El 12 de mayo de 1982, el Grupo 5 de Caza de la Fuerza Aérea dejó fuera de combate al HMS Glasgow y descubrió la forma de vulnerar el sistema defensivo “combo 42-22″ ideado por el almirante Sandy Woodward
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Luego del ataque al destructor Sheffield, el ánimo del almirante Woodward, jefe de la Fuerza de Tareas Británica, cambió. Apenas visitaba la sala de operaciones. Pasaba horas acostado en su cucheta, encerrado en su camarote, concentrado en un solo pensamiento. Si la aviación naval argentina, prácticamente inexistente, considerada un pequeño club de golf de pueblo con un hándicap desconocido, lo había castigado de tal manera, qué podía esperar de la Fuerza Aérea Argentina, el adversario que despertaba sus verdaderos y más profundos temores.
Woodward y su estado mayor en las siguientes jornadas, que podrían ser clasificados como los días de la improvisación, concluyeron que un destructor clase 42 y una fragata tipo 22, actuando juntos, podían volverse una efectiva plataforma de combate antiaéreo contra misiles Exocet y ataques de cazas argentinos. El destructor lanzaría sus misiles de largo alcance Sea Dart, derribando al grueso del grupo atacante, mientras que el trabajo restante quedaría a cargo de la fragata y sus misiles Sea Wolf, de corto alcance. Si algún enemigo lograba sobrevivir a semejante escudo, sería repelido en última instancia con cañones antiaéreos convencionales.
Entusiasmados, bautizaron a su nuevo sistema de defensa con el nombre de ‘piquete’ o ‘combo 42-22′. Y decidieron llevarlo a la práctica. A Woodward le quedaban los dos últimos destructores clase 42 y dos fragatas clase 22 disponibles. En la noche del 11 de mayo, ordenó a los comandantes de los destructores Glasgow y Coventry formar parejas con las Fragatas Brilliant y Broadsword. Las instrucciones fueron precisas: las parejas debían alternar su posición de manera que mientras una estuviera en situación de combate la otra se encontrara fuera del alcance enemigo, realizando reparaciones y con su tripulación en descanso.
El 12 de mayo de 1982, a las once de la mañana, el destructor Glasgow y su escolta, la fragata Brilliant, navegaron hacia el sud oeste de la isla Soledad. Para atraer a la Fuerza Aérea Argentina, el Glasgow se acercó “al alcance de los binoculares enemigos” y abrió fuego con su cañón de 115 milímetros sobre puestos costeros argentinos.
El Glasgow era un veterano de la guerra fría, era el hermano más joven del destructor Sheffield, sexto y último en su tipo. Desde sus comienzos había transitado una vida complicada. El 23 de septiembre de 1976, mientras operarios realizaban a bordo una instalación de equipos, un incendio mató a ocho hombres y dejó heridos a otros seis. Cinco años más tarde, el 27 de mayo de 1981, el crucero soviético Almirante Isakov, asignado a la Flota del Norte, descubrió al Glasgow recolectando información electrónica sobre el Mar de Barents. Los dos barcos navegaron algunas millas a la par, a máxima velocidad, hasta que el Isakov embistió al Glasgow. Luego, lo dejó escapar.
La fragata Brilliant poseía un historial limpio en accidentes. Puesta en servicio durante 1978, podía alcanzar una potencia máxima de 55 kilómetros por hora desplazando sus 4400 toneladas de peso. Contaba con lanzadores de misiles Sea Wolf, un arma letal que dejaba sin chance de sobrevivir a cualquier aeronave que intentara atacarla.
Tras el bombardeo, la Fuerza Aérea Argentina fue puesta en alerta. El Grupo 5 de Caza resultó elegido para concretar un ataque sobre ambos buques. Se enviaron dos escuadrillas de Skyhawk A-4B cargados con bombas. Despegaron y volaron hacia el avión Hércules reabastecedor, completaron combustible y luego se dirigieron hacia las islas. Nadie sabía del experimento británico, el “combo 42-22″ era un sistema de defensa inédito, jamás probado.
