Criada en la extrema pobreza, Alejandra “Locomotora” Oliveras se propuso reinventar su vida; hoy, ya retirada del boxeo e inclinada hacia la política
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-Yo siempre gané. Hay tres peleas que me robaron, pero en verdad arriba del ring estoy invicta.
Alejandra “Locomotora” Oliveras posa para LA NACION y tira unas piñas al aire con sus guantes rojos, que combinan con su rouge. Hace pocas horas, después de entrenar y de reunirse con un sponsor de su gimnasio, la seis veces campeona mundial de boxeo fue a la peluquería. Quería peinarse especialmente para la entrevista. También se maquilló, aunque “no lo suficiente”, se lamenta.
No quiere posar sentada, solo parada, en movimiento y con los puños en alza. Quizás porque así se enfrenta a la vida, a los golpes de la vida que, según dice, son mucho más fuertes que los golpes del ring.
Oliveras tiene 45 años, está retirada del boxeo profesional, aunque sigue entrenando. Tiene dos hijos que viven en Santa Fe, dos gimnasios de boxeo en esa misma ciudad -uno gratuito, ubicado en un barrio vulnerable-, pero hace dos semanas decidió mudarse a Buenos Aires, más específicamente a Villa Devoto. ¿Por qué? Porque quiere empezar su carrera política de la mano de Patricia Bullrich. “Yo fui a buscarla a ella. Le conté mi vida y le dije que me gustaría ayudar a la gente, salvar vidas a través del deporte, porque el deporte a mí me salvó la vida”, cuenta, ahora desde la cafetería del gimnasio, donde se pide un omelette y un pollo grillado con queso, a pesar de que antes de salir de su casa almorzó atún. “Como algo de carne o huevo cada dos, tres horas”, explica.
“No podés pelear ni con tu sombra”. De campesina a campeona mundial
Oliveras tenía 16 cuando luchó por primera vez. Era flaquita, pesaba 50 kilos. Era, dice ella, “una nena”. Pero una nena que sufría violencia de género.
-A los 14 me enamoré y fui mamá a los 15. Quise juntarme con esa persona porque yo quería tener una familia, y ahí empezó el infierno mismo. Me pegaba por cualquier cosa. Pasé dos años sufriendo, llorando. Pero una vez le pegó a mi hijo y ahí dije: “Basta, no quiero esta vida, prefiero estar muerta que seguir así”. Y decidí devolvérsela.
-¿Y cómo hiciste?
-Cuando él no estaba, empecé a entrenar. Bue, entrenar… A escondidas, en la piecita en la que vivíamos, hacía flexiones de brazos. Al principio, tres, después siete, al final ya hacía 20. Un día vino a pegarme y le pegué una piña yo. Esa piña nació del dolor, de la impotencia, del alma, no de mi mano. Porque yo era una niña. Me salió esa fuerza que tenemos todos en el corazón, que utilizamos en situaciones extremas.
Esa noche, Oliveras y su hijo se mudaron a la casa de los padres de ella, un chalet precario donde todavía vivían algunos de sus siete hermanos, en Alejandro, un pueblo cordobés, que no superaba los 5000 habitantes. En Alejandro no había gimnasio, mucho menos entrenadores, pero, de todas formas, fue allí donde ella se convirtió en boxeadora profesional. Su carrera empezó casi sin que se diera cuenta, gracias a las vueltas del destino.
Oliveras había dejado el colegio luego del embarazo- Hacía changas para vivir. Hasta que consiguió trabajo en la radio del pueblo leyendo al aire las noticias de los diarios. “Un día leí que Mike Tyson había salido de la cárcel. Y yo era fanática de Tyson. Entonces dije al aire, como una ironía: ‘Ay cómo me gustaría ser boxeadora, yo me animo, yo pelearía, yo me subiría a un ring’. Pero para mí era como decir: ‘Quiero ser Britney Spears, ¡nada que ver! -se ríe-. Me escuchó un ex boxeador que estaba en el pueblo visitando a unos familiares, llegó a la radio y dijo: ‘¿Quién dijo que quiere boxear? ¿Vos? Yo te hago pelear’. ¡Y armó un festival de boxeo en el pueblo al mes!”
El árbitro era el carnicero. Los competidores, trabajadores del campo y del pueblo. Y las únicas mujeres anotadas para pelear eran Oliveras y una vecina que se había ganado el apodo de La Yarará, por su carácter y porque acostumbraba a pelear en la calle.
-¡Tenía un miedo! Pero cuando sonó la campana me explotó el corazón. Sentí una adrenalina tan fuerte. Esa noche no sentía que peleaba contra ella, sino que vencía mis propios miedos: vencía a esa pobre chica que no tenía para comer, esa chica que no tenía zapatos para ir a la escuela, a la que la mordían los ratones, que la discriminaban en el aula por ser pobre. Vencía a esa mujer golpeada. No sabía pelear, le pegué rodillazos, ella me pegó rodillazos a mí. Pero le gané. Y sentí algo que nunca había sentido. Ahí dije: Quiero ser boxeadora.
