Entre cartas delirantes y una larga entrevista con Arquímedes Puccio, Palacios hilvana la historia del clan criminal y se cuestiona los límites de su oficio.
En 2011, cuando se enteró de que Arquímedes Puccio había dado una nota a un periodista de General Pico, donde vivía después de obtener la libertad condicional, Rodolfo Palacios lo llamó por teléfono y le propuso hacer una entrevista. El líder del clan que secuestró y asesinó a tres empresarios entre 1982 y 1984 no solo aceptó el pedido, sino que lo convirtió en un desafío: "Me enteré de que entrevistás a leyendas del crimen: a Robledo Puch, a Yiya Murano, a Conchita Barreda... Te falto yo. Esos no existen", dijo. Esa conversación es el primer antecedente de El clan Puccio. La historia definitiva, y también una clave de la particular relación que se estableció entre el periodista y el asesino.
Palacios viajó a General Pico y pasó un día con Puccio. Compartió un asado y brindó con él y sus amigos. Después siguieron otras conversaciones telefónicas y un intercambio epistolar. Como ocurrió con los casos anteriores en los que trabajó, el periodista no solo se ganó la confianza de Puccio, un requisito indispensable para que pudiera hablar: se convirtió también en su amigo. Palacios fue una de las tres personas a las que Puccio llamó para despedirse cuando se sintió morir, en 2013.
El relato de la historia del clan está intercalado en el libro con fragmentos de la entrevista realizada en 2011 y con pasajes de distintas cartas escritas por Puccio. La voz del secuestrador llega sin filtro, como la escuchaban los familiares de sus víctimas. Lo que primero llama la atención en su lenguaje es el grado de violencia que movilizan las palabras. Puccio insulta y profiere groserías en medio de un discurso delirante que recurre a citas de Perón y de textos bíblicos para construirse como una especie de redentor. Como una víctima, también, y como el dueño de la verdad. No le falta razón, ya que la investigación judicial de los secuestros y los crímenes dejó preguntas abiertas, que Palacios recapitula en su reconstrucción de la historia. Arquímedes Puccio podría haber respondido esos interrogantes y si no lo hizo fue porque nunca reconoció sus crímenes, porque sublimó la negación de su propia responsabilidad en la ficción de un sacrificio personal: "Me llevo muchos secretos. No puedo revelarlos porque está en peligro la vida de otras personas. Es una carga pesada. Pero debe ser así", dijo.
A diferencia de otros criminales, Puccio no buscaba el olvido. Uno de sus entretenimientos en General Pico consistía en preguntarle a la gente si sabía quién era o, mejor dicho, quién había sido ese hombre que vivió en San Isidro como miembro de una familia conocida y que terminaba sus días en la soledad y la pobreza. No tenía culpa, y desde esa posición se sentía en condiciones de descalificar a sus jueces y de rechazar a la sociedad que lo aborrecía. No reconocía más autoridad que la propia y en sus argumentaciones mezclaba falazmente crímenes propios y ajenos ("No fui ni asesino ni secuestrador, sino un guerrillero. Un combatiente. ¿Era legal lo que hicieron Aramburu o Rojas?") y consideraciones piadosas, como sus intenciones de rehabilitar adictos y organizar diversiones para los niños.
Palacios recuerda en el texto la relación que mantuvo con Robledo Puch, con quien inició sus entrevistas a criminales célebres y sobre quien publicó el libro El Ángel Negro. En ese entonces estaba obsesionado con conocer al asesino, dice, e ignoraba las consecuencias del encuentro: "Del mismo modo en que todo aquel que mata se mata a sí mismo y nunca vuelve a ser el mismo, el cronista policial que se mete hasta los huesos y el alma en un caso nunca vuelve a ser el de antes. Conocer a Robledo no iba a ser una experiencia gratuita ni liberadora". Las demostraciones de amistad que le hace Puccio le provocan dudas, así como siente remordimientos al entrevistarse con la mujer de una víctima después de estar con uno de sus victimarios. También sintió que traicionaba la confianza que le había dado Barreda al titular el libro donde contó su historia Conchita, la palabra que el dentista popularizó para constituirse en humillado y ofendido. Sin embargo, Palacios nunca pierde de vista cuál es su lugar, y el enojo final de Barreda y la negativa de Robledo Puch a seguir recibiéndolo se explican porque no deja de acercarse como periodista.
Puccio decía que buscaba un periodista que quisiera escuchar la verdad, y Palacios lo escuchó mucho más allá de lo que él mismo pudo darse cuenta. Escuchó la voz que torturó a los familiares de las víctimas y se preguntó a cada paso cómo pudo cometer sus crímenes. Sin moverse de ese lugar inestable, resbaladizo, donde no hay respuestas definitivas y a veces, nos dice, se avanza a tientas, en la oscuridad completa.
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