El cura argentino que apadrina jóvenes inmigrantes en Nueva York
El sacerdote Fabián Arias es tutor de latinos sin papeles, para que no sean deportados
NUEVA YORK
Cuando Fabián Arias se acercó al sacerdocio hace 35 años en la Argentina no pensó que iba a tener 27 hijos. Así les dice, mitad en broma, mitad con cariño, a un grupo de jóvenes de América latina que ingresaron a los Estados Unidos sin documentos y que llegaron, en los últimos años, hasta la iglesia luterana de San Pedro en pleno centro de Manhattan. Allí, Arias no sólo es el pastor de la congregación de habla hispana, sino también el tutor legal de muchos de estos chicos.
A simple vista, la misa en español de los miércoles a la tarde parece más una clase a la espera de su profesor que una ceremonia religiosa. Es porque Arias se sienta en uno de los bancos de la capilla, como el resto de los asistentes, mientras alguno de ellos lee el texto preparado para la liturgia. El pastor hace chistes, los deja comentar la lectura del Evangelio, les pide que compartan alguna sensación o experiencia personal. “Somos divertidos, ¿viste?”, sonríe una señora argentina que viene a las reuniones, orgullosa del sentimiento de comunidad del lugar.
La iglesia de San Pedro, ubicada en la esquina de la avenida Lexington y la calle 54, es desde sus inicios un lugar de inmigrantes. En un principio, de los alemanes que la fundaron hace 150 años. Ahora, de las comunidades más variadas: en la misa en español se escuchan acentos caribeños y rioplatenses; luego asisten personas de distintas etnias. “Tan amplia como las orientaciones sexuales, las razas, las nacionalidades y los idiomas”, sostienen desde la institución, que durante junio, mes del Orgullo Gay, lució la bandera arcoíris en su puerta. No es más que una pequeña representación de la diversidad característica de Nueva York.
Con esa mezcla abrumadora de colores, idiomas y estilos de vida se encontró Arias por primera vez en 1989, cuando llegó a los Estados Unidos para estudiar con una beca del Rotary Club. Había ingresado al seminario en Buenos Aires a los 17 años, pero lo dejó antes de ordenarse. Cuando llegó a Nueva York, fue directo a Times Square. “Fue descubrir un mundo diferente que estaba basado en la diversidad, en lo multicultural”, recuerda ahora, a los 53 años. Venía, claro, de un país en el que el catolicismo es amplia mayoría. Todo lo contrario a lo que halló en la Gran Manzana.
Conoció entonces la iglesia luterana y vio por primera vez las dificultades de los inmigrantes que buscan regularizar su situación en los Estados Unidos. Luego volvió a la Argentina, a trabajar en la catedral de Neuquén y en el colegio Nuestra Señora de Luján en esa provincia. A finales de la década de 1990 viajó nuevamente a Nueva York y le tocó ser uno de los miles de inmigrantes en la ciudad.
Historias difíciles
Hermes Espinoza cruzó la frontera en 2006. Tenía 16 años y escapaba de la discriminación que sufría en el estado mexicano de Guerrero por ser homosexual. No tenía ningún papel para residir de forma legal en el nuevo país en el que acababa de entrar. A pesar de eso, logró llegar a Nueva York, donde un amigo le comentó sobre la iglesia de San Pedro.
“Buscaba un tutor y no podía conseguirlo”, recuerda Arias sobre el momento en el que apareció el adolescente. El pastor, ordenado finalmente en 2003 en la iglesia luterana, llevaba años relacionado con gente que provenía de México. Había estado a cargo de una parroquia en el Harlem, rodeado de una comunidad mayormente indocumentada.
Desde allí, Arias había empezado a trabajar con organizaciones en temas de inmigración. El objetivo: evitar las deportaciones y dar a los miembros de la congregación un marco legal para su estada en los Estados Unidos. No era el primero ni el único que lo hacía. El principal antecedente de este tipo de iniciativas es el movimiento Santuario, que surgió en los años 80 cuando un reverendo de Arizona decidió proteger y dar asilo a inmigrantes centroamericanos.
La llegada de Espinoza a la iglesia coincidió con la ampliación, por parte del Gobierno, de un estado inmigratorio comúnmente conocido como visa juvenil, destinada a los menores de 21 años que no tienen documentos y que han sufrido abusos, abandono o descuidos en su país de origen. En esos casos, la justicia considera que el niño o la niña no puede retornar, porque va en contra del mejor interés para él o para ella. Sobre todo, no pueden ser reunificados con sus padres. Sin embargo, si logran tener un tutor legal en los Estados Unidos, es posible que reciban el permiso de residencia y puedan trabajar legalmente.
El caso de Espinoza fue tratado bajo esa ley y Arias obtuvo la custodia. Diez años después, el joven es más feliz, pero el proceso no fue fácil. Los cambios culturales hicieron que el proceso de adaptación fuera complicado. “Cuando terminó el secundario hizo un quiebre. Estuvo perdido. Ahora agarró el rumbo”, relata el pastor. Después de mucho tiempo, el joven viajó igualmente a México para ver a su familia. Es artesano y quiere hacer diseño de moda. A eso se quiere dedicar en la universidad.