Los pilotos de la primera escuadrilla eran los tenientes Ibarlucea, Bustos, Nivoli y el alférez Vázquez. La segunda escuadrilla era encabezada por el capitán Antonio ‘Tony’ Zelaya y los tenientes Juan Arrarás y Fausto Gavazzi. El cuarto piloto era Guillermo Dellepiane, el más joven, quien recién había alcanzado el primer grado de oficial, alférez.
Dellepiane estaba inquieto. No por su inminente bautismo de fuego, sino porque nunca había realizado la maniobra de reabastecimiento en vuelo. Su única oportunidad, en tiempos de paz, se vio interrumpida por una angina acompañada de bastante fiebre que le impidió asistir a las prácticas de reabastecimiento. Cuando el joven alférez arribó a Río Gallegos y advirtió que las misiones sobre las islas requerían reabastecimiento, no pudo pensar en otra cosa.
Antes de la guerra, Dellepiane se había adiestrado en su Skyhawk A4-B siguiendo a su jefe natural, el teniente Fausto ‘Tito’ Gavazzi, a quien su espíritu servicial lo diferenciaba del resto. Cuando había que hacer un asado, ahí estaba Gavazzi. Cuando un mecánico tenía un problema familiar y debían trasladarlo a otra ciudad, Gavazzi se ofrecía a llevarlo. Gavazzi era el docente, Gavazzi era el amigo, Gavazzi era el militar que imponía el respeto con palabras sabias y una sonrisa. Era el que recibía las inquietudes de los pilotos más jóvenes y era al que trataban de imitar. El ejemplo a seguir. Un líder nato pero, ante todo, un valiente y hábil piloto.
Guillermo Dellepiane había volcado su admiración en Gavazzi y seguía a rajatabla sus consejos. Desde su llegada a Río Gallegos, lo consultaba todos los días sobre cómo lograr con éxito la secuencia de reabastecimiento.
Gavazzi le explicó una y otra vez el procedimiento, le indicó cuál era la posición de aproximación adecuada y puso especial énfasis en la suavidad con que debía introducir la lanza de reabastecimiento en la pequeña canasta del Hércules.
El 12 de junio, a la hora del combate, Dellepiane recibió un último consejo de Gavazzi: “Piano, quédate tranquilo -le dijo-. Cuando te toque reabastecer, yo voy a estar ahí, lo vas a lograr, no lo dudes, sos un tipo capaz”. Jamás olvidaría esas palabras.
Antes de ingresar a la cabina de su Skyhawk, Gavazzi caminó alrededor del avión y verificó que todo estuviera orden. Revisó la bomba de 500 kilos que llevaría debajo de la nave y se encontró allí con Jorge Staurini, el armero responsable de su avión, sacudiendo su mano y visiblemente dolorido.
-¿Qué le sucede, Staurini?, preguntó Gavazzi.
-Me corté con un alambre de la espoleta, respondió el mecánico.
Gavazzi no dudó: deshizo el nudo del pañuelo de vuelo amarillo que llevaba en su cuello y se lo entregó al mecánico para que pudiera detener el sangrado. Staurini agradeció el gesto y quiso devolver el pañuelo, pero Gavazzi lo rechazó: “Consérvelo Staurini, a mi regreso me lo devuelve”, respondió.
Minutos más tarde, los ocho Skyhawk A-4B alcanzaron el Hércules. Zelaya y Arrarás comenzaron con la maniobra de reabastecimiento, mientras Gavazzi y Dellepiane aguardaban su turno.
