En 1868, el sistema para acceder a la presidencia era una decisión de un grupo privilegiado y consistía en obtener la mayoría del colegio electoral
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Marcos Paz, vicepresidente en ejercicio de la presidencia de la Nación, murió el 2 de enero de 1868. La acefalia obligó a que el general Bartolomé Mitre, quien se encontraba al frente de las fuerzas aliadas que enfrentaban a Paraguay, bajara a Buenos Aires para reasumir el mando. Por otra parte, su mandato terminaba el 12 de octubre y llegaba el momento de definir las candidaturas presidenciales. Se barajaban varios nombres, entre los que se destacaban: el gobernador de Buenos Aires, Adolfo Alsina (del partido Autonomista), el canciller Rufino de Elizalde (del Liberal) y el representante argentino en los Estados Unidos, Domingo Faustino Sarmiento, quien no contaba con partido definido. De otro lado del oficialismo o los cercanos, un peso pesado del litoral: Justo José de Urquiza, del Partido Federal.
Aún faltaban cuarenta y ocho años para que se consagrara un mandatario —Hipólito Yrigoyen— a partir del voto secreto y obligatorio de todos los empadronados. En 1868, el sistema para acceder a la presidencia era una decisión de un grupo privilegiado y consistía en obtener la mayoría del colegio electoral. Los precandidatos sabían que la clave era Buenos Aires. Si se contaba con el apoyo de sus veinticuatro electores, más el compromiso de cinco o seis provincias aliadas, se lograba el objetivo. Por ese motivo, lo que se definiera en Buenos Aires era crucial para el desarrollo de las elecciones.
Urquiza era el claro exponente del federalismo. Alsina llegaba con el peso que significaba gobernar la provincia de Buenos Aires. Elizalde era el candidato de Mitre. En cambio, el nombre de Sarmiento había asomado en las filas militares. Uno de los tantos jefes que actuaban en Paraguay, Lucio V. Mansilla, le escribió a Rufino Varela, director del diario La Tribuna, y le aseguró que el ejército apoyaba al sanjuanino.
De los tres más cercanos al oficialismo, Alsina corría con ventaja, aun a pesar de ser el primero que Mitre hubiera querido descartar.
Era tiempo de definir los candidatos y por ese motivo el Club Libertad (institución conformada por los autonomistas) citó a los referentes políticos de la ciudad para el mediodía del domingo 2 de febrero. En los días previos, las encendidas opiniones vertidas en los periódicos caldearon los ánimos. Se pronosticaba un domingo complicado por la reacción de los partidarios de aquellos que fueran excluidos. Un rumor indicaba que en la víspera un grupo se había provisto de doscientos puñales y misma cantidad de granadas. La incertidumbre alimentaba todo tipo de especulaciones y a nadie extrañaba que la decisión que se tomara en el cónclave terminara provocando disturbios en la ciudad.
El encuentro tuvo lugar al mediodía en un galpón, a un costado de la antigua plaza Monserrat, es decir, en la actual avenida 9 de Julio y Belgrano. Se trataba de la barraca del saladero de Luis Martínez, alsinista. A pesar de la temperatura inconveniente, el amplio depósito de techos altos ofrecía suficiente reparo. Aun así, debe tenerse en cuenta un dato que por ahora puede resultar menor: no todo la superficie era cubierta.
En el corredor principal se colocó una sencilla mesa para el comité del Club Libertad, presidido por Félix Amadeo Benítez. La misma quedó ubicada cerca de cientos de pieles vacunas apiladas en dos grupos que esperaban su turno para ser embarcadas con destino a Europa. Cuando el local comenzó a poblarse, algunos se treparon a las pilas para tener un lugar privilegiado. La inestabilidad era evidente y Benítez ordenó evacuar la improvisada platea preferencial, medida que fue tomada con disgusto por los involucrados y con regocijo por el resto que iba ocupando las sillas dispuestas.
