, Tolomeo y otros, guiándose básicamente por la posición que ocupaban, en comparación a la del texto griego.
En 1819, Thomas Young publicó en la Enciclopedia Británica el resultado de sus estudios sobre la piedra Rosetta y de otros monumentos, formulando el abecé del vocabulario egipcio.
Gracias a estos preliminares, el egiptólogo francés François Champollion pudo descubrir en 1822 el significado del alfabeto demótico y del egipcio, hasta el momento desconocidos, a través de la comparación con la inscripción griega.
Champoillon, al que se le había encomendado esta tarea, se había preparado para esto durante toda su vida. Había sido un niño prodigio que sabía hebreo, árabe, copto y otras lenguas de la zona, y decía, desde su tierna infancia, que un día él iba a ser quien descifrara el enigma egipcio.
Un paso importante fue descubrir que un óvalo alargado (llamado cartucho) contenía las inscripciones referentes a un nombre de un faraón, o algún otro funcionario real. Había sólo un cartucho en la piedra Rosetta, y era casi seguro que contenía el nombre de Ptolomeo, porque así se leía en el fragmento en griego.
Pero descifrar un jeroglífico no era tan simple. Actualmente se sabe que los escribas egipcios no siempre sabían interpretar los textos de épocas anteriores. Con tantos errores, el camino se hizo sinuoso. La antigua escritura egipcia podía dividirse en tres formas.
1- Jeroglífica: la más antigua, empleada en las inscripciones grabadas en templos, tumbas, estelas y estatuas.
2- Hierática: la forma abreviada, necesariamente inventada para evitar el cuidadoso dibujo de los jeroglíficos.
3- Demótica o escritura popular.
La escritura jeroglífica se empleó hasta el siglo III de nuestra era, pero el número de los que sabían manejarla era tan escaso entre los escribas como entre los lectores. Hoy, son casi transparentes, gracias a las sesudas investigaciones que llevaron más de 20 años.
Los signos se podían emplear de tres modos.
1- Representando por sí solos un objeto, una idea, una palabra o cuando menos una raíz. Por ejemplo, el cetro significaba príncipe y gobernar; un muro inclinado representaba la acción de caer; un instrumento musical, alegría o bienestar.
2- Representando un sonido o sílaba.
3- Precisando la acepción de una palabra cuyo sonido estaba expresado por uno o más signos.
Los jeroglíficos se escribían horizontal o perpendicularmente y se leían en dirección hacia la que estaban vueltos los signos en que figuraban pájaros, que generalmente era de derecha a izquierda. Los escribas utilizaban hojas de papiro, paleta, plumas, tinta y tintero. La punta de la pluma se machacaba hasta formar un pincelito. Después se cortaba, igual que en Occidente.
Los papiros se fabricaban con tallos de la planta del mismo nombre que se cultivaba en Egipto, donde todavía crece espontáneamente en los pantanos cerca del Nilo y en Sudán. Alcanza una altura de 7 y 8 metros.
El tallo se cortaba en tiritas finas, que se colocaban una al lado de la otra superponiéndolas en sentido perpendicular. Por arriba se pasaba una solución de goma.
Después se prensaba y se secaba. Las hojas estaban dispuestas para ser usadas, pegándose varias hojas, según la extensión del texto. En el Museo Británico se conserva un rollo que mide 40 metros de largo, conocido con el nombre de Harris, su descubridor, y contiene la historia de Ramsés III, que hoy se sabe gracias a la piedra Rosetta: la clave del enigma de los jeroglíficos.