Dellepiane esperó la señal de Gavazzi que, moviendo una mano, le indicó que comenzase la maniobra de reaprovisionamiento de combustible. Con su mano izquierda apoyada en el acelerador y la derecha en el bastón de comando, el joven alférez acercó la lanza hasta la pequeña canasta que flotaba en el aire unida al avión por una gruesa manguera. Debía concretarlo en su primer intento. Gavazzi observaba de cerca y asentía moviendo su cabeza y su casco blanco hacia adelante. La lanza de reabastecimiento del Skyhawk se aproximó a la canasta del Hércules y, como si lo hubiera realizado mil veces, Dellepiane lo logró. Quiso gritar de alegría pero no pudo, ya que cualquier comunicación podía ser interceptada por los británicos. Gavazzi lo felicitó levantando su puño. Luego iniciaron juntos el descenso hacia las islas en el momento que la primera escuadrilla comenzaba su ataque contra los buques ingleses.
Woodward, en su puesto de comando, escuchaba las comunicaciones entre el destructor Glasgow y la fragata Brilliant. La Fuerza Aérea Argentina no aparecía y su ansiedad iba en aumento. Se preguntaba si habrían descubierto su plan o si habían picado el anzuelo. De pronto, una alerta lanzada desde el Glasgow despejó cualquier duda: “Cuatro hostiles acercándose por popa, blancos interceptados a 25 kilómetros”, decía.
Los Skyhawk de la primera escuadrilla aparecieron en vuelo rasante a mar abierto. Las salpicaduras y la sal del mar anulaban la visión del plexiglás frontal obligando a los pilotos a navegar mirando por las lunetas laterales. El Glasgow y la Brilliant lanzaron la alarma de combate. Las puertas estancas de camarotes y compartimientos se cerraron: en caso de concretarse una explosión, el soplido de fuego no correría a su antojo por los pasillos como en el Sheffield, esta vez sería detenido y las bajas se reducirán a las áreas donde el buque fuese afectado.
El destructor Glasgow comenzó la secuencia de disparo y se dio la orden de lanzar dos misiles Sea Dart de largo alcance. Como si fuera una broma pesada del destino, ambos misiles se negaron a salir. El Glasgow quedó indefenso contra un enemigo que traía consigo un nuevo mensaje de muerte: cuatro bombas de quinientos kilos, dos toneladas de explosivos suficientes para hacer volar por el aire al destructor.
Al escuchar lo que ocurría, los operadores de la Fragata Brilliant tomaron el control de la situación. Le ordenaron al destructor Glasgow retirarse mientras ellos interceptaban la trayectoria de los jets hostiles y se preparaban para disparar cuando las naves enemigas estuvieran al alcance de sus misiles Sea Wolf.
Los cuatro Skyhawk piloteados por Mario Nivoli, Jorge Ibarlucea, Manuel Bustos y Alfredo Vázquez acortaron distancias a 250 metros por segundo. Un kilómetro cada cuatro segundos. Cuando faltaban 34 segundos para lanzar las bombas, los pilotos argentinos observaron la popa del destructor Glasgow y descubrieron que la fragata Brilliant se interponía en su camino, para enfrentarlos.
En la popa de la fragata, el lanzador de misiles de Sea Wolf se movía como un robot. Sus servos le permitían realizar movimientos cortos, precisos, para ajustar el tiro. Luego la cubierta se inundó de humo y, en rápida sucesión, dos misiles Sea Wolf volaron hacia los Skyhawk argentinos. Se veían como dos fogonazos vivos empujados por estelas de humo color blanco que iban directo hacia los jets. Un resplandor seguido de una bola de fuego marcó el final del primer Skyhawk: el teniente Nivoli fue derribado. Casi de inmediato, el teniente Ibarlucea corrió la misma suerte. El teniente Bustos realizaba acciones evasivas a baja altura cuando golpeó con su ala izquierda la cresta de una ola a mil kilómetros por hora. Se desintegró en una nube de vapor de la que sólo emergió una turbina, que siguió rebotando sobre el mar, girando sobre sí misma, despedazándose cada vez que golpeaba contra el agua. Iba directo hacia la Fragata Brilliant, pero desapareció antes de alcanzar el buque.