A la hora señalada se habían reunido cerca de cuatrocientos hombres, lejos de los por lo menos mil que se esperaban. ¿Qué había ocurrido? Los presagios de disturbios habían puesto en alerta a varios. En los alrededores de la barraca iba juntándose gente que no se decidía a entrar. A medida que corrían los minutos, y viendo la urbanidad con que se iba desarrollando todo, fueron ingresando al galpón. A la una, la concurrencia alcanzó unas mil quinientas almas. Entonces, Benítez ocupó su lugar, todos hicieron silencio y el presidente del comité se dirigió al auditorio.
Dijo que el objeto de la reunión era demasiado conocido para exponerlo —nada menos que la proclamación de quien seguramente sucedería a Mitre— y que lo único que pedía era que los presentes evitaran cualquier excitación innecesaria y que nadie cambiara el carácter de una reunión que estaba siendo pacífica.
El primer orador fue el ya mencionado Rufino Varela, hijo de Florencio, uno de los mártires del bando unitario en tiempos de Rosas. Se puso de pie y ofreció un discurso enérgico. Planteó la infeliz situación del país, “debido a elementos de barbarie que aún existen en él, y a la incapacidad de los hombres que últimamente habían tenido la dirección de los asuntos públicos para combatirlos con éxito”. Invitó a que se diera “el timón del Estado a manos experimentadas y probadas”, y propuso a Sarmiento, quien reunía “todas las calificaciones para el cargo responsable de Presidente de la República”. Agregó que el voto de los porteños sería decisivo, ya que el entonces embajador contaba con el apoyo de los electores de La Rioja, San Juan, Mendoza y Corrientes.
¿Las palabras de Varela no tomaron por sorpresa a los alsinistas? No, porque el director del periódico La Tribuna ya había fijado su posición ante los lectores. Pero sí llamó la atención una mayoritaria disposición hacia la figura de Sarmiento. Los vivas y el aliento a Varela era sostenido. El orador, entonces, leyó un manifiesto que había redactado y que en el segundo punto expresaba:
Que considerando que nuestras vicisitudes políticas, y tanto nuestra propia experiencia como la de otras naciones, recomiendan la elevación a la vicepresidencia, no de un ciudadano al que solo queremos recompensar con este cargo, sino de uno que esté en todos los sentidos apto para gobernar y dotado de las calificaciones que le permitan ocupar adecuadamente la presidencia de la República, se procurará asegurar la elección de vicepresidente del ciudadano Adolfo Alsina.
A la derecha y a la izquierda
Los aplausos y gritos confirmaron la tendencia. Fue el turno de Pastor Obligado. En su discurso repasó los méritos de cada uno de los candidatos y su cortesía para con todos le costó varias interrupciones. Pero concluyó que el que tenía las mejores condiciones era el gobernador de Buenos Aires. Para que no quedaran dudas, alzó un cartel que había preparado para la ocasión. En grandes letras se leía “Adolfo Alsina”. Duró poco. Porque al girarlo para que lo vieran todos los asistentes, se le rompió.
Más allá del incidente, la elección se había polarizado. Benítez retomó la palabra y ofreció una solución para determinar quién era el candidato preferido. Solicitó que los partidarios de Sarmiento fueran hacia el lado del pozo de la barraca, que era la parte no techada. Mientras algunos comenzaban a moverse, don Félix Amadeo invitó a que los seguidores de Alsina fueran para el lado contrario, que estaba techado. Recordemos que estamos hablando de un soleado 2 de febrero a las dos de la tarde. Esto hizo que algunos “sarmientistas” se volvieran “alsinistas” por los efectos del sol. Semejante cuadro provocó un desconcierto general con gritos, quejas, abucheos y vítores. La mayoría regresó disconforme a la zona de sillas.
Estanislao Ocampo, hombre mesurado y sereno, alzó los brazos. Todos se sentaron para escucharlo. “Caballeros, todavía estoy sufriendo los efectos de una enfermedad reciente y solo diré unas pocas palabras. Debemos llegar a saber quién tiene la mayoría. Mi opinión privada es que Alsina la tiene, pero como esto no es suficiente, propongo que el presidente ordene a los alsinistas a la izquierda y a los sarmientistas a la derecha del corralón”.
