El año que dejé de mirar la TV en directo
Fin de año. Inevitablemente, en estos últimos días mi cabeza osciló entre balances y promesas a futuro. Nada fuera de lo común. Supongo que a ustedes también les pasaron cosas buenas y malas, como a todo el mundo. A algunos más y a otros, menos.
Pero si tuviera que detallar mis consumos culturales en una sola oración, podría describir al año 2015 que se va como el que dejé de mirar televisión en vivo y en directo. Salvo cuando se trató de eventos deportivos -¿quién los mira en diferido?-, todo aquello que pudiera disfrutar a través de una pantalla llegó a mis ojos cuando yo lo decidí. No lo calculé: sucedió. El televisor que tengo en casa se convirtió, simplemente, en una pantalla. Como la de la tablet o mi celular, pero más grande. La explosión del contenido audiovisual en la red modificó la forma en la que miro -miramos- televisión, como si el futuro me hubiera robado el control remoto mientras me decía "ahora es así". Me encontré mirando videos graciosos en Instagram, fragmentos de late shows en YouTube, series y documentales en Netflix. Películas, mejor en cine. Pero nunca más ese ritual de prender la tele para ver el nuevo capítulo de Verdad/Consecuencia. Si me lo pierdo, lo veo al otro día. O a los cinco minutos de terminado, ni bien sube a la Web de su canal.
Intenté decodificar Snapchat, pero me lo tuvieron que explicar. Brevemente: otra red de videos cortos que se autodestruyen al día siguiente de su publicación. Entre la pibada no para de crecer. Alguna vez leí que a los 36 ya corremos más lento que los progresos tecnológicos. Yo tengo dos más y la lengua afuera. Pero quiero aprender, le temo al "viejochotismo". Me deprimieron mucho los periodistas que despreciaron al Rubius sólo porque la brecha generacional les impidió decodificarlo. A mí me cuesta, obvio, ¿pero negar a su fenómeno porque nos queda lejos? Si algo tiene, quiero comprenderlo. Hoy todos podemos producir un contenido audiovisual a bajo costo para las redes sociales. Su capacidad de supervivencia depende de nuestro talento. Pero la posibilidad ya es, de por sí, genial.
El salto hacia una producción más importante en términos económicos está cada vez más al alcance de nuestras manos, pero la televisión como entidad ya no es obligatoria para dar un primer paso. El lugar común dice que los instagrammers, youtubers, snappers -o como se diga-, ya no necesitan a la tele, sino que será ella la que venga en su busca. La apertura de contenidos nos liberó como espectadores de la tiranía del rating y su fiel secuaz, el minuto a minuto. Seleccionar un contenido a la carta, por la tarde o en una noche de insomnio, nos da la posibilidad de alimentar a nuestra cabeza sin la necesidad de consumir ningún escándalo o griterío "porque garpa".
Por todo esto me permito recomendarles algunas cosas que me hicieron muy feliz este año y que disfruté en las pantallas de mi televisor, computadora, tablet y celular: la serie Master Of None, de Aziz Ansari (Netflix); el Instagram de un tal Lucas Langelotti (@lucaslange), dedicado íntegramente a videos y fotos graciosas; los interrogatorios de Jimmy Kimmel a niños (Youtube); la serie Web Mundillo, del Canal Un3.tv, y los documentales Cowspiracy, The Other One y Supermensch, todos de Netflix. No hay nada más lindo que poder elegir lo que consumimos. Bienvenida esta época, entonces.