Hace 42 años, dos pilotos de la Aviación Naval Argentina estrenaron el misil francés; la confirmación sobre el impacto y su letalidad llegó algunas horas más tarde, desde Londres
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En las primeras horas del martes 4 de mayo de 1982, el capitán Paul Hoddinott, comandante del destructor británico Glasgow, mantuvo su sexto sentido en alerta. Un mal presentimiento lo acechaba desde el alba. Era algo que no podía entender o explicar. En su fibra más íntima, estaba seguro de que su buque iba a ser atacado.
Hoddinott había forjado su carácter en las más antiguas tradiciones marinas británicas sin haber llegado a maravillar, hasta ese momento, por su astucia y valor. De cabellera rubia y cejas tupidas, sabía que su presentimiento podía valer más que un misil o un radar de última generación. Empujado por una fuerza inexplicable, de pronto se encontró dando órdenes en el cuarto de radar de su buque.
El compartimiento de guerra electrónica, ubicado en las entrañas del buque, reunía a sus operadores bajo una luz mortecina. Frente a sus técnicos especializados en combatir desde unas pantallas circulares de color naranja al enemigo, Hoddinott pronunció una frase que no solo sorprendió a los presentes, sino que la recordarían el resto de sus vidas: “Hoy nos van a atacar con misiles Exocet”.
Días atrás, el almirante Woodward había compartido con los comandantes de sus buques de guerra, entre ellos Hoddinott, un dossier secreto emitido por el ministerio de guerra francés. El informe indicaba que los pilotos de la Aviación Naval Argentina apenas sabían volar los jets Super Etendard que recién les habían sido entregados. Y, algunas líneas más adelante, el mismo informe aclaraba que los argentinos tampoco poseían el conocimiento necesario para llevar el avión al combate y lanzar el misil roza olas AM-39 Exocet. Era un arma tan moderna que jamás había sido probada en conflicto alguno alrededor del planeta.
Hoddinott arqueó sus cejas exteriorizando un descontento nacido de su instinto. Desconfió del informe y solo se limitó a permanecer en silencio pensando que todo aquello no podía ser cierto.
Las horas transcurrieron en quietud a bordo de su destructor, que continuó su navegación bajo una jornada soleada junto a los destructores HMS Sheffield y HMS Coventry. Juntos formaban la primera línea de protección antiaérea de avanzada a los portaaviones Hermes e Invencible.
El suboficial Andy Ames, jefe de guerra electrónica, vigilaba una de las pantallas circulares color naranja cuando una imagen rompió la monotonía. Tomó un teléfono de comunicación interna y llamó a Hoddinott. Le informó sobre dos contactos enemigos que avanzaban sobre el mar. El origen de la señal era inconfundible: la emisión provenía de un radar francés Agave que por ese momento solo lo poseía el Super Etendard de la Aviación Naval Argentina.
Hoddinott ordenó lanzar la alarma de combate a la dotación del buque. Abandonó su silla en el puente del buque, tomó sus binoculares y observó el horizonte que permanecía calmo. Los pasillos del destructor se movilizaron con el sonido de las sirenas. Los marinos agolpados corrieron hacia sus puestos. El golpe de las pesadas puertas metálicas cerrándose en cada camarote o compartimento viajó como un eco por todo el buque.
En el cuarto de radar el silencio era absoluto. La imagen que se replicaba en las pantallas parecía inofensiva, eran apenas dos pequeñas marcas blancas que latían intermitentes y avanzaban hacia el centro (que marcaba la posición del barco, claro).
Ames ordenó abrir fuego lanzando dos misiles Sea Dart de largo alcance para derribar a los Exocet. Él mismo presionó el botón de disparo y luego fijó su vista en la luz que con un parpadeo le confirmaría la salida de ambos misiles. Entonces sucedió lo peor: los dos misiles, sin razón alguna, se negaron a salir.
Ante este panorama de excepción y peligro, Hoddinott ordenó lanzar ‘chaff’ como respuesta inmediata. Desde los tubos de color gris, colocados estratégicamente en el exterior del buque, apuntando al firmamento, se dispararon cohetes cargados con inofensivas tiras de papel metalizado que estallaron en el aire como una piñata de cumpleaños. Se dispersaron y generaron una gran nube plateada, de la misma medida que el buque. Parecía algo sin sentido... Sin embargo, la idea de este mecanismo de defensa contra misiles es confundir al radar del misil Exocet, seducirlo con esta silueta falsa para dejar a salvo al buque real. Es decir que la nube de papel metalizado que flotaba por encima del mar se presentaba como la última posibilidad del destructor británico.
