El desafío del Tokaido
Viaje a pie por los 500 kilómetros que separan a Tokio de Kioto, un periplo fascinante repleto de paisajes, aromas y sabores ancestrales
En épocas del Período Edo, entre 1603 y 1868, el Tokaido era la más importante de las cinco rutas del Japón feudal. Unía los 500 kilómetros que separaban a Tokio de Kioto, la antigua capital. Su nombre significa camino del Mar del Este porque coquetea con la costa y se diferencia del Nakasendo, que también discurría entre ambas ciudades, pero en medio de las montañas. A mediados del siglo XIX, Utagawa Hiroshige, maestro del ukiyo-e, retrató con estampas bucólicas las 53 estaciones del recorrido. Se trataba de postas donde los caminantes descansaban, comían y dejaban sentado su paso. Los sofisticados dibujos hechos en papel de arroz registran no sólo usos y costumbres sino también una peculiar forma de vida a pie.
Aterricé en Tokio a fines de marzo. El plan era aclimatarme durante un par de días y rumbear de inmediato hacia Kioto a bordo de mis dos piernas. Iba preparado, pero no tanto. Una campera todo terreno, unas zapatillas abotinadas, una capa de lluvia, dos pantalones desmontables, un sombrero de aventurero y algunas pocas cosas más que cargué en la típica mochila de mochilero: 11 kilos en la espalda. Por delante, cuatro kilos en otra mochila con la laptop, un trípode, una cámara de fotos, una libreta y una reserva de almendras, maní, castañas y nueces.
Si bien en Internet se informa, aunque sea de modo superficial, sobre el Tokaido, no hay casi nada que indique cómo hacer para transitarlo. Hoy en día, a nadie se le ocurre encarar semejante osadía, sea occidental u oriental. En la sede porteña de la embajada japonesa una señorita me dijo, atónita, que hacía “sigros” nadie se le animaba. La excepción fue Matthew, un neozelandés que pateó las cinco rutas feudales y consignó sus peripecias en un blog. Entré en contacto con él y terminó siendo mi mejor adalid. Me dijo cómo hacer, dónde empezar, qué llevar, por qué obviar tal o cual trecho y se mantuvo atento, por e-mail, a mis avances.
El primer día fue el más fácil. Caminé desde la casa de Rei Sakai –le alquilé un cuarto por Airbnb– hasta Nihonbashi, el puntapié oficial del Tokaido, kilómetro cero de la isla y un barrio de negocios muy trajinado. Parado cerca del puente que da comienzo a mi peregrinación, le dediqué unos minutos de pensamiento al grabado de Hiroshige que inaugura las 53 estaciones. Entonces caí en la cuenta de que podría cotejar, dos siglos más tarde, sus impresiones con las mías.
Vi barbijos por doquier, piernas ligeramente patizambas, chóferes con guantes blancos, mujeres uniformadas, cuervos graznando, paraguas transparentes, pocas miradas y niñitos con bonete. La primavera se insinuaba con tímidos brotes y en el mercado Tsukiji opté, a las 10 de la mañana, por un sashimi de caballa, sepia y pulpo. Yositeru, el dueño de la tienda, me vio cargando las mochilas y quiso saber hacia dónde iba. Hablamos intercambiando piezas de un inglés bizarro. “Walking, walking, walking!”, repetía cuando entendió mi propósito. Se golpeaba las piernas y miraba las mías, estupefacto, tal vez porque se parecen más a espárragos que a firmes troncos. Me regaló unas galletas irrompibles (“perusoná pureza”, decía en su afán de pronunciar “personal present”) y me saludó con un tierno “Sayonara, Eshtebá”.
Caminé tres kilómetros más y en una pequeña estación subí a un tren rumbo a Odawara. “Mañana empieza la verdadera caminata”, me había anticipado Matthew. El vagón rebasaba de gente, pero el silencio era monacal: nadie decía una palabra. Sólo se escuchaba de fondo una voz aguda y monocorde que musitaba ao vivo el nombre de las estaciones. Esa noche dormí en una casa de huéspedes, en una habitación de ocho camas marineras. Los anfitriones, Chiharu y Shunkei, abrieron la puerta corrediza de la entrada y me recibieron con un característico “moshi moshi”, alargando como niños de coro la última sílaba.