Vos seguías viviendo en Alejandro, seguías siendo pobre, tenías un hijo. ¿Cómo te convertiste en boxeadora profesional?
-Vino el segundo hijo primero -se ríe-. Yo me enamoro enseguida, ese es el problema. Al tiempo, la convivencia se complicó y nos separamos. Pero yo ya tenía el deseo en mi corazón de ser boxeadora. Trabajaba en la radio y fui a buscar un entrenador a Adelia María, un pueblo cercano. El primer día que me vio me dijo: “Vos no estás en condiciones para pelear ni con tu sombra”. Pero después notó mi entusiasmo. Entonces yo, tres veces por semana, me subía a mi motito, iba a entrenar y volvía. Era un gimnasio donde solo había hombres.
-Y ¿cómo te recibieron esos hombres?
-Algunos me decían que me fuera a lavar los platos. Otros, en otro gym, decían: “Esta no es mujer”, “esta es travesti”, “esta es puto” o “seguro es lesbiana”. Era horrible, me sentía mal porque lo peor que te puede pasar es que te discriminen. Una vez, estaba entrando a un gimnasio y un hombre me vio y escupió el piso, como diciendo “me das asco”, y eso fue tan fuerte para mí, tan horrible. Pero ese año aprendí la disciplina. El boxeo no es voy y me revuelco con la vecina, no, es disciplina. Tenés que aprender qué comer, estudiar, entrenar, dormir las horas necesarias. Es deporte y es un trabajo también.
-Ahí empezaste a pelear en otras ciudades. ¿Ganabas?
-Siempre. Rompía todos los esquemas, porque iba de visitante y le ganaba a las invictas de otras ciudades. Todos se mataban de la risa cuando me veían porque tenía el pelo bien rubio y los labios rojos. Y pensaban: “Esta viene para que la mates”. Pero después peleaban y yo ganaba. Capaz que me hacía 600 km para ganar $18, y con eso me compraba un café con leche y dos medialunas. El amateur es así, no ganás dinero, no ganás nada.
-Hasta que ganaste tu primer cinturón de campeona mundial (en 2006), me imagino
-Gané 2800 dólares, pero no pude hacer nada porque me los robaron cuando volví a la Argentina. Estaba entrando a casa y había dos tipos esperándome con un cuchillo. Me largué a llorar. Ni un asado me hice con la plata de México. Me robaron la plata que había ganado en toda mi vida. ¿Sabés la bronca que tenía? Pero mi vida valía más que eso. Además, me robaron el premio, pero no el orgullo de ser campeona del mundo.
Pocos días antes de esa pelea, que marcó el rumbo de su carrera internacional, Oliveras vivió uno de los hechos más traumáticos de su vida: encontró a su marido engañándola con su hermana. “La persona que más amaba en la vida me traicionó. Así son los golpes de la vida, uno nunca se imagina algo así. A él no lo perdoné, a mi hermana con el correr de los años, sí.
-¿Y cómo te afectó? ¿Pensaste en no presentarte?
-No, lo que me pasó fue terrible, pero no dejé de entrenar. Es más, entrenaba más para no llorar, para no tirarme en la cama, para no pensar. Yo creo que lo malo que te pasa vos siempre lo podés transformar. En vez de afectarme, me fortaleció. Salí a pelear el título del mundo y lo gané.
Ya compitiendo a nivel mundial, Oliveras entrenaba más de nueve horas por día y se despertaba todos los días a las 4. Para mantener a su familia, daba clases por la tarde. Había hecho el instructorado de boxeo y de personal trainer. Su vida se transformó en la de una atleta de alto rendimiento, pero también debía criar a sus dos hijos por su cuenta.
-A tus hijos, ¿los veías?
-A la mañana, cuando les hacía el desayuno después de mi primer entrenamiento, y a la noche. Vivíamos en Córdoba capital. Aprendieron a lavarse la ropa, a cocinar. No había otra, tuvieron que hacerse hombrecitos desde muy chiquitos. Sino, íbamos a seguir viviendo en la pobreza, y yo no quería esa vida para nosotros. Ellos sabían que lo que yo hacía lo hacía por ellos también. Y siempre me decían: “Mamá, luchá por tu sueño, como nos enseñaste”. Cuando uno lucha por un sueño deja muchas cosas de lado.
-¿Qué otras cosas dejaste de lado?
-Festejar navidades, ir a cumpleaños, festejar mis propios cumpleaños. Ir a las reuniones de padres en la escuela, disfrutar con mis hijos, verlos crecer. Sacrifiqué mucho. Pero cuando vos tenés un sueño, vale la pena. A mis hijos les pude dar educación, les pude dar zapatillas. Yo conocí un par de zapatillas a los 16 años, antes andaba en alpargatas. Soñaba con un asado, con una milanesa, con un helado, con tener una casa. Y al final pude tener todo eso.
-¿Cuándo llegó todo eso?