Los dos misiles Exocet, lanzados por dos jets Super Etendard piloteados por el capitán de corbeta Augusto Bedacarratz y el teniente de fragata Armando Mayora, correspondían al modelo francés Aire Mar 39 diseñados para misiones antibuque y eran los primeros en la historia del misil en ser lanzados durante una situación de combate. Todo el proyecto Exocet era, en definitiva, el último grito de la tecnología moderna francesa al servicio de la OTAN. Su aparición cerraba una etapa peligrosa para el aviador naval que hasta entonces debía atacar a los buque “a mar abierto”, expuesto a la defensa antiaérea, sin tener donde ocultarse.
El Exocet podía realizar su labor en forma solitaria y autónoma. Utilizaba la novedosa modalidad llamada “dispare y olvídese”. Lanzado desde decenas de kilómetros de distancia, volaría hacia su objetivo sin ser detectado, atacaría el buque elegido y casi con seguridad lograría hundirlo. No era una simple arma electrónica, el Exocet poseía una inteligencia artificial única para la época. Pesaba casi una tonelada, podía auto-guiarse hacia el blanco apoyándose únicamente en su radar a bordo que le permitía aferrarse al blanco elegido a medida que avanzaba. Su longitud era de casi cinco metros y poseía ocho aletas que le permitían ascender, descender, realizar giros y volar muy bajo, navegando apenas sobre las crestas de las olas. Su velocidad también era fantástica: 1134 kilómetros por hora. Recorría 315 metros por segundo y portaba una carga explosiva de alto poder que pesaba 165 kilogramos.
El Exocet podía ejecutar tres formas de ataque. La primera opción era con una aproximación en vuelo rasante, apenas 10 metros sobre el nivel del mar, para luego ascender y lanzarse en picada contra el blanco elegido como un avión kamikaze, para perforar el buque y detonar en lo más profundo de su casco. La segunda opción era sobrevolar el blanco y explotar sin hacer contacto, a modo de perdigonada, logrando la destrucción de sus radares, antenas y armamento inteligente, dejando al buque inutilizado. La tercera opción era quizá la más destructiva: proponía aproximarse al objetivo en vuelo rasante, penetrar el casco del buque y estallar milésimas de segundos después. Este fue el modo de ataque que eligieron los ingenieros argentinos cuando prepararon los misiles.
Durante aquella breve pero tensa espera, Hoddinott rogó que ambos misiles se desviaran y atacaran la silueta de papel metalizado. En medio de ese panorama mezcla de temor e incertidumbre, se comunicó con la sala de radar de su buque para saber qué ocurría en el destructor Sheffield, por qué no contestaba la alarma. Y habia una razón...
A bordo del destructor Sheffield reinaba una tranquilidad absoluta. Su capitán había ordenado que el buque conectara sus equipos electrónicos y enlazara con el cuartel central de Northwood, situado en las islas británicas. Su destructor podía transmitir datos esenciales a través de una conexión satelital, pero para ello utilizaba sus equipos electrónicos privando al buque de mantener en alerta a su sistema de defensa. Mientras estaba conectado era vulnerable a casi todo, quedaba “ciego” y a merced de cualquier peligro.
Hoddinott, de pie en el puente de comando, observó algo que en décimas de segundos fue cubriendo con un manto blanco la línea del horizonte. Eran dos espesas columnas de humo blanco lanzadas por el tubo de chorro de cada misil y que cubrían todo a su paso. Uno de los misiles cayó en la trampa británica: seducido por la nube de papel metalizado, tomó rumbo hacia la nube de papel metalizado y la atravesó. Confundida la electrónica del misil al cruzar un blanco inexistente, continuó su vuelo hasta que el combustible se agotó. Sin encontrar ningún objetivo, el primer Exocet lanzado en combate golpeó contra el Mar Argentino, en la lejanía, y se destruyó.
El segundo Exocet se dirigió hacia el destructor Sheffield. Parte de la tripulación del destructor británico se encontraba disfrutando de la soleada tarde otoñal en la popa, junto a la pista de vuelo, cuando observaron una columna de humo blanco que avanzaba hacia ellos al ras del mar ocultando el horizonte a su paso. Decenas de gritos anunciaron lo inevitable.
Al misil le tomó menos de tres segundos en alcanzar al destructor. Penetró el casco a 1134 kilómetros por hora, se abrió paso hasta la cocina y explotó matando a ocho cocineros. El Exocet, un monstruo salido del infierno, sopló una corriente de aire hirviendo que se transportó a través de los pasillos internos del buque. La explosiones secundarias multiplicaron la destrucción en las cañerías de combustible que al derramarse generó nuevos incendios tornando el ambiente incontrolable.
