El año que pasé Navidad arriba de un avión por primera y última vez
Estaba de vacaciones en Río de Janeiro cuando un correo electrónico de "Human Resources" de Condé Nast, la editorial de publicaciones de lujo más importante del mundo, hizo explotar de brillantina mi bandeja de entrada. Una asistente de Vogue me escribía diciendo que luego de varios años de colaboraciones permanentes en la revista en su versión en español finalmente se había abierto un puesto de editor. "La directora quiere reunirse contigo el 2 de enero a las 9 de la mañana en sus oficinas de Miami. Déjame saber si podrás asistir a la cita porque luego Eva sale de viaje a los desfiles de París". Aunque se trataba de la versión latina de Vogue y estábamos hablando de Miami en lugar de New York, inmediatamente me imaginé como Andy de El Diablo Viste a la Moda en su primer día de Runway y me figuré con un bagel de cebolla saliendo atareado y nervioso de un subte.
Contesté sin medir las consecuencias. El 2 a las 9 tenía que estar impecable en una torre de Brickell definiendo mi futuro, no matter what. Y este "sin importar qué" implicaba que me había gastado gran parte de mis ahorros en las vacaciones, que no era momento de volver a instalarme en Miami y que un pasaje en esa época del año me iba a costar un perú. Intentando no detenerme en aquellos razonamientos que solo me alejarían de convertirme en la próxima Anna Wintour versión latinoamericana, me puse a buscar pasaje como un desaforado. ¿Qué opciones tenía? Solo dos: pagar lo que me costaría vivir un mes en Miami (hasta cobrar mi primer sueldo en el hipotético caso de que me tomaran) o volar el 24 a la noche pagando la mitad. Reservé sin dudarlo el vuelo para vísperas de Navidad a precio de oferta.
Habiendo sido criado en una familia numerosa y católica, la idea de pasar navidad solo arriba del avión me parecía extraña y algo desoladora. Sin embargo, le resté importancia al asunto y me dispuse a armar el look perfecto para impresionar a mi futura jefa con un efecto Carrie Bradshaw que visto en perspectiva era tan años 2000 que duele. Entretanto, mi madre ya me había llamado varias veces para pedirme opinión sobre el lugar donde pasaríamos el 24, los parientes a los que quería incluir en el la reunión -y a los que prefería evitar-, las peleas con mi hermana y mi cuñada, si era propicio o no invitar a una amiga recién divorciada y un análisis minucioso del menú y los regalos.
Todo me pareció tan insoportable que celebré la idea de estar encerrado en un no lugar, a miles de metros de altura, con gente desconocida que probablemente no profesaba el culto católico o simplemente había decidido viajar en esa fecha porque era mucho más barato. Así que le dije a mi madre que no iba a estar en Navidad y que probablemente tampoco estuviera en su cumpleaños ni en ninguna fecha comercial o aniversario porque regresaba a Estados Unidos a cumplir mi sueño. Luego terminé de armar la valija y me tomé un taxi al aeropuerto. En el trayecto comenzó la depresión: primero el conductor, que no paraba de hablar y contarme que estaba peleado con toda su familia y por eso había decidido ponerse "a laburar" un 24 a la noche. Después, el clima pre navideño que invadía la ciudad: señoras subiendo piononos envueltos a remises destartalados, supermercados chinos abiertos con gente comprando lo urgente, niños prendiendo estrellitas en la vereda y gente con bolsas corriendo como si no hubiera mañana. Todo esto teñido de un calor insoportable, acompañado de mucha sidra y mucha mayonesa.
Sentí alivio al pisar el aeropuerto, como si la Navidad se hubiera extinguido inmediatamente en ese espacio siempre igual, siempre frío, siempre neutral.
En el avión había muchos rabinos con sus mujeres e hijos, algunos grupos de amigos en plan fiesta y otras familias muy Disney que parecían dispuestas a celebrar con todo en pleno vuelo. Casi no había pasajeros solos como yo, lo que empezó a darme un poco de pánico y angustia por lo que pudiera ocurrir a la hora del brindis. Me tomé algo para poder dormir y cerré los ojos, pero la medianoche se hizo sentir de manera inevitable. A las 23:45 hora argentina las azafatas y azafatos comenzaron a repartir copas de un espumante horrendo y a las 23:59 se escuchó la voz del comandante a través de los parlantes, deseándonos a todos una muy feliz Navidad. Quise desaparecer pues nada me parece más humillante que brindar por lástima con gente desconocida, pero en los aviones no hay a donde ir, uno no puede salir corriendo, abrir la puerta y desaparecer. Y estar atrapado en un asiento incómodo en Navidad con una copa en la mano y medio relajante en tu cuerpo puede ser la situación más desesperante del mundo.
Pasado el brindis vino la desgracia y no me quedó otra que abrazar la Navidad en todo su esplendor: me ví solo, desamparado, lejos de la gente que quiero. Sentí toda esa tristeza que me había prometido evadir al momento de sacar el pasaje y no darle la mejor importancia a la Navidad. Pero las fiestas tienen ese poder de potenciar nuestra alegría o reavivar la depresión, indefectiblemente y aunque nuestra razón indique que es una fecha comercial a la que no se le debiera dar cabida alguna. Falso. A mí esa Navidad me hizo llorar a mares, cumpliendo su gran objetivo -aunque estuviéramos arriba de un avión-, de recordar a todos nuestros muertos, a toda la gente con la que nos peleamos y a esos familiares que dejamos de ver.
Pasar la Navidad solo fue una pésima idea hasta que me quedé dormido y una azafata me despertó para darme el desayuno. Una hora más tarde estaba "landing Miami", tan emocionado y ansioso por mi entrevista laboral que me olvidé del contexto y la fecha. El 25 fui a la playa, me hice algunos regalos baratísimos por el sale post Navidad y comí pavo con unos amigos cubanos. El 2 de enero tuve la entrevista y la directora de Vogue me preguntó si había viajado especialmente para eso, a lo que respondí negando con la cabeza y canchereando un poco porque no quería parecer desesperado o dar lástima.
Una semana después, y luego de varias pruebas extrañas nivel reality show de Donald Trump, estaba caminando por los pasillos de Condé Nast Latam como Gisele Bündchen en un desfile de Victoria's Secret. Había cumplido mi sueño de convertirme en editor de Vogue y me instalé a vivir en Miami, aunque para la Navidad siguiente saqué mi pasaje a Buenos Aires con mucha antelación y me aseguré de pasar el 24 a la noche con mi madre, el pan dulce, el caniche, los tíos, los primos, las abuelas y la mayonesa.
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