-Mucho después de ser campeona del mundo. Con la televisión, con los sponsors, publicidades. El boxeo lo hice por pasión, pero no da plata en sí. Ninguna boxeadora en el mundo es millonaria. En 2018 abrí mi gimnasio en Santa Fe, donde trabajan mis dos hijos. Pude hacer plata. También doy charlas motivacionales por todo el país y soy entrenadora personal. Ahora, si me quedo en Buenos Aires, voy a poner un gimnasio acá.
En la cafetería desde donde habla, la reconocen todos. No solo los mozos, que acostumbran a recibirla, sino también los comensales. De todas las mesas, al verla levantarse de la suya, alguien se para a saludarla o a pedirle una fotografía. “¡Qué lomazo!”, le dice Oliveras a una mujer que practica fisicoculturismo que se acerca a hablarle, y ambas se ríen. Ella está acostumbrada a recibir comentarios de aliento por la calle, en el supermercado, en todos lados. “Ven mis videos motivacionales de Tik-Tok, de Instagram, las entrevistas que me hacen, y después muchos me dicen gracias, que les cambié la vida, que gracias a mi mensaje decidieron adelgazar, dejar el cigarrillo, empezar a ejercitarse”, cuenta.
En su momento, ella también tuvo quien la inspiró. Se trataba de un hombre de 89 años que había sido el entrenador de Monzón y de otros 13 campeones mundiales de boxeo: Amílcar Brusa.
-Yo fui a buscarlo para pedirle que me entrenara. Él pensaba que la mujer no tenía que boxear. Pero cuando me vio pelear, me dijo: “Nena, yo te voy a sacar campeona del mundo”. Él tenía 89, era multimillonario, no necesitaba entrenar a nadie más, pero tenía pasión por lo que hacía. Y, después de dos años de pelear y subir en el ranking, gané el cinturón. Yo había perdido la ilusión después de una pelea injusta con la Tigresa Acuña. Ella me había pegado en la nuca y me había robado el cinturón. Conocí a Brusa y recuperé la vida. Él me decía: “Te puede traicionar tu marido, una amiga, tu patrón. Pero el gimnasio nunca te va a traicionar. Si vos entrenás, nadie te puede ganar”. Estos laureles que tengo tatuados acá -dice, y levanta su bíceps- son por él, porque son su logo. Me los hice apenas saqué el título del mundo y se los mostré. Brusa fue para mí un ángel que Dios me puso en la vida.
-En general, existe la idea de que la carrera de los boxeadores termina en tragedia. Pero tu caso parece ser distinto.
- En parte, ese mito es verdad. Yo creo que tiene que ver con que el 100% de los boxeadores venimos de la pobreza. Fijate Mike Tyson, Muhammad Ali, Monzón. Canelo Álvarez. Entonces, si venís de la pobreza, sin cultura, casi sin educación, y de pronto te encontrás que sos millonario, vienen los amigos del campeón, te roban, te ofrecen drogas, es muy difícil. No es mi caso porque yo soy una persona que, dentro de todo, siempre supo lo que está bien y lo que está mal. Crecí alejada de la violencia. Yo desde chiquita sabía que nací para ser feliz, y somos lo que mamamos de chicos. A mí nadie ni se me acerca a ofrecerme un pucho porque los sacó corriendo. Además, millones no tengo -se ríe-. Yo dejé el secundario cuando quedé embarazada pero después lo terminé en una escuela nocturna e hice instructorado. La educación es muy importante. Por eso, en mi gimnasio le exijo a los niños como única condición para anotarse que traigan la libreta escolar. Si abandonan la escuela, no pueden boxear, eso es importante y es un incentivo.
¿Cómo empezaste a relacionarte con la política?
-Mirá, yo nunca tuve bandera política, siempre lo dije. Pero cuando la vi a Patricia Bullrich en pandemia luchando para que abrieran las escuelas, para que abrieran los comercios, me encantó. Me gustó también su gestión como ministra de Seguridad, cómo iba al frente combatiendo a las bandas narcotraficantes, a los delincuentes. Y dije: “Esta mujer tiene ovarios, va para adelante” Yo recorro el país de punta a punta dando charlas motivacionales y veo que estamos peor que nunca, hay más violencia, más inseguridad, más hambre que nunca, más hambre. Entonces la fui a buscar.
Actualmente, Oliveras recorre barrios y ciudades junto a Bullrich, que protagoniza su propia precampaña electoral como una de las caras más visibles de Juntos por el Cambio. A Olivera, dice ella, no le ofrecieron ningún cargo, pero le gustaría, en caso de que su nueva líder llegara a la presidencia, ser parte del Ministerio de Deporte. “Este año abrí un gimnasio gratuito en Santa Fe donde ya hay inscriptos 500 chicos y chicas que están aprendiendo a boxear, sin el apoyo de ningún partido ni de la intendencia. El deporte es el enemigo de las adicciones, de las drogas, de todas las drogas. Es enemigo de la violencia. Creo que mi misión, después de ser campeona del mundo, es cambiar vidas: sacar a chicos de las drogas, de la calle, a través del deporte”, dice.
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