El buque se convirtió en el escenario de una masacre jamás imaginada. En el corazón del Sheffield, cada metro parecía una trampa mortal. Las llamas arrasaron todo: computadoras, cables eléctricos, burletes, prendas... El humo tóxico que provenía del plástico derretido avanzó en forma de una espesa nube negra por los camarotes ahogando a sus tripulantes. Sin luz ni presión de agua, los equipos de control de averías poco pudieron hacer para contener la destrucción ocasionada. Intentaron llegar a la cocina y la sala de las computadoras y lo lograron, pero el heroico intento fue en vano: encontraron a sus ocupantes sin vida. Uno de ellos era el oficial naval lieutenant commander John Stuart Woodhead, experto en electrónica de guerra, que murió en su silla, vencido por el humo que invadió la sala de computadoras. Irónicamente, su muerte fue provocada por el arma que él mismo había ayudado a construir dos años antes en la fábrica Aerospatiale de Toulouse, Francia: el misil AM39 Exocet.
Otros tripulantes del Sheffield murieron sin dejar rastro. Uno de ellos fue el lavandero del buque, un civil chino de 31 años llamado Lai Chi Keung, oriundo de Hong Kong, que presa de las llamas se consumió y desapareció para siempre calcinado en el interior del buque.
Veinte muertos, decenas de heridos graves, la mayoría con quemaduras y el resto del personal bajo estado de shock fue el resultado del ataque. El misil Exocet AM39, jamás probado en combate hasta ese momento, le firmó su sentencia de muerte a uno de los poderosos buques de la OTAN, el destructor clase 42 HMS Sheffield.
El personal encargado de control de averías sin energía para bombear agua y combatir los incendios, abandonó la lucha. Ante el tenebroso panorama, el capitán Sam Salt, comandante del HMS Sheffield, tomó la última decisión, la que ningún capitán desea, la más penosa de las tareas: dio la orden de abandonar el buque antes de que explotase el depósito de misiles Sea Dart.
El Sheffield terminó siendo derrotado por su enemigo más antiguo, aquel que el hombre de mar teme y debió enfrentar siglo a siglo: el fuego a bordo. Botado 11 años antes, el destructor antiaéreo había sido construido con hojas de acero en el Astillero Cammel Laird de Inglaterra. Fue el primero de su tipo. LO reconocían como “el príncipe mutilado de la OTAN” ya que, a raíz de un incendio irreparable, le habían quitado parte de su popa original y la sustituyeron por otra similar, aquella que le correspondía a su hermano gemelo, el destructor Hércules, adquirido por la Armada Argentina, que se construyó a la par.
Para desplazar su descomunal peso de 4820 toneladas, el Sheffield necesitó cuatro poderosos motores fabricados por la Rolls Royce. Las turbinas seleccionadas eran dos clase Olympus, las mismas que tenía instaladas el afamado jet comercial Concorde, y otras dos de menor potencia del tipo Tyne. Las cuatro turbinas en conjunto podían desarrollar la brutal potencia de 48.000 caballos de fuerza. El buque podía desplazarse a 56 kilómetros por hora de velocidad máxima.
El Sheffield debía demostrar todo el poderío británico a las fuerzas argentinas, pero sus intenciones se desvanecieron en un santiamén por el impacto de un misil fabricado por un aliado suyo, al otro lado del Canal de la Mancha, en Francia.
La tripulación del destructor HMS Glasgow pudo observar, en primera fila, la velocidad con la que un solitario misil antibuque rozaolas salido de la nada podía dejarlos fuera de combate. Habían sobrevivido gracias a la rápida reacción del suboficial Andy Ames. Paul Hoddinott, comandante del Glasgow, se convirtió aquél día en el primer marino en lograr evadir al novedoso misil francés Exocet y gracias a su anticipado sexto sentido y su sistema de defensa.
El almirante Woodward recibió la información del ataque al Sheffield. A continuación, a través del servicio especial de satélite, realizó una llamada urgente al Cuartel Central de Northwood. Solicitó hablar con Lord Halifax, integrante del gabinete de guerra, y le informó que el destructor Sheffield había sido atacado.
Woodward perdía uno de sus tres únicos destructores antiaéreos, que cumplía un rol de defensa fundamental, proteger a sus dos portaaviones.
Aturdido por las circunstancias, Woodward aceptó el hecho de que Argentina le acababa de asestar un golpe de un pugilista profesional en pleno rostro. Sin advertir que el combate continuaba, recibió otro golpe a continuación. Esta vez propinado por la acción de la Primera Ministro Margaret Thatcher que, a través de su gabinete de guerra anunció por medio de la cadena radial y televisiva BBC la destrucción del primer buque británico en combate desde la Segunda Guerra Mundial.
La noticia firmó una sentencia de muerte anticipada a los buques de Woodward y sorprendió a los integrantes de la Segunda Escuadrilla de Caza y Ataque. La noticia que viajó a través del anuncio oficial les confirmaba algo impensado, que ni siquiera ellos sabían aún: el poder destructivo del misil AM-39 Exocet funcionaba.
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