Cómo el Grupo 5 de Caza de la Fuerza Aérea golpeó a la Fuerza de Tareas británica durante el desembarco en San Carlos
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En las primeras horas del 21 de mayo de 1982, al amparo de la oscuridad, se desarrolla el desembarco sobre las playas de San Carlos. Catorce buques de guerra británicos, fondeados en diferentes posiciones, rodean al transatlántico Canberra, conocido como “la ballena blanca”. Con movimientos sincronizados, la fuerza de tareas consolida la cabeza de playa y la convierte en un lugar inexpugnable.
Las tripulaciones de los buques, cuyo mayor temor es ser atacados con misiles Exocet a mar abierto, respiran tranquilos al ingresar al estrecho de San Carlos. Saben que la geografía de las islas provoca interferencias y ecos que confunden al misil en su tarea de interceptar y destruir un blanco. El Exocet no es eficiente allí. Además, están convencidos de que los pilotos argentinos no realizarán ataques aéreos ante la gran concentración de fuego que pueden generar sus navíos de guerra tal como están agrupados ahora.
A 700 kilómetros de San Carlos, el teniente Vicente Luis Autiero (a quien, en el aire, todos llamaban “Potro”) despierta temprano en el hotel de Río Gallegos. Ignora qué ocurre en San Carlos. Es piloto de Skyhawk A-4B, integra el Grupo 5 de Caza que pertenece a la Fuerza Aérea Argentina, bajo las órdenes del vicecomodoro Rubén Gustavo Zini, jefe del primer escuadrón.
Autiero tiene 28 años. Es hijo de inmigrantes italianos, sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial. Nació en Capital Federal y creció en el barrio de Caseros, provincia de Buenos Aires. Fue a la escuela pública, la más cercana a su casa, hoy conocida como “Prof. Juan Octavio Gauna”, próxima a la Villa Evita y a Fuerte Apache. La madre de Vicente Autiero es ama de casa. Su padre trabaja como operario de mantenimiento en una fábrica. Para llegar un poco menos incómodo a fin de mes, los sábados y domingos sale con un triciclo a vender pochoclos, higos y manzanas caramelizadas.
Vicente Autiero está casado. Tiene dos hijas. La segunda, Paula, nació hace días, el 11 de mayo de 1982, en pleno conflicto. No pudo asistir al parto pero celebró a la distancia, con sus camaradas. Fue una tarde feliz, como pocas en tiempos de guerra. Al día siguiente, 12 de mayo, lo golpeó el horror: cuatro compañeros que lo habían acompañado en el festejo fueron derribados.
Sabe que prácticamente no tiene chances de sobrevivir. Los únicos dos trajes anti-exposición que le entraban, debido a su gran porte, se perdieron ese día con los tenientes Víctor Nivoli y Fausto Gavazzi.
Gavazzi era su amigo, otro hijo de inmigrantes italianos con el que compartía las tradiciones por la patria de sus padres. También la fecha de casamiento: los dos dijeron “sí quiero” el 15 de diciembre de 1979. Y, por supuesto, compartieron despedida de solteros en el casino de la V Brigada.
Autiero acepta volar sin el traje anti-exposición hasta que le consigan uno de su talle. No va a dejar a sus compañeros solos. Pero sabe que si logra eyectarse exitosamente sobre el mar, va a morir de hipotermia al tomar contacto con las gélidas aguas del atlántico sur.
El 21 de mayo
Vicente Autiero se prepara para volar en su primera misión sin el traje anti-exposición. Fue incluido en una fuerza de ataque compuesta por dos escuadrillas, seis Skyhawk en total, que pretenden golpear a los buques británicos que merodean San Carlos. Junto al alférez Vottero y al primer teniente Filippini, jefe del grupo, conforma la escuadrilla “Leo”. Los otros tres aviones, piloteados por el primer teniente Velasco y los tenientes Osses y Robledo, componen la escuadrilla “Orión”.
Luego de recibir la orden -y escasos datos sobre la zona a batir-, Autiero se dirige a su A-4B. La torre de control autoriza el despegue. Tras su visor ahumado, el brillante sol patagónico le apuñala los ojos. Observa al personal de tierra que está ahí, alentándolos: agitan banderas argentinas, levantan sus puños y saltan dándoles su apoyo. Es un ritual que repiten en cada despegue.