El piloto del único A4-B sobreviviente voló directo hacia el destructor Glasgow. El sonido de su turbina se amplificó sobre el mar. Su ronquido particular, que en otros tiempos atemorizó al Vietcong, trajo su mensaje de muerte a la marina británica. En los parlantes del Glasgow se escuchó una sola orden, la misma que Woodward oyó en el portaaviones Hermes: “Todo el mundo al suelo”.
El alférez Alfredo Jorge Alberto Vázquez, un rosarino de 24 años dueño de una contagiosa sonrisa, llamativos ojos azules, poseedor de un coraje descomunal y único sobreviviente de la primera escuadrilla, avanzó solo, en su primera misión, a mil kilómetros por hora. Su mano izquierda empujaba el acelerador hacia adelante, al máximo, mientras que la derecha parecía soldada al bastón de comando. Se aproximó al destructor inglés, sorteando el fuego antiaéreo que le lanzaba la fragata Brilliant, que intentó cerrarle el paso transformando todo en una espesa cortina de humo negro. Vázquez la traspasó como una flecha y dejó marcados en el aire unos bigotes de turbulencia. Los marinos ingleses se sorprendieron y entraron en un estado de hipnotismo breve. Vázquez volaba tan cerca del mar que el chorro de aire lanzado por su tobera de escape dejaba tras de sí una marca similar a una lancha de competición. Lleno de rabia, en la soledad de su cabina, apretó el botón de sus cañones y lanzó una lluvia de plomo contra el destructor mientras una poderosa oleada de adrenalina lo envolvió.
La cabina vibró sacudida por la turbulencia. Vázquez, fascinado por el blanco que aparecía frente a su cabina, apuntó y lanzó la bomba de quinientos kilos (de fabricación británica, adquirida por el gobierno argentino para abastecer a los bombarderos Avro Lancaster de la Fuerza Aérea al finalizar la Segunda Guerra Mundial). La bomba golpeó contra el agua, rebotó, se elevó e hizo una parábola increíble: pasó por encima del destructor Glasgow y volvió a impactar contra el mar. Recién entonces explotó y sacudió al buque con su onda expansiva. Vázquez retomó el vuelo rasante, peinando las crestas de las olas y escapó del área a máxima velocidad, perseguido por el fuego antiaéreo.
La adrenalina por los dos derribos y el tercer avión estrellado contagió de entusiasmo a la sala del portaaviones Hermes. Pero Woodward no festejó. Invadido por un mal presentimiento, se sintió como un animal acorralado en una cacería. Tomó la radio y, siguiendo su instinto, llamó a los comandantes de ambos buques: “¡Salgan de ahí! ¡Salgan de ahí ahora mismo!”, ordenó.
Ambos buques apuntaron sus proas hacia el suroeste a máxima velocidad y emprendieron la retirada. Woodward sentía que un peligro invisible lo acechaba. Y no estaba equivocado. Minutos más tarde, la sala de tiro del Glasgow envió un nuevo mensaje: “Cuatro aviones hostiles detectados, vienen hacia nosotros”.
El Glasgow y la Brilliant debían jugar el segundo tiempo con la escuadrilla del capitán Zelaya. Esta vez el ataque a mar abierto de los Skyhawk fue realizado con una variante, con la costa a sus espaldas. Woodward, que confiaba en la letalidad de los misiles Sea Wolf que portaba la Brilliant, quedó sorprendido ante una comunicación de la fragata: “Misiles Sea Wolf delanteros y traseros fuera de servicio, reseteen el sistema”.
El jefe de Fuerza de Tareas británica no llegó a reaccionar cuando escuchó una nueva voz en la radio de la fragata Brilliant: “Perdimos el sistema Sea Wolf”, dijo. A continuación las voces fueron reemplazadas por los estampidos de cañones y ametralladoras livianas lanzando su lluvia de plomo tratando de detener lo indetenible.
