El castigo de la Puna
El estampido resonó entre los cerros, repitiéndose en ecos que el viento llevaba y traía.
-Ya basta, compadre. Vámonos.
El otro se calzó la escopeta al hombro y continuó andando, sin dar muestra de haber oído. Eran dos los que marchaban por los senderos, gastando la suela de los zapatos y sudando bajo el ala de sus sombreros. El sol caía a plomo sobre la tarde. Las crestas picudas de la montaña se recortaban sobre un cielo tan azul, que dolía mirarlo.
-Una más –porfió el que llevaba el arma-. Esta no cuenta, se nos escapó.
El que había hablado primero se mordió el labio.
-Ya van dos que se escapan heridas. Mala señal. Vámonos, digo –insistió.
Los seguía una mula vieja que cargaba en su lomo alforjas llenas. El pobre animal resoplaba, agotado de calor. El cielo causaba vértigo, girando cóncavo sobre sus cabezas. Pronto las sombras se alargarían sobre ellos.
-¿A qué le tenés miedo? ¡Si estamos solos!
Un silbido agudo y lejano pareció contrariarlo, y el segundo cazador se estremeció.
Solos, no estaban.
-¿Escuchaste?
-Nada. Sigamos hasta dar con el rastro. Una más, te digo.
En la cabeza calenturienta del primer hombre retumbaba una frase, sostenida en boca de los antiguos. "No caces vicuñas con armas de fuego". Caminaron durante una hora, sin ver más que huellas en su andar, hasta que por fin, en la ladera, un vellón blanco relumbró como puñadito de sal.
-¡Ahí! –gritó el primero, y apuntó con una sonrisa-.¡Ésta no se me escapa!
El tiro salió estruendoso, rebotó entre las piedras y la vicuña se desvaneció en el aire.
-¡Pucha carajo! –se lamentó el cazador fallido-. A ver si apuntás vos ahora, estoy de malas.
Sólo el viento silbó una respuesta. El hombre se volvió, fastidiado, y su reproche se congeló en horror. Sobre el arenal, la sangre de su compañero bajaba en hilos la pendiente. Tenía los ojos azules ahora, pues la muerte les reflejaba el cielo.
-¿Cómo pudo ser? –clamó desesperado.
Había apuntado hacia la vicuña, estaba seguro. Ahora debería bajar con el cuerpo de su compadre cargado en la mula. ¡Y que Dios lo librara de las acusaciones que le echarían encima! En esto pensaba cuando se dio cuenta de que erraba el camino. ¿Era por ahí o por allá? Quizá bajando la cuesta y enfilando hacia la izquierda. ¿Por dónde habían venido? Idas y vueltas, la noche cayó estrellada sobre la puna.
-¡Ah, mi desgracia! ¿Cómo pasaré la noche en este desierto?
Se guareció bajo un alero, tiritando, y distinguió una hilera de lucecitas parpadeantes.
-Se habrán caído las estrellas –se dijo, con los labios cortados y la voz temblorosa.
Entonces vio una majada de vicuñas cargadas con bolsas de plata que centelleaban bajo la luna. Iban guiadas por un pastorcito.
-¡Eh, amigo! –gritó, aliviado de encontrar a quien pudiera ayudarlo.
El pastor se detuvo. Parecía un niño, pero su contextura era robusta como la de un hombre. Vestía sombrero aludo y poncho blanco. Su cara en las sombras no revelaba expresión. El cazador comenzó a caminar hacia él, enojado con su propia torpeza y con la del muchacho. Caminó sin alcanzarlo hasta que una niebla fría le ocultó a la vista el rebaño y su pastor. Manoteó, desesperado; gritó sin escucharse y de pronto, sus pies rozaron el aire y el viento lo levantó. Estaba cayendo, despeñándose. Y mientras su conciencia aún latía, escuchó la voz que en su cabeza decía: "No caces vicuñas con armas de fuego, que Coquena se enoja".
(Nota de la autora: la leyenda de Coquena, el duende protector de los animales silvestres en la puna, es todavía fuerte en nuestro norte argentino, y aunque nadie logró verlo nunca, se dice que se venga de los que matan sin necesidad, para usar los vellones y no por hambre. El folklore recoge muchos testimonios de su presencia, que se asemeja a la del Yestay o Llastay).
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