“Ya son tantos… Darwin, de Honduras. Perdió un dedo en un accidente laboral acá. Brian, mexicano, vino por una situación familiar. Gloria, con un niño… Queremos que tenga sus papeles y pueda pedir la ciudadanía. Octavio ahora dice que quiere volver, comprar un campo, tener ganado. Wendy…”, enumera Arias. Son muchos. Algunos están bajo su tutela. Otros, en casas de familias que se han hecho cargo. La última camada de jóvenes llega, sobre todo, de Guatemala.
Ninguna de sus historias es sencilla. Si lo fuera, su protagonista no habría conseguido la visa juvenil. Juan Carlos González tiene 19 años y hace cuatro entró por Arizona, en la frontera entre México y los Estados Unidos. En el desierto, ya en territorio estadounidense, lo capturó el servicio de inmigración una madrugada. Por menor de edad, le dijeron, podía quedarse. “Me dejaron. Me sacó un amigo de la familia”, recuerda. Luego empezó el proceso para resolver su situación y evitar la deportación. Todo lo relacionado con los casos de inmigración le daba miedo. Pensaba pagar para poder regularizar su estado, pero encontró otra solución. “Yo iba a la iglesia, me encontré al padre, hablé con él. Le conté mi caso, mi historia y me dijo que él podía ser mi guardián”, relata.
El trámite se resolvió el año pasado. Desde entonces, las organizaciones cercanas a la iglesia han peleado por su caso y lo mantienen al tanto de cada avance en el tema. González asiste al colegio y trabaja en un restaurante. “Yo estaba más o menos. Ahora ya tengo el permiso de trabajo y todo es muy diferente. Con los estudios, también. En Guatemala, no tenía la oportunidad de estudiar. Aquí puedo trabajar y estudiar al mismo tiempo”, celebra y reconoce que es mucho esfuerzo, pero su plan es seguir haciéndolo. Le cambió la vida. “Todo salió bien”, respira.
Empezar de nuevo
“Todos vienen con la responsabilidad de saber que tienen que trabajar para sostener a su familia”, señala Arias. Todos lo hacen. Tienen un empleo gracias al estatus migratorio y envían dinero a sus países. Lo que les queda, en algunos casos, va destinado a pagar una pieza o simplemente comer.
Algunos viven solos. La dirección presentada ante la justicia suele ser la de Arias, pero él no vive con ninguno. Hay chicos que viven con familias, porque el pastor y las organizaciones que trabajan en esta comunidad siempre buscan guardianes para ellos. Eso tampoco es una tarea fácil. “Mucha gente llama porque piensa que va a recibir plata del gobierno mientras hace algo generoso”, apunta él. Es porque en los Estados Unidos, los padres de crianza temporal cobran por cada niño o niña que cuidan. Pero Arias insiste en que no hay nada de eso cuando se trata de dar asilo a estos jóvenes. “Todo lo contrario. Hay que estar con los chicos, a veces incluso económicamente”, agrega.
En la transición, también es esencial el acompañamiento terapéutico, porque la depresión puede afectarlos. “Hay que estar con ellos hasta que levanten vuelo. Hay chicos que vienen de un contexto de discriminación muy fuerte. Tienen que descubrir la autoestima, el respeto”, subraya el pastor argentino.
En ese panorama, uno de los aportes más útiles es el que hacen las escuelas, que tienen programas especiales para inmigrantes e indocumentados. Algunas dan desayunos y almuerzos. Una de estas instituciones es la secundaria Liberty, en el oeste de Manhattan, orientada precisamente a los recién llegados. Sus estudiantes vienen de casi 50 países y hablan unos 30 idiomas distintos. Por eso, preparan una currícula enfocada en la adaptación al inglés.
Arias afirma que desde la escuela lo llaman con frecuencia. Una reunión de padres, una llegada tarde parte de uno de los chicos… Las razones van cambiando. Pero al final los jóvenes progresan.
Todos los casos se han resuelto favorablemente. Desde las organizaciones, asegura Arias, tratan de ser “muy prolijos y atentos”. A veces, de todas formas, se encuentran con alguna dificultad. Por ejemplo, el caso de Gloria fue presentado 20 días antes de que cumpliera los 21 años. El juez lo demoraba. “Pero estaba todo presentado en orden y no tuvo otra que aprobarlo”, se alegra el pastor.
En alguna de las presentaciones, la jueza a cargo del caso quiso saber más. ¿Cómo podía ser que otra vez estuviera frente a ella el mismo tutor? “Lo que ellos tratan es que esto no sea un fraude y que los chicos realmente sean atendidos”, explica Arias. Tuvo que puntualizar uno por uno los casos y mencionar los ejemplos de los chicos que ya tenían una green card, la tarjeta de residencia. Como Hermes Espinoza, algunos ya planifican su vida en el país.