Zelaya viró hacia la derecha seguido por Arrarás. Más atrás, Gavazzi y Dellepiane copiaron la maniobra y avanzaron hacia los dos buques de guerra con la costa a sus espaldas. Los radares de ambos buques, confundidos con el eco de la costa, se bloquearon. No podían detectarlos. Al alférez Dellepiane los buques de guerra ingleses le parecieron pequeños e inofensivos. Pero cuando escuchó a Vázquez informar que habían derribado a todos sus compañeros y que volvía solo a Rio Gallegos, quedó shockeado. Se concentró en copiar el bombardeo de Gavazzi. Su escuadrilla jugaba una carta prácticamente imposible: atacar a dos buques de la tercera marina más poderosa del mundo, de un miembro de la OTAN.
De pronto, el ensordecedor sonido de las armas antiaéreas ocupó el mundo. El Skyhawk A-4B tripulado por Arrarás puso al Glasgow en el centro de su mira y soltó su bomba. En un acto reflejo, levantó la nariz y pasó rugiendo sobre el destructor. La bomba generó un sonido extraño, como un golpe seco, pero no hubo explosión.
Zelaya, Dellepiane y Gavazzi eligieron como blanco a la fragata Brilliant. Tuvieron que traspasar un muro de proyectiles trazadores rojos que golpeaban contra el mar y rebotaban hacia el cielo. Las columnas de agua se levantaban como un campo sembrado. Zelaya lanzó su bomba, luego Gavazzi y último Dellepiane. De inmediato, perseguidos por el fuego antiaéreo, se alejaron del área.
El capitán Zelaya llamó por radio a sus tres pilotos, quería saber quién regresaba.
-Oro uno, dijo Zelaya.
-Oro dos, repitió Arrarás
-Oro tres, la inconfundible voz Gavazzi cargada de excitación dio mayor tranquilidad a Zelaya.
-Oro cuatro, confirmó con alegría Dellepiane.
-¡Qué suerte, volvemos todos!, exclamó Zelaya
A bordo del destructor HMS Glasgow, varios marinos observaron un pequeño hoyo en el casco, sobre la línea de flotación. Era la bomba del piloto argentino Juan Arrarás que había impactado en el buque. La imagen era desoladora: porciones de tuberías, cables y restos irreconocibles que colgaban de la nave, acariciando la superficie del mar. La bomba de 500 kilos había atravesado el casco, destripando compartimientos, errando por poco a la cañería maestra de combustible, atravesando un camarote, transitando por delante de un marinero que se encontraba a resguardo, perforando otra vez el casco... para, finalmente, caer al mar sin explotar.
Woodward palideció cuando escuchó una comunicación del destructor Glasgow: “Nos dieron, estamos fuera de combate. Tenemos un incendio a bordo. El servicio de contraincendios no funciona”.
Zelaya y sus pilotos emprendieron su escape en vuelo rasante hacia Río Gallegos. Tras segundos de navegación, el jefe de la escuadrilla advirtió que llevaba un rumbo incorrecto y corrigió su curso de vuelo. Viró hacia la izquierda, seguido únicamente por Arrarás.
Gavazzi y Dellepiane venían detrás. Zelaya y Arraras habían quedado fuera de su alcance visual. El joven alférez y su maestro volaban separados. Sin embargo, luego de unos minutos, Dellepiane observó un avión en vuelo rasante, bordeando las islas. Con precaución, lo llamó por radio:
-Tito, ¿sos vos?, preguntó.
Gavazzi mantuvo el silencio radioeléctrico y respondió moviendo sus alas. Dellepiane se sintió seguro. Su jefe, que tenía un equipo de navegación moderno, que él no disponía, lo guiaría hasta Río Gallegos. Dio potencia a su A-4B y acortó distancias con la intención de volar en formación.