Troqué mis zapatillas por pantuflas, desensillé y compartí un caldoso ramen de cerdo con Shunkei, el hombre de la pareja. Uno se acostumbra al zumbido que provocan los asiáticos cuando succionan los fideos udon, pero imitarlos no es buena idea. Conversamos usando el Google Translator y entre otras cosas me dijo que jamás había escuchado que un foráneo recorriera el Tokaido a pie. En el comedor había un gato naranja igual al de mi madre y recuerdo haber pensado “qué raro que no me entienda si le hablo en castellano”.
A las tres de la madrugada abrí los ojos, como en las noches anteriores, pero conseguí volver a cerrarlos. Marqué la ruta del día en el Google Maps mientras tomaba el desayuno, una bandeja con té verde, sopa miso, arroz glutinoso, algunos encurtidos, tempura de pescado y una ensalada de chauchas, hongos y bambú. Son las 7 y el pronóstico para la marcha de hoy es de 32 kilómetros hasta Mishima, cruzando el temible Hakone Pass.
No sé por qué, pero por una corazonada paso el relato al presente. Estoy transpirando como un cebú en celo, tengo hambre, músculos cuya existencia desconocía se tensan y mis gemelos empiezan a arder. La mochila clava estocadas en la cintura y el mapa –accedo a Internet gracias a un artefacto que me provee wifi– promete un histérico circuito de curvas y contracurvas. La ruta es de montaña, de esas que culminarían en un centro de esquí, y está transitada entre manchones de nieve por vehículos sigilosos. De todas maneras, la corto al medio por un empinadísimo sendero de piedras flanqueado por pinos altos y enjutos. Se trata del único trecho del Tokaido que fue preservado tal cual. Por eso empiezo a cruzarme con algunos homo viator japoneses blandiendo bastones de senderismo.
Google Maps anuncia un “restaurante especializado en fideos soba”. Como es la una de la tarde, decido almorzar ahí. El cuerpo se manifiesta con quejas y yo, para contestarle, me hablo en francés o con acento cordobés –percibo eso a destiempo, cuando ya sucedió– y me convenzo así de que esta empresa no es estéril. Hablarme me hablo mucho, hacia adentro o en voz alta, de temas anodinos o de cuestiones metafísicas, generalmente en forma de epigramas. No logro profundizar los pensamientos y ante cualquier atisbo de agobio me concentro en inhalar y exhalar. “Cuando las piernas no pueden caminar más, camina la cabeza”, leí en uno de mis libros dedicados a la dromomanía. Ahora mismo el paisaje atraviesa mi mente como lo hacen las imágenes cuando medito: nubes apenas mecidas por el viento.
El restaurante es un amasijo de sillas y mesas patas para arriba. Me saco las dos mochilas, estiro el esqueleto y me entrego a un festín de agua mineral y frutos secos. Recargo energías y supero la frustración sin mirar atrás ni adelante sino acá, ahora. El viaje está sucediendo y no importa si llego, si llegaré a destino. En eso estoy cuando aparece una sonriente pareja de caminantes.
Con ustedes, Ayako y Michi. Para mí tienen 60 años, pero acusan 83. Se dirigen a una casa de té que está a media hora. “Saka, saka”, dicen al enterarse de que soy argentino. Dicen es un decir, porque sólo habla ella, Ayako. Ella me pide permiso para sacarse una selfie haciendo la V de la victoria con los dedos, ella me muestra el paisaje, ella sugiere en un inglés rugoso que los acompañe. Nos movemos calladamente en trío. “Saka”, insiste Ayako, haciendo un gesto incomprensible con las manos. Tardo en deducir que se refiere al fútbol y que me asocia –paradojas de la globalización– con “Meshi, Meshi”.
La casa de té abrió sus puertas hace cuatro siglos y hoy está atendida por la 13ª generación de la familia Yamamoto. Se trata de un lugar penumbroso, de frío ancestral, con un piso de barro desparejo y un caldero que entibia las paredes. Mis amigos me animan a ordenar con pelos y señales una dosis de chikara-mochi con amazake. Me enfrento a dos pasteles de arroz chicloso y a un fermento muy parecido al sake, pero sin alcohol. Alrededor de nosotros, en mesas y bancos de madera rústica, hay pocas familias locales cuyo modelo suele calcarse: madre-padre-hijo.
