Kenneth Charney -nacido en Quilmes y criado en Bahía Blanca- fue un temible piloto de cazas, varias veces condecorado por la Royal Air Force, que participó en episodios que torcieron el rumbo de la Segunda Guerra Mundial
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La isla de Malta, en el corazón del Mediterráneo, había perdido su esplendor. Llevaba una semana cubierta de nubes oscuras que nada tenían que ver con una tormenta veraniega. Era humo, fuego y destrucción. Una cicatriz de guerra provocada por la aviación alemana que reclamaba a la isla como propia. Azotada jornada tras jornada, durante gran parte de septiembre de 1942, Malta soportaba estoicamente cada embate nazi. El aeródromo de Hal Far, ubicado en el extremo sur de la isla, era el hogar del escuadrón 185 de la Royal Air Force... o lo que quedaba de él. El aeródromo tenía un aspecto sombrío: la tierra levantada por los bombardeos era arrastrada por el viento y el polvillo cubría un grupo de cinco cazas Spitfire vagamente recortados entre bolsas de arena apiladas para protegerlos de las bombas alemanas. En las cabinas, sus pilotos permanecían atados, amarrados a sus arneses, listos para despegar y combatir. Sentado en su diminuta cabina, el teniente de vuelo Kenneth Charney, jefe de la escuadrilla, fumaba un cigarrillo, quizás el último, como un condenado a muerte antes de ser ejecutado por un pelotón de fusilamiento. Él no era inglés, tampoco canadiense ni americano. Era un ejemplar exótico en su unidad, un voluntario argentino veterano de 22 años que había consolidado sus primeros combates contra los letales cazas alemanes sobre el Canal de la Mancha y vivió para contarlo.
Charney era un muchacho sin rumbo antes de la guerra. Nació en Quilmes, pero vivió su infancia y primera adolescencia en Bahía Blanca. Su padre era ejecutivo de la compañía Anglo Mexican Petroleum, que proveía combustibles para aviones. Todavía se cuenta en Bahía Blanca, como leyenda, el día en que Kenneth Charney, a sus 13 años, tomó el auto de su padre y manejó por las calles de la ciudad a la velocidad que le permitió su pierna al imprimir fuerza sobre el pedal del acelerador. Su carácter vivaz e impulsivo lo convirtió en un dolor de cabeza para la dirección del colegio Aldenham, en Inglaterra, donde fue enviado como pupilo. Lo enviaron de regreso a la Argentina, donde continuó su saga de enredos y travesuras en el prestigioso St George’s College de Quilmes. Fue un alumno indisciplinado y de espíritu indomable, completó un frondoso prontuario y transitó más a menudo el camino a la dirección que a las aulas.
Una bengala roja se elevó al cielo. Era la señal que ordenaba un despegue inmediato. Aviones enemigos se aproximaban a la isla. Los cinco motores rugieron al unísono y Kenneth Charney tuvo la habitual sensación de malestar en la boca de su estómago. Miró a sus pilotos, levantó su pulgar y, segundos más tarde, los cinco Spitfire pintados de color azul pálido se despegaron del suelo y atravesaron la nube de polvo suspendida sobre el aeródromo. Ganaron altura en formación cerrada, con sus alas muy cerca unas de otras, dirigidos por Charney, a quien todos llamaban “el Caballero Negro de Malta”.
El sol brillaba y la temperatura era ideal, parecía una soñada jornada de turismo. Pero la imagen se transfiguró cuando los pilotos descubrieron la pesadilla diaria en el horizonte: un cardumen de bombarderos alemanes acercándose a la isla para atacarla. Nadie gritó, solo hubo algunos comentarios groseros en la radio que servían como preámbulo para una nueva cita con la muerte. El Caballero Negro, que no sabía más que de supervivencia, emplearía la diminuta fuerza de sus cazas como una ventaja. Levantó su mano y señaló hacia arriba. Todos conocían la treta, no eran necesarias las palabras: los cuatro Spitfire continuaron el ascenso posicionándose con el sol a sus espaldas, para “esconderse” en el brillo enceguecedor del disco dorado.
