El animé, cine insignia de Japón
Desde los inagotables Pokémon hasta el film de Hayao Miyazaki que obtuvo la Palma de Oro en el último Festival de Berlín, el cine de animación japonés motoriza una nueva edad de oro de la industria fílmica de ese país
Daría la impresión de que el cine japonés desapareció de la escena mundial con la muerte de sus tres realizadores más grandes, Kenji Mizoguchi, Yasujiro Ono y Akira Kurosawa. Desde la muerte de este último, en 1998, ha surgido en Japón un puñado de directores talentosos, como Takeshi Kitano y Shinji Aoyama. Pero ninguno ha sido capaz de llenar las salas de cine de arte de Europa y Estados Unidos como lo hicieron sus predecesores en las décadas del 50 y 60, época de oro del cine japonés. Sin embargo, sus films nunca ha sido tan populares en el mundo como lo son ahora. Esa popularidad no se basa en largometrajes con actores, sino en las películas y series televisivas de animación que se conocen como animé.
Según la revista Time, el animé constituye el 60% de la producción cinematográfica japonesa. El término mismo –una adaptación de la palabra inglesa animation– sugiere las raíces del género, una mezcla de la tradición pictórica japonesa seda y grabados en madera con el diseño de personajes y argumentos típicamente norteamericanos. Después de una o dos décadas de su aparición en Estados Unidos como fenómeno under , el animé está saliendo a la luz. La princesa Mononoke, de Hayao Miyazaki, fue lanzada en 1999 por Miramax en una versión doblada al inglés; el animé Akira (1988), de Katsuhiro Otomo, se estrenó en salas cinematográficas el año último en una versión restaurada digitalmente (y ahora está disponible en DVD); también en 2000 Columbia Pictures lanzó The Spirits Within, un elaborado episodio animado con computadora de la serie Final Fantasy, y acaba de estrenarse Metrópolis, una mezcla de animación computada y manual dirigida por Rintaro y basada en una historieta, de 1949, de Osamu Tezuka.
El animé no es un género en sí mismo, sino un estilo que puede aplicarse a una variedad de géneros, desde las aventuras infantiles tipo Disney hasta un tipo de pornografía gráfica extraordinariamente violenta, como la serie Blue Girl, de Raizo Kitazawa y Kan Fukumoto. De hecho, muchos films animé mezclan y complementan varios géneros y períodos, como lo hace la popular serie televisiva Cowboy Bebop, que funde los westerns de samuráis, el retrofuturismo al estilo Blade Runner y la relación entre personajes típica de las sitcoms. Pero también hay ciertas constantes. En particular, el aspecto de los personajes que, aunque presentan algunas variaciones según los artistas que los crean, siempre lucen cuerpos imposiblemente esculturales coronados por enormes rostros en forma de corazón, en los que se destacan unos grandes ojos redondos tan límpidos como las piscinas de Beverly Hills. Los occidentales suelen asombrarse ante lo poco japonés de su apariencia, con el pelo rizado y en distintos matices de rubio, rojo y azul. Seguramente son así en parte por razones culturales, que quedan fuera del alcance de la crítica cinematográfica. Pero históricamente, el estilo se definió por la enorme admiración que Tezuka, el gran nombre paterno de la animación japonesa, sentía por la obra de Walt Disney. El primer personaje popular de Tezuka, nacido en un cómic de 1951, fue Astro Boy, un Pinocho de la era espacial que precede sustancialmente al film Inteligencia artificial, de Steven Spielberg.
Metrópolis¸ el animé recientemente estrenado, es una fantasía inspirada en una fotografía del film mudo alemán del mismo título realizado por Fritz Lang (que Tezuka alega no haber visto nunca). Es una encantadora fusión de los anticuados dibujos de cómic de Tezuka y tecnología de animación de última generación, usada para generar vertiginosas perspectivas y fondos extraordinariamente detallados.
Creado originalmente para los bajos presupuestos de la producción televisiva, el animé usa menos cuadros por minuto que los viejos dibujos animados de Warner Brothers o Disney, que fueron hechos en una época de costos más bajos y mayor exhibición en salas cinematográficas. Incluso ahora que las computadoras han hecho posible la creación de una animación fluida a un costo razonable, los films japoneses siguen aferrados a los movimientos discontinuos y con saltos que caracterizaban las primeras películas animadas. Tal vez los espectadores occidentales crean que el animé es inferior a los productos de Hollywood, pero en realidad los espectadores japoneses parecen disfrutar de esos movimientos recortados y bruscos. Acostumbrados al manga –los libros de historietas publicados masivamente en Japón, tanto para adultos como para niños y adolescentes–, los japoneses privilegian la composición y no el movimiento. El género precursor del manga es ukiyo-e, los grabados en madera –con frecuencia eróticos o caricaturescos– publicados en Tokio durante el siglo XIX. En ellos, los artistas procuraban representar el movimiento –olas que rompen, cruentas batallas, geishas ondulantes, actores de kabuki en acción– con dibujos de línea estática, empleando recursos que sugieren poderosamente el dinamismo contenido del animé. Mientras los animadores occidentales se esfuerzan por crear una ilusión de vida convincente, los japoneses se preocupan más por captar los gestos expresivos, o por evocar un estado de ánimo por medio del cuidadoso uso del color. A diferencia de la animación de Hollywood, el animé no aspira al status del cine actuado, sino que pretende seguir siendo lo que es.
La diversidad de logros del animé es inmensa, y va desde los descartables productos infantiles como Sailor Moon o la interminable serie Pokémon hasta obras que merecen ocupar un lugar junto a las mejores que ha producido el cine del siglo XX. Si el animé tiene algún director con derecho a reclamar reconocimiento mundial, ése es Hayao Miyazaki, el creador de La princesa Mononoke y de otros films como Spirited Away, que acaba de ganar la Palma de Oro en el último Festival de Cine de Berlín, además de cuatro series de televisión. La princesa Mononoke –el mayor logro de Miyazaki, y tal vez el único animé que no debe rehuir la comparación con las grandes películas del cine japonés de la década del 50– se estrenó el 12 de julio de 1997 en Tokio. Akira Kurosawa murió un año más tarde, el 6 de septiembre de 1998. Tal vez alcanzó a ver el film de Miyazaki, y tal vez encontró allí algo de sí mismo.