A la hora de pagar la cuenta encaro hacia la barra. Sitiada por los humos grises de una olla de regimiento surge Kotoyo, ama y señora del lugar. Quiere saber de mí. Como estudió en Estados Unidos, habla un inglés impecable. Se confiesa una andarina “de fin de semana” y revela sin titubeos que envidia mi aventura. Al despedirnos cariñosamente me pregunta si me molesta que nos saquemos una selfie e insiste en obsequiarme un paquete de caramelos de café.
La relación de este país con el cuerpo me parece singular; generalizo, ya que no veo otra forma de acercarme a una reflexión así. Desde el vamos jamás percibí eros por la calle, en las siluetas de las mujeres o en las miradas de los hombres. Desde mi perspectiva occidental con tintes rioplatenses, he visto cuerpos asexuados, carentes de sensualidad, pero quizás ahí radique mi conjetura: detrás de esa opresión, de organismos puntuales y ordenados y uniformes y circunspectos y asexuados y compactos asoma una perversidad que se insinúa puertas adentro. Pienso en el complejo universo de las geishas, en el furor del porno geriátrico, en los hikikomoris, en el machismo de pronto recalcitrante de los caballeros, en las damas que dan a luz y quedan sepultadas por la crianza del retoño único, en ciertos fetiches sexuales (la venta de bombachas usadas o de… ¡saliva!). Pienso, cómo no, en las perdurables secuelas que causa la estampida de dos bombas atómicas.
Reanudo el camino. Si bien no soy consciente de lo mucho que me queda por patear, allá voy despacio y sin prisa. Cae la tarde, se anuncia la noche y por la carretera 1, en paralelo a camiones de carga pesada y dudando de mis capacidades, llego a Mishima tardísimo con una linterna de minero en la frente. Estoy físicamente destrozado, pero feliz.
En el cuarto de hotel –idéntico a todos los que me tocan: calculado, mínimo, aséptico– examino mis pies: no hay ampollas. Preparo un baño de inmersión en una bañadera en la que entro doblado en dos y en un baño revestido íntegramente en plástico (y, como en casi todo Japón, con un inodoro cuya tabla levanta temperatura y emite sonidos relajantes). Luego reservo el hotel de mañana y me visto para salir a comer. Nunca pensé que vestirse fuera tan difícil, me siento un muñeco de Lego con las articulaciones oxidadas. Vuelvo a mirar el mapa en el teléfono y no doy crédito: once horas para cubrir 32 kilómetros a pie.
A las 7 en punto doy el primer paso. Dormí poco y mal, pero no acuso dolores. La ruta, plana, se estrena por una ciudad que me recuerda a un suburbio de Los Ángeles. Carteles de neón, tiendas de autos usados (son como de juguete, se estacionan en sitios imposibles y los modelos se llaman Pajero, Cocoa, Trueno o Moco), pocos semáforos y menos peatones. Reconozco por enésima vez algo que me llama la atención: la ausencia de tachos de basura en la vía pública. Eso me suena a la frase de un amigo español que vive en Tokio: “Aquí, lo que no está previsto no sucede”. Es simple, no hay tachos porque la gente no ensucia.
Un aguacero me obliga a refugiarme bajo un techito y prepararme para la ocasión. Ataviado con una capa de caucho me meto en la montaña y camino entre naranjos con sus frutos relucientes y arbustos forrados de papelitos blancos. El mar se muestra o se oculta dependiendo de las parábolas del sendero. Estoy solo y mi alma. Otra vez el cuerpo al borde de sus límites, mis piernas desplegando su ingeniería eficaz, testaruda y analógica. En el ápice del hambre descubro dos casitas que hacen las veces de restaurante y de criadero de anguilas y truchas arcoíris. Me honro con un almuerzo opíparo, eligiendo a dedo casi todo lo que figura en el menú y no comprendo.
Puesto a condensar el relato, pego un salto hasta dentro de unos días. Corte a: una plantación de té verde neuróticamente tusada. Avanzo a ritmo sostenido, dosificando la energía. Doy con un lugar especializado en pastas con cangrejo y café. Suena un disco de Dave Brubeck, en vinilo, a través de unos Technics quirúrgicos. La camarera, una viejita pícara y radiante, me trae la cuenta –la costumbre es presentarla boca abajo– junto a una nota manuscrita: “What do you need?”. Le explico mis planes y queda absorta, con esa cara de pudoroso pasmo que sólo los japoneses ponen, redondeando la boca y emitiendo sucesivos “oh, oh, oh” mientras se la tapan con ambas manos.
