El daño que puede ocasionar un caniche
Esta es una clienta que tiene su casa en venta desde hace mínimo cinco años. Vieja clienta. Tiene un corralón famoso en la zona y lo administra con espíritu y actitud de albañil. Ella y su marido. A veces voy a comprar materiales a su corralón. Tanto ella como él tienen esa forma "albañileril". Pero ella más. O quizá sea que a ella se le nota más. Rubia, con algunas curvas a pesar de la edad, cuidadosa por demás en su imagen, y vendiendo ladrillos...
En todo este tiempo vi crecer a sus hijos, que ya no viven más con ella. La hija se casó y desapareció. Y el hijo se dedicó a la distribución de embutidos, se mudó a vivir solo y cada tanto reaparece, montado a un utilitario de última generación. También vi nacer al hijo de su empleada, que camina hace dos años y al cual mi clienta llama "mi nietito".
Hasta el año 2015, podría decir, se trataba de mi mejor clienta. Me llamaba dos veces por semana, filtraba la pileta todos los días, le ponía absolutamente todos los productos que hacen que el agua se mantenga en óptimas condiciones, y hasta se preocupaba por las odiosas adherencias que suelen formarse en las piletas que, como todas las de la zona, se llenan con agua colmada de sarro.
En realidad, todo empezó a desmoronarse un poco antes, cuando le compré un auto que resultó tener algunos vicios ocultos graves, nunca declarados, cosa bastante traidora de su parte.
Sin embargo, fue recién a partir de 2015 que nuestra relación empezó a cambiar verdaderamente. ¿Falta de fondos para mantener la pileta? ¿Cansancio de verme tan seguido? Por esa época enfermó su padre, y murió. Eso no debe haberla ayudado mucho a estar atenta a la pileta. No sé. Siempre hay muchas posibles causas para un cambio. Lo cierto es que desde entonces mis visitas no son tan frecuentes, que ella no se ocupa como debería y que a veces, confieso, limpio su pileta con evidente desgano.
Y ayer, día bastante nublado, y de breves momentos de lluvia, pasó lo que puede ser el verdadero comienzo del fin. Uno de sus caniches (tiene tres) me mordió. Quizá no me reconoció, todo mojado como estaba. O no me quiso reconocer, anticipándose a lo que en poco tiempo más va a hacer mi clienta, como si adivinara el pensamiento de su ama. Entraba yo con la bomba en una mano y las mangueras en la otra, indefenso por completo, y el perrito, que normalmente ladra como poseído por la fuerza de sus ladridos, aprovechó: tarasconeó y mordió. No mucho, pero mordió. Ni siquiera llegó a lastimar, me quejo un poco gratuitamente, pero, en mi afán de liberarme, me obligó a sostenerme un instante en una sola pierna, sacudiendo la otra (para alejarlo, para patearlo), y entonces mi ya maltrecho menisco se resintió, y ahora duele. Después, mi clienta se acercó, pidió disculpas, ofreció sanarme. Pero el daño ya estaba hecho. Es interno. Es, en cierta forma, irreversible. Años de trabajo que terminan condensados en esa escenita del caniche lastimando un menisco.
-Mucho hielo, esta noche-se repiten, ahora, como un mantra, las palabras de mi clienta.
¿A qué se refería? ¿Llegué a hablarle del menisco, del daño interno? Nada indica que sea saludable perder un trabajo en esta época. Pero allá voy, como un campeón, cargando una bolsa de hielo. O quizá me eche cuando venda la casa. ¿Cuánto puede faltar? ¿Cinco años más? Nunca se sabe.