El debut
Sentada en el umbral del viejo edificio con puertas de hierro ubicado junto a la farmacia de la esquina, ella mira a todos desde abajo y llora un llanto sin remedio
Son las 11 del sábado y en los locales de moda están colgando los pantalones y los sacos de otoño. Yo llevo en mi cartera la maravillosa edición publicada por Sexto Piso de El viento ligero en Parma, de Enrique Vila-Matas. Devenido señalador, el ticket del supermercado está alojado en la página 52. El capítulo se llama Sobre la angustia de hablar en público: "Llega el día en la vida de muchas personas en el que se ven obligadas a hablar en público por primera vez", dice en el comienzo.
La gente va y viene por la avenida con las compras de fin de semana. Sentada en el umbral del viejo edificio con puertas de hierro ubicado junto a la farmacia de la esquina, ella mira a todos desde abajo y llora un llanto sin remedio.
Hoy es su debut.
La pollera colorida, los zapatos limpios, el pelo atado. Juntó energía y decidió salir al ruedo. Después de pensarlo bien, después de buscar lo que no logró conseguir, hoy se dijo que iba a animarse a poner el cuerpo en la calle, a decir esas palabras que casi nadie oye entre el ruido inmenso de la ciudad.
Tomó el Sarmiento, miró el paisaje, muda, por una ventana rota. Sus ojos perforan a los transeúntes como la sórdida pluma de Emil Cioran: "Hay miradas femeninas que tienen algo de la triste perfección de un soneto".
Estira su mano, estoy apurada. Me distraigo unos minutos con otros asuntos: la bronca que me provoca la larga fila del cajero automático del banco; el celular que se corta, no hay señal, nunca funciona; la oportuna oferta del Sudoku –tan de moda en el Legislativo- en el folleto que vuela por el aire con la dirección de la juguetería...
Camino rápido, pero más rápido me angustio y más me reprocho el descuido de haber dejado atrás a la mujer. Frente a la vidriera en la que finalmente me detengo, cuestionándome el vicio urbano de andar en piloto automático por las avenidas, una chica mucho más relajada aprieta su teléfono entre la oreja y el hombro. Se detuvo para comentarle entre bocinazos a una amiga las razones por las que no entiende el modelo. "Es que son tan extraños los sacos de esta temporada. Todos extra large, te los ponés y desaparecés."
Transparente para la mayoría, la chica con el brazo estirado sigue sentada en el escalón, frente a la puerta de hierro. Vuelvo para decirle algo, sin saber qué:
–Es que hoy es mi primer día –dice ella primero, y esconde la cara entre las piernas–. El primer día que salgo a pedir para comer.
Le respondo estupideces: que si no quiere que le compre alguna cosa, que si le traigo agua, un café. Le pido el teléfono, me lo escribe en un pañuelo de papel por si me entero de algún trabajo que ella pueda hacer para indemnizar el dolor que no debiera pertenecerle. ¿Por qué me agradece cuando nos despedimos mientras yo ni siquiera puedo digerir la impotencia de no saber qué hacer frente al llanto inesperado de un desconocido al que nadie abraza? Por qué nuestro día va a continuar así, cada una por su lado, otra vez rumiando que la injusticia no termina.
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