Charney, en vuelo solitario, se dirigió hacia la formación de bombarderos enemigos. Lo hizo de frente, a su misma altura y con rumbo de colisión. Bañado en mares de adrenalina, sin especular, disparando sobre ellos. La táctica le resultó favorable: los bombarderos, alarmados ante el riesgo de colisión, rompieron su formación defensiva y se abrieron como un abanico. Fue entonces cuando se vieron sorprendidos por un adversario que no habían percibido: sí, los cuatro Spitfire, invisibles por la luz del sol, que cayeron desde las alturas con una lluvia de plomo. Los siguientes segundos fueron un borrón de máquinas retorcidas y balas trazadoras que volaron hacia todos los rumbos. El argentino eligió su presa del día: comenzó a perseguir a un Messerschmitt 109 del escuadrón JG53 que era piloteado por el teniente Hans Volkmer Müller. Apretó su botón de disparo y sus cañones de 20 mm ladraron una sinfonía de fuego. Las balas golpearon el timón de cola del caza, desgajaron el ala izquierda y transformaron al capot del motor en un colador. Pero el caza alemán no cayó. Confiado, Charney hizo caso omiso a una regla de combate básica: no volar detrás de un caza enemigo por más de dos segundos... La tentación pudo más. El Messerschmitt 109 de Volkmer Müller era una ruina y él debía rematar su trabajo. Le dedicó una nueva ráfaga, justo cuando lo sorprendió una explosión sobre la placa de blindaje que protegía su cabeza.
Charney se estremeció como un animal herido. En un segundo su cabina se convirtió en un caos. Pensó que así se moría en el aire. Solo, lejos de la tierra, preso dentro de un ataúd metálico con alas... Estiró su mano, quiso correr la capota de la cabina hacia atrás con la intención de saltar en paracaídas, pero no pudo. Perdía demasiada sangre y ya no tenía fuerzas. Atravesó segundos de una aguda agonía, pero su adrenalina y el estado de alerta lo mantuvieron con vida. Guiado por sus pilotos fue escoltado de regreso al aeródromo de Hal Far. Luego de aterrizar y detener su Spitfire, Charney se derrumbó. Brazos voluntariosos lo arrastraron fuera de la cabina y lo depositaron en una camilla. Una botella de brandy fue empujada a sus labios secos y una voz le susurró: “Hoy no va ser tu día, vas a salir de esto”.
AS DEL AIRE
Ken Charney habló poco sobre sus vivencias en la Isla Malta y aún menos sobre su rango de “as” al derribar más de cinco aviones enemigos. Cada mañana cruzaba la línea de la muerte para, luego de un feroz combate, retornar a la vida. Enviado a un merecido período de descanso, le encomendaron una tarea pacífica: ser instructor del caza Spitfire, enseñar a pilotos novatos el arte del combate aéreo antes de entrar en acción. La tarea le resultó tediosa y, más temprano que tarde, solicitó volver a la acción. Así llegó al escuadrón 602, unidad famosa por contar entre sus filas uno de los rejuntes más peligrosos y salvajes de pilotos internacionales en la RAF y también, los más letales. Lo nombraron Jefe de Escuadrilla.