Los pilotos dan potencia máxima a los motores. La cabecera de pista tiembla. Sueltan los frenos y los Skyhawk reaccionan levantando sus narices. El olor a combustible invade el lugar, el calor lanzado a chorros por las turbinas crea un clima artificial que dura segundos y es barrido por el viento glacial.
Los timones de cola se mueven para corregir la carrera de despegue. En menos de un minuto, los aviones se transforman en seis pequeños puntos que se pierden en el horizonte. Poco después, los Skyhawk comienzan su vuelo rasante sobre el Mar Argentino.
A Velazco, líder de la escuadrilla “Orión”, le falla su motor. Como está previsto, sin comunicaciones, manteniendo el silencio de radio para no ser detectado por el enemigo, realiza un amplio viraje y abandona la formación batiendo lentamente sus alas. Ya sin líder, Robledo y Osses se unen a la escuadrilla “Leo”, bajo el comando de Filippini. Los cinco aviones enfrentan a su primer enemigo, el clima, que los recibe con bancos de lluvia y mucha bruma.
A tres minutos de los buques enemigos, Filippini ordena -a través de señas- dar potencia máxima a sus motores. Vuelan sobre tierra firme. Autiero, con sus sentidos alertas, busca los buques sin encontrarlos. Sin avisar a los demás, llevado por su curiosidad y su instinto de ataque para sorprender a los británicos, se expone. Se eleva algunos metros y trata observar qué hay al otro lado de la loma.
Lo sorprende una revelación. Descubre dos buques de guerra, muy cerca uno del otro, y una fragata que navega próxima a la costa, pegada a un acantilado de la Isla Soledad. Es la fragata Argonaut que en esos momentos busca una protección natural frente a posibles ataques aéreos, pues ya había sido impactada, esa mañana, por el solitario Aermacchi piloteado del teniente Crippa. Fue golpeada con fuego de cañón y cohetes.
Autiero desciende y alerta por la radio a la escuadrilla: “Buques a la derecha”. Su imprevista advertencia lo coloca en una situación de peligro y debe sortear distintos problemas, todos urgentes, que se presentan a continuación. Primero debe evitar la colisión con Filippini que ante su aviso de alerta vira bruscamente y se dirige derecho hacia él. Autiero instintivamente lleva su palanca de comando hacia adelante, desciende, y ve cómo Filippini le pasa por encima. Luego “salta” la última loma con una gran inclinación de sus alas antes de iniciar el ataque.
Autiero pronto descubre otro peligro, que parece menor pero puede ser letal: una bandada de gaviotas que se levanta a su paso. Cuando finalmente las supera, comienza lo peor: la lluvia de municiones lanzada desde los cañones antiaéreos. Los tripulantes británicos observan sorprendidos a la aviación argentina en acción. Practican tiro al blanco sobre sobre la escuadrilla “Leo”, de cinco A-4B, que elige como blanco a la fragata Argonaut, recostada contra un acantilado de unos trescientos metros de altura.
Autiero observa a Filippini en su ataque, quien lanza una bomba que no impacta en el blanco, explota sobre el mar y levanta un muro de agua frente a la Argonaut, luego contempla cómo “salta” la fragata, pasa a través de sus antenas, derriba una que impacta contra el tanque suplementario derecho de su Skyhawk, y trepa vertical sobre el acantilado desapareciendo al otro lado.
Autiero, desde su diminuto cockpit, vuela por debajo de la munición trazadora que le lanzan. Siente cómo se sacude su avión por las violentas explosiones que suceden a su alrededor, pero sigue adelante. Bajo semejante presión, apunta y lanza su bomba. Con todos sus sentidos en alerta, ahora debe resolver el mismo problema que tuvo Filippini: esquivar la fragata y trepar el acantilado.
Aprovecha el hueco que dejó la antena derribada por Filippini y cruza por ahí. Luego tira hacia atrás la palanca de comando para superar el acantilado. Al sobrepasarlo, en un movimiento instintivo, vira hacia la derecha y lanza su A-4B en picada para no exponerse a ser derribado con misiles. Vottero, Robledo y Osses también atacan y escapan. Quedan por delante más peligros: ser interceptados y derribados por Sea Harrier o encontrarse con alguna fragata dispuesta a lanzarles misiles. El regreso en vuelo rasante se realiza por la misma ruta de ingreso.