Antes de que la moción pudiera ser evaluada por el Benítez, el joven Florencio Varela —hermano de Rufino, pero partidario de Alsina— corrió hacia la izquierda, seguido de otros. El desorden se generalizó. Como parecía imposible lograr una división adecuada debido al entusiasmo desbordado, se consideró repartir papel para que se votara por escrito. Florencio Varela reaccionó indignado y gritó: “¡Protesto contra la votación por escrito porque la mayor parte de los ciudadanos de Buenos Aires no sabe escribir!”.
El revuelo se multiplicó
La situación era ingobernable. Benítez pretendía hablar, pero el alboroto y los abucheos impedían su intervención. Hasta que Rufino pegó un grito por encima de todos, reclamando que se escuchara al presidente del comité. Se hizo silencio y don Benítez habló. “No hemos venido a jugar como niños ni a divertirnos. Con gritos y grandes palabras nunca haremos nada. Hemos venido aquí por asuntos graves y deben ser tratados en serio. En mi calidad de presidente de esta reunión, ordeno que todos los que están por Sarmiento se ubiquen a la derecha, a todos los que están por Alsina se dirijan al terraplén del corralón, y que todos los extranjeros se queden conmigo debajo de este galpón “.
Esta vez, la movilización fue ordenada. Bastaron un par de minutos para que se despejaran las dudas. Benítez hizo sonar la campana y cuando los señores regresaron a sus asientos, anunció: “En mi calidad de presidente del Club Libertad, y presidiendo esta reunión, declaro, según mi conciencia, que la mayoría es por Sarmiento”.
El veredicto desató la algarabía contenida de los vencedores. Se multiplicaban los vivas para Sarmiento y también para Benítez. Inconforme con el resultado, Florencio Varela se trepó a la mesa para dar un discurso que no llegó a los oídos de nadie por el griterío ensordecedor. La reunión se deshizo en menos tiempo del que demandó votar. Esto se debió a un motivo más que atendible: la sed. Habían pasado casi tres horas sin tomar. Las fondas y bares recibieron a los electores. Los más espléndidos se dirigieron al “Casino de la Bolsa”, el lugar de moda de los últimos años, en la calle San Martín, a una cuadra de la casa de Mitre.
Precisamente, en la puerta de la residencia presidencial se había apiñado un grupo numeroso de personas, la mayoría a caballo. Aguardaban la salida de su líder. Se presentía el mal clima. Don Bartolo salió al umbral, agradeció el apoyo y les habló con serenidad. Sus palabras fueron coronadas con aplausos y la tensión inicial fue desvaneciéndose. En cambio, muy cerca de allí, en la Plaza de la Victoria (Plaza de Mayo desde 1884), la juventud que apoyaba Alsina continuaba manifestando su disconformidad. Algunos mayores se acercaron para disuadirlos. También lo intentó el jefe de Policía, Enrique O’Gorman. Los enfadados no aceptaban los argumentos y debatían entre ellos si debían plantarse en la puerta de la casa de Mitre o no. Advertido, el jefe O´Gorman dispuso fuerzas disuasivas en las esquinas. El calor de la jornada terminó venciendo al calor popular. A las cinco, los jóvenes se dispersaron por las fondas del centro.
Antes del anochecer, en el Casino de la Bolsa —más bien un club situado al lado de la Bolsa de Comercio adonde se reunían los hombres para tomar bebidas espirituosas y fumar— se discutía si los doce electores de Tucumán respaldarían a Sarmiento o a Elizalde (optaron por el segundo, al igual que los de Catamarca). Sin embargo, la suerte estaba echada. Al sanjuanino le habían tendido una alfombra hacia la presidencia en aquella calurosa tarde de febrero, en un galpón del barrio de Monserrat.
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