Michael, de Ecuador, espera ser el próximo. Recientemente, pasó por las oficinas del servicio de inmigración para que le tomaran imágenes para su futura documentación. Ahora le toca esperar unos meses hasta que el trámite finalice.
Él tiene 20 años y lleva cuatro en territorio norteamericano. Llegó con visa de turista y se quedó a pesar de que el permiso caducó luego de un tiempo. “Pasó algo muy feo con mi hermano. Él falleció”, relata sobre su vida en su país de origen y los motivos para estar en los Estados Unidos. Con su familia tomaron la decisión de quedarse en Nueva York para estar bien. “Porque allá (por Ecuador) no iba a estar bien. Entré en depresión. Pasaron muchas cosas...”.
El joven también conoció a Arias en la iglesia. Una psicóloga, consejera de la escuela, le había recomendado acercarse a la comunidad que tenía misas en español. Mientras espera la resolución de su caso, trabaja en un restaurante como camarero y estudia para terminar el secundario. Está en el último año. “Voy a seguir Economía en el college”, se esperanza.
Presente complicado
Ahora, el equipo trabaja en el caso díficil de una adolescente. “No está muy claro por qué vino ni para qué”, admite Arias. Lo importante, explica, es la forma en la que se presentan todos los papeles ante la justicia, pero también la historia que hay detrás de la petición: “Si cada menor que viene al país lo hace porque en el suyo hay pobreza, eso no está fundamentado”.
Los pasados de violencia o de discriminación posiblemente justifiquen de forma más clara cada presentación, porque la visa juvenil es una alternativa que buscan las organizaciones para que estos chicos y chicas puedan proyectarse. “Dios no me dio la bendición de tener hijos, pero estos chicos son los que cualquier padre quisiera tener. Son responsables, educados, estudiosos... Una maravilla”, concluye Arias. En una comunidad en la que, según el pastor, el 80 por ciento de las personas son inmigrantes indocumentados, no faltan las historias difíciles de latinoamericanos que arribaron en busca de una vida mejor.
Marta llegó hace 17 años desde la Argentina. No ha salido del país desde ese momento, porque quedaría registrada su estada sin papeles y no podría volver. Recién pudo ver a su hijo nuevamente el año pasado, cuando el hombre viajó para reencontrarse. Otro caso es el de Horacio, de Jujuy. Su madre falleció en febrero pasado. Fue algo repentino. Él no pudo viajar. “Esta gente no puede salir. Hay mujeres que dejaron a sus hijos durante la crisis y que han podido hacer mucho desde acá. Piensan en volver, pero los contextos económicos en la Argentina son tan vulnerables…”, indica el pastor.
El primer caso fuerte que enfrentó Arias cuando empezó a trabajar en temas de inmigración fue el de un matrimonio argentino. “El tema es más duro porque cuando es tu propia familia, lo sentís más cercano”, dice quien guarda en su oficina paquetes de yerba mate y tazas con el logo de River Plate a más de 15 años de haber llegado a Nueva York.
En aquel primer caso, los agentes de inmigración habían detenido a un hombre en Nueva Jersey. Tenía número de seguro social y licencia de conducir falsos. Sin embargo, su pareja y él tenían una hija nacida en los Estados Unidos. Entonces, la defensa se enfocó en la Constitución, que consagra el derecho de sus ciudadanos a estar protegidos, y lo mejor para la niña, razonaron los abogados, era estar con su padre. Ganaron el caso.
El panorama que enfrentan las comunidades de la iglesia se ha oscurecido especialmente a partir del 20 de enero pasado, cuando Donald Trump asumió la presidencia. “Lo que más complica es la incertidumbre, sumado a una fuerte intencionalidad de tratar de desarticular todos los programas que protegen incluso al propio estadounidense”, sostiene Arias. Para él, no es que antes fuera todo sencillo, sino que el cambio de color político en Washington “genera un marco de ansiedad” para estos inmigrantes, debido al discurso “tremendamente agresivo” contra ellos, que no ha cambiado desde la campaña electoral.
“Está claro que se los va a buscar y que para el que entró después de 2014, no habrá nada”, considera el pastor. La situación varía entre cada estado. En los que comparten frontera con México, las redadas de los agentes del Servicio de Inmigración se han intensificado. En Nueva York, uno de los distritos más amigables, las comunidades igualmente tienen miedo. “Hay gente que no quiere viajar a Nueva Jersey. Hay gente que ha dejado de recibir los cupones de comida para no dejar que el gobierno tenga datos de ellos”, cuenta.
A Arias, el panorama le preocupa, pero no lo desanima. Su objetivo es buscar alternativas para ayudar a estas comunidades y las razones que lo motivan están estrechamente relacionadas con su actividad como pastor. “Cuando una ley pone la dignidad del ser humano por debajo, tiene que haber una ley que sea superadora”, sentencia. Para él, que viene de una formación religiosa, esa es la ley del evangelio.