Todavía estaban sobre las islas cuando el A-4B de Gavazzi fue sorprendido por una larga llamarada que brotó debajo del ala derecha. El fuego lo devoró en un instante. El avión comenzó a despedazarse en el aire y se estrelló contra el terreno generando una brutal explosión. Dellepiane, instintivamente, dirigió su mirada al cielo buscando un paracaídas abierto, pero en las alturas no flotaba nada. Miró hacia todos lados, buscando al Sea Harrier que había derribado a Gavazzi y ahora vendría por él, pero el cielo se encontraba limpio, desierto, sin actividad enemiga. El joven alférez, pegado al suelo, realizó maniobras evasivas, voló perdido entre las montañas con la inmensidad del océano a la vista.
Sin el equipo de navegación que llevaba Gavazzi, Dellepiane se encontró solo y perdido. Desesperado, a riesgo de ser interceptado, perseguido y derribado, rompió el silencio de radio. El capitán Zelaya escuchó sus gritos:
-¡Tony! ¡Tony! ¡Lo bajaron a Tito! No puede ser, no puede ser...
Zelaya intentó tranquilizar al joven piloto:
-Piano, olvidate de Tito, no podés hacer nada, poné rumbo 270° a Rio Gallegos.
En la zona de Darwin, un helicóptero Bell 212 de la Fuerza Aérea Argentina piloteado por el teniente Longar voló hacia la zona de la tragedia para reconocer el avión derribado. Entre los restos incendiados, los tripulantes encontraron un objeto que identificaron de inmediato: el casco de color blanco que, en su reverso, llevaba el nombre de Fausto Gavazzi.
¿Qué sucedió? Gavazzi se desvió de la ruta de escape -quizás confundido por el mal funcionamiento de su equipo de navegación- y sin advertirlo ingresó a un espacio no autorizado para el sobrevuelo. Allí se encontró con la artillería antiaérea argentina, que estaba “en situación de alerta”, lista para repeler el ataque de los Sea Harrier. Tenían orden de derribar todo lo que volase sobre ellos para defender la base aérea de Darwin, el hogar de los cazas Pucará. Y así lo hicieron. Allí encontró la muerte Gavazzi.
En Río Gallegos, la recepción de los A-4B fue amarga. Faltaban cuatro camaradas y cuatro aviones. Al detener su Skyhawk en la plataforma, Dellepiane descendió por la escalera del avión desesperado y gritó el nombre de Gavazzi. Su amigo, el alférez Marcelo Moroni, lo contuvo y trató de calmarlo.
A pesar del duro momento que les tocó vivir a los halcones, luego de aquél ataque la Fuerza Aérea Argentina supo que si realizaban sus ataques sobre los buques enemigos a mar abierto y con la costa de las islas a sus espaldas, podían confundir los sistemas de defensa.
Woodward recibió un informe lapidario sobre el estado del destructor Glasgow. Quedó fuera de combate. Desesperado, ordenó realizar reparaciones urgentes pero todos los intentos fracasaron. Los daños no podían ser corregidos en alta mar, menos aún con el mal tiempo en la zona del conflicto.
El destructor Glasgow se retiró a Gran Bretaña. Su guerra concluyó antes de tiempo. El hermano del Sheffield se había convertido en la primera unidad naval británica puesta fuera de combate por la Fuerza Aérea Argentina y el segundo destructor clase 42 en ser alcanzado en menos de ocho días de batalla.
Woodward debió soportar el peso de la batalla con el último destructor clase 42 disponible en el área, el HMS Coventry. Pero su última esperanza le duró tan solo trece días más: el 25 de mayo, las escuadrillas A-4B del Grupo 5 llamadas Zeus y Vulcano, con la costa a sus espaldas, atacaron al nuevo “piquete” de Woodward. La fragata Broadsword fue averiada por el impacto de una bomba, pero la peor parte se la llevo el destructor Coventry, el último de los tres perdidos en menos de un mes: fue alcanzado por tres bombas de 250 kilos que detonaron en el corazón de su casco y lo mandaron al fondo del mar en 22 minutos. Los halcones, una vez más, comprometidos con su estirpe, hicieron honor a su letalidad. Y renovaron la vigencia de su lema: “Ad Astra Per Aspera” (Hacia las estrellas, a través de las dificultades).
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