A la hora de despedirme aparece el dueño y se propone llevarme a dar una vuelta. Subimos a su Honda Fit y partimos. Nadie alrededor. El inglés de Matsumoto es muy básico, así que la comunicación progresa en saludable mutismo. Llegamos a un museo liliputiense que jamás habría descubierto. Con una reverencia grácil nos recibe el encargado, que conoce de memoria a Matsumoto. Me saco las botas y entro. Katuhiko tiene los dientes molidos, una sonrisa ancha y el pelo canoso levemente teñido de azul. En la sala de exposición hay originales de Hokusai y de Hiroshige dedicados al Tokaido. Mis dos anfitriones miran las obras y se ríen a carcajadas: uno señala a un granjero y sugiere que se parece a él, mientras otro me presta una lupa para que mire los dibujos de cerca.
De vuelta en el Fit, nos detenemos frente a un añoso cerezo en flor, luego frente a un grabado en una piedra y por último frente a una plantación de frutillas blancas. El camino por el que desfila el auto es tan angosto, que mi guía se baja, se para en medio, estira los brazos en cruz y dice: “To-kai-do”. Por acá mismo, entiendo, pasaba el antiguo trillo que surco ahora. Con un movimiento de manos Matsumoto me indica que hasta acá llegamos. “Now, you walk”, balbucea señalando sus pies. Bajo del Honda con todos mis petates, los apoyo en el piso y le doy un abrazo. Silencio. Agradezco con mi mejor “arigato gozaimasu” posible. Silencio. Creo que está llorando. ¿O es la lluvia? Porque llueve, bastante, y a él le preocupa que me moje. Emocionado doy la media vuelta y enfilo hacia Kakegawa cavilando en la relación de los japoneses con la naturaleza y en lo que falta para recostar mi esqueleto.
El dolor corporal se acentúa, de a momentos con ramalazos en algún músculo, pero ya vislumbré que no me impedirá llegar a Kioto. A la hora del desayuno, la TV del restaurante del hotel sólo habla del florecimiento de los cerezos, que causa furor en esta época del año. El timbre de voz de los conductores, vestidos estrambóticamente, se mezcla con los aspires de mis vecinos, que succionan la sopa miso vestidos con el pijama y las pantuflas que provee el hotel. Estudio la ruta y me pongo en marcha.
Y ahora, no sé por qué, vuelvo al pasado. A punto de entrar en el sendero que une Otsu y Kioto conocí a Tsujimoto. Estiraba las piernas cuando lo vi venir. Iba pausado, las manos amarradas sabiamente por detrás. En ese instante trinó un pajarito que había venido oyendo desde temprano. “Jisu”, dijo el hombre cuando intuyó mi interés. Y “jisu” de vuelta y una vez más: carcajadas niponas. Se sorprendió con mesura cuando supo que mi viaje estaba por concluir. Me contó que se dirigía al mítico Paseo del Filósofo para apreciar los sakuras recién florecidos y quiso que lo escoltara.
Caminábamos juntos a dos por hora y en admirable silencio, cercados por un bosque de bambú y de la inefable copla de los jisu. Parecíamos salidos del guión de un animé, maestro y discípulo topándose al final del trayecto y recorriéndolo a dúo. Los bambúes se rozaban entre sí creando una música como de flautas. En la ciudad nos esperaban miles de cerezos en eclosión, su lluvia blanca salpicando el río Sanjo –última parada del Tokaido–, japoneses montando picnics debajo de los pétalos, recién casados posando junto a una rama rosa y parvas de turistas armados hasta los dientes con celulares y cámaras y teleobjetivos y flashes y trípodes y selfie sticks.
Desde que imaginé este viaje supe que desandaría el camino desde Kioto hasta Tokio a bordo del Shinkansen, el famoso tren bala, a 300 por hora. Me trepé al vagón número 8 y me instalé sobre la ventana, al lado de un hombre de negocios que sorbía café frío. Quería ver cómo desfilaban ante mis ojos los 500 kilómetros que separan una ciudad de la otra. Sin preámbulos la máquina se puso en marcha y enseguida entré en estado de trance: reconocí acá o allá, entre serpenteos, un puente, la entrada de un templo, la cima de una montaña y no mucho más. Instantes epifánicos, imposibles de fijar o retener, que proporcionaban fruición.