Encontró a muy buenos tiradores y pronto demostró a sus pilotos quien era él. Asombró a todos. Eligió cuidadosamente a su numeral, a quien lo secundaría, una tarea compleja para cualquier candidato. Debía seguirlo al propio infierno y actuar con su mismo instinto en combate. Resultó seleccionado un piloto joven oriundo de la ciudad de Curitiba, Brasil, nacido un 28 de febrero de 1921 -el mismo día que Charney- y descendiente de franceses, llamado Pierre Clostermann. Era una de las promesas del grupo. Había conseguido media docena de victorias ese año, convirtiéndose también en “as”. La dupla en el aire se haría inseparable. Clostermann siempre recordó con afecto los lejanos días de Normandía junto a su jefe de escuadrilla argentino. Y, en distintas entrevistas, compartió mil anécdotas: “Recuerdo una mañana en Normandía cuando apareció una formación de cuarenta cazas alemanes Focke Wulf 190. Nosotros éramos tres. Kenneth Charney, mi Jefe de Escuadrilla, conocía muy bien su trabajo. Pensé que nos mantendríamos alejados de ese enjambre de cazas, pero no fue así: me ordenó seguirlo, volando junto al capitán Johnsen, un piloto voluntario noruego. Yo era su numeral y pensé una sola cosa: hoy voy a morir. Charney conocía muy bien su oficio y, tras esa aparente desventaja, avizoraba una partida ganada. Embestimos a los alemanes en el aire provocando un gran desorden entre sus filas, Ken derribó a uno y dañó otro avión, yo pude derribar dos cazas alemanes”.
Abajo, en las playas, un grupo de periodistas que cubría el avance aliado fue testigo de la epopeya. La formación alemana abandonó el sector al perder varios aviones en pocos segundos. Charney, Clostermann y Johnsen descendieron en formación, muy cerca uno del otro, y desfilaron ante el público que, electrizado, asistió a uno de los combates aéreos en mayor desventaja en los cielos recientemente conquistados. Por semejante operación, Charney recibió su segunda condecoración Cruz de Vuelo Distinguido (que reconoce al personal de la RAF por “un acto o actos de valentía, el coraje o la devoción al deber durante vuelo en operaciones activas de vuelo contra el enemigo“). Clostermann, en tanto, recibió su primera Cruz de Vuelo Distinguido.
Los días en Normandía para Charney fueron coronados de gloria por una acción militar que lo tuvo como actor central. El “as” argentino descubrió la retirada alemana de Francia por los caminos rurales de Falaise. Su mensaje, contundente, que transmitió por su equipo de radio, “¡Que manden a toda la Fuerza Aérea!”, se repitió en todas las coberturas periodísticas. La localidad de Falaise se convirtió en una tragedia para los alemanes y pasó a llamarse “la bolsa de Falaise”, donde los nazis quedaron atascados en una congestión de su propio tránsito y fueron atacados sin piedad desde el aire por los aliados.
Durante los meses siguientes, Charney voló por distintos puntos del planeta. Después de la guerra fue enviado a Hong Kong. En 1970 se retiró de la aviación con el grado de Group Captain (Coronel) de la Royal Air Force. Sin otra ocupación, se convirtió en turista. Convirtió su furgoneta Volkswagen en casa rodante y salió a recorrer España. Visitó pueblos y se perdió en la vida lugareña, alejado del ruido de la guerra. Buscaba su lugar en el mundo. Fue en algunos de esos inviernos que llegó al paradisíaco pueblo de La Massana, en el principado de Andorra, y se enamoró del lugar. También conoció a June, con quien contrajo matrimonio. Decidió quedarse a vivir allí, rodeado de bellos paisajes, para curar su alma.
Nadie supo de su pasado excepto por un chiquillo del pueblo, Rafael García Fernández, quien lo reconoció en una fotografía junto a Pierre Clostermann publicada en una enciclopedia de la Segunda Guerra Mundial editada por el Reader´s Digest. Kenneth, sorprendido por el pequeño, sonrió y guardó silencio.
Kenneth Langley Charney abandonó este mundo el 3 de junio 1982 como un poblador anónimo de Andorra. Su nicho en el diminuto cementerio de montaña en La Quera no tuvo placas ni honores, solo el modesto número de su ocupante, 209. Uno de sus últimos deseos era volver a su país, la Argentina. Desde el año 2015, el “as” argentino Kenneth Charney descansa en el Cementerio de la Chacarita, en la ciudad de Buenos Aires. En su reluciente lápida rezan palabras sencillas: “Aquí yace un hombre valiente, Kenneth Langley Charney, as de Spitfire. El Caballero Negro de Malta”. Aunque quizás él hubiera agregado, fiel a su estilo, la leyenda: “el estudiante más castigado de todos los tiempos”.
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