Los dos primeros buques avistados por Autiero antes del ataque abren fuego sobre ellos. Una nueva cortina de fuego antiaéreo con espoletas de proximidad explotan muy cerca de los Skyhawk. Rascando las olas y pegados a los acantilados, los argentinos continúan el escape. Nadie habla por temor a ser interceptados. Alejados del peligro, Autiero dirige una última mirada a la fragata Argonaut, que ya está envuelta en humo gris y negro.
Bombas que no explotan
Se supo luego que durante el ataque de la escuadrilla “Leo”, la Argonaut fue alcanzada por dos bombas argentinas. Ninguna explotó. Una de ellas perforó el casco por debajo de la línea de flotación y, a pesar de no haber detonado, generó cuantiosos daños. Como un caño de 500 kilos recorriendo las entrañas de un barco a 1000 kilómetros por hora. Golpeó de lleno sobre la caldera originando su estallido, que provocó una inundación de agua hirviendo y obligó a desalojar el lugar. La otra bomba hizo su propio recorrido: atravesó un tanque de combustible, taladró varios compartimientos hasta alcanzar el depósito misiles Sea Cat, originando nuevas explosiones.
La fragata quedó envuelta por el humo. Sin potencia motriz, fuera de control, con una inundación en progreso sobre la proa y un incendio que prometía expandirse, lanzó el ancla antes de embicar contra la costa.
Más tarde, la Argonaut fue remolcada hacia el interior de puerto San Carlos y se le asignó un nuevo rol: sería “blanco señuelo” para futuros ataques aéreos argentinos. Permaneció en el área el tiempo que demoraron en remover las dos bombas y en reparar las máquinas. Pero no volvió a combatir. A mediados de junio regresó a Gran Bretaña para ser reparada.
Nunca se supo, con precisión, qué pilotos argentinos acertaron sobre la Argonaut. En una cuenta simple, queda descartado Filipini, ya que su bomba explotó. Cualquiera de los otros cuatro pilotos de la escuadrilla “Leo” pudo haber sido.
“Ahí vienen... ¡Vuelven los cinco!”
En Río Gallegos el tiempo de espera parece eterno. La angustia se apodera de todos. Transcurrió poco más de una hora desde el despegue y los Skyhawk no aparecen. La ansiedad comienza a ganar la pelea sobre sus más profundos sentimientos pero un anuncio cambia todo: “¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!”, grita un mecánico que comienza a saltar preso de la excitación. Y agrega: “¡Vuelven los cinco aviones!”.
El rugido de los motores se acrecienta y toma otra dimensión. En fila india, los Skyhawk tocan la pista con sus neumáticos traseros, dejando una estela de humo azul. Todo terminó.
El 21 de mayo marcó un momento histórico, un punto de inflexión en la historia militar naval de Gran Bretaña. Desde ese día, sus buques de última generación comenzarán a ser averiados y a hundirse, de a uno cada 48 horas, debido a los ataques de la aviación argentina. El 21 de mayo fue el turno de la fragata Ardent. El 23 de mayo fue hundida la fragata Antelope. Y el 25 de mayo fueron atacados y hundidos el destructor Coventry junto al buque portacontenedor Atlantic Conveyor, que transporta gran parte de la logística para la campaña terrestre y aérea, alcanzado por dos Exocet.
Vicente Autiero sobrevive al conflicto. Continuará volando en los Mirage M.III y alcanzará el grado jerárquico de Brigadier Mayor de la Fuerza Aérea Argentina. Recibe la condecoración del Congreso de la Nación por sus relevantes méritos, valor y heroísmo en defensa de la Patria. También la Cruz Naval a los Servicios Distinguidos.
Sus pensamientos se resumen en las siguientes palabras: “La profesión del militar es voluntaria: uno ingresa a una fuerza porque quiere y en caso de guerra uno va al frente con lo que tiene. Si uno tiene dudas puede dejar todo y regresar a su casa. Si no, hace lo que hicimos nosotros con la Fuerza Aérea Argentina en Malvinas. El vuelo rasante nos permitió sobrevivir, los británicos no sabían por dónde aparecíamos ni por dónde nos íbamos. Ese tipo de vuelo estuvo siempre en nosotros, lo descubrimos en esos días difíciles que nos tocó vivir. Está en nuestro ADN, es el que sacamos a relucir en San Carlos, en el callejón de las bombas”.
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