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Un 23 de julio de 1966 moría a los 45 años el ángel más triste del cine: Montgomery Clift, actorazo y primer exponente de una nueva generación de actores bellos, sensibles, de método, representados por figuras como Marlon Brando o James Dean. Clift fue el primero y tal vez el de más encarnadura, con ese rostro delicado y hermosamente expresivo y con una vida y una muerte trágicas y atormentadas. Lo persiguieron una infancia desolada, las adicciones, la homofobia, un accidente que casi lo desfiguró… Era la imagen más pura y vívida de un ángel caído, y cargó con el pesado privilegio de ser conocido como la sonrisa más triste de Hollywood.
Íntimo amigo de Elizabeth Taylor, dicen que ella estuvo enamorada platónicamente de él toda la vida. Difícil saberlo, aunque es cierto que lo quería y lo admiraba, que siempre lo protegió, que lo salvó una vez de la muerte y que nada fue igual cuando Montgomery partió…
Un bicho raro
Monty, como lo llamaban sus amigos, comenzó siendo un bicho raro en Hollywood y terminó inaugurando un nuevo modelo de estrellas. Cuando empezó a trabajar, los héroes del cine tenían el look “machote recio” de un John Wayne y a ellos opuso Clift su belleza casi femenina, su rostro expresivo, su mirada melancólica, además de las nuevas reglas interpretativas conocidas como “el método”, una técnica muy exigente que obligaba a una profunda exploración emocional de los personajes, y en la que el héroe abandonaba el estereotipo del galán recio para pasar a mostrar sus facetas más sensibles y vulnerables. Su presencia en la pantalla fue una revolución y terminó consagrándose como uno de los grandes emblemas del Actor’s Studio hollywoodense, seguido por actores de la talla y trascendencia de Marlon Brando y James Dean.
Era un bicho raro, sin duda, bello y talentoso pero bicho raro al fin, y además tenía costumbres inauditas para el mundillo de su tiempo, como su reticencia a ir a fiestas, su aspecto descuidado, sus contadísimos amigos… Para colmo, nunca se le había conocido una novia y arreciaban las sospechas sobre sus inclinaciones sexuales mientras él evitaba las definiciones públicas y jugaba al misterio y a escudarse en el mote de “el soltero más codiciado de América”.
Algunos creen que sus conflictos y su vida torturada tuvieron que ver con una homosexualidad reprimida, pero no parece. De hecho, se negó a seguir el ejemplo de Rock Hudson, que se había casado para ocultar su condición de gay. Más bien Monty parece haber vivido su sexualidad con libertad pero en privado, y hay pruebas de que convivió con varias de sus parejas en su departamento de Nueva York.
Probablemente sus problemas no tuvieron que ver con su condición sexual sino que comenzaron mucho antes.
Había nacido el 17 de octubre de 1920 en Omaha, Nebraska, y vivió su infancia en un ámbito familiar marcado por la infelicidad y la insatisfacción. Su madre había descubierto a los 18 años que era adoptada y que pertenecía en realidad a una familia de la alta sociedad, y se pasó toda la vida tratando de ser reconocida por ellos. Nunca lo logró, y mientras tanto educó a sus hijos con falsos aires aristocráticos y en un clima de tristeza y frustración. Todo empeoró con la crisis del 29, que hundió la economía familiar y provocó un desmembramiento de esa estructura ya endeble: padres e hijos tuvieron que correr cada uno por su lado en un sálvese quien pueda bestial.
Aunque sus dos hermanos partieron a la universidad, Montgomery decidió buscar otro camino. Había sido siempre un estudiante mediocre y con problemas de integración por su carácter inseguro e introvertido. Finalmente se inclinó por el teatro. Debutó muy joven en Broadway y rápidamente se convirtió en una estrella.
Hacia fines de los 40 ya había saltado al cine y entraba por la puerta grande con dos joyas estrenadas en 1948: Los ángeles perdidos, de Fred Zinnemann, que fue su primer gran protagónico, y Río rojo, de Howard Hawks, donde midió fuerzas con quiera era una gloria de Hollywood y la viva imagen del galán: John Wayne. Él y Clift se odiaron, obviamente. Wayne lo describió como “un pequeño bastardo arrogante”, y Clift lo despreciaba en cada segundo libre que le dejaba su obsesiva preparación para el papel, que incluyó, por ejemplo, pasarse horas y horas aprendiendo a andar a caballo hasta transformarse en pocos días en un jinete experto.
Y un día llegó Liz
Por esos años Montgomery Clift fue la figura de películas extraordinarias, como La heredera (1949), de William Wyler, además de Mi secreto me condena, de Alfred Hitchcock, y De aquí a la eternidad, de Fred Zinnemann, las dos de 1953. Una mención especial merece Ambiciones que matan (1951), de George Stevens, donde actuó por primera vez con quien sería su gran amiga de toda la vida, Elizabeth Taylor, y con quien forjaría uno de los grandes amores platónicos de la historia del cine. Cuando los convocaron para filmar esa primera película, él tenía 29 años y ya era todo un personaje, famoso por su talento y también por sus excentricidades. Liz tenía 18, era de una belleza increíble y gozaba de una enorme popularidad ya que había trabajado en algunas de las películas más taquilleras de la época, como Fuego de juventud y Mujercitas. Juntos fueron dinamita y, para los medios, “la pareja de moda” de esos tiempos.
Monty y Liz fueron casi almas gemelas. Muchos dicen que ella estaba enamorada de él y que hasta intentó varias veces convencerlo de que se casaran, pero la verdad es que lo que los unió siempre fue una gran química y una profundísima amistad, mientras ella transitaba su variado derrotero nupcial (es bien sabido que se casó ocho veces) y él se sometía a sucesivos tratamientos de desintoxicación alcohólica y se sumergía en romances ocultos y non sanctos para la pacatería de la época.
Liz Taylor amaba compartir el set con Monty, pero era una de las pocas. Ya era un secreto a voces que Clift era un personaje conflictivo, que complicaba los rodajes con sus ausencias y arranques y que su adicción al alcohol y a las drogas se hacía cada vez más evidente. También se hablaba mucho de sus rarezas, como que la única decoración de su departamento era una radiografía de un cráneo.
Todo se puso mucho peor después de una fatídica noche de mayo de 1956, cuando comenzó lo que muchos llaman “el suicidio más largo de la historia de Hollywood”. Esa noche Montgomery Clift hizo una excepción a su regla de no ir a ninguna parte y concurrió a una fiesta en la casa de Elizabeth Taylor, con quien estaba rodando por entonces la película El árbol de la vida. Cuentan que en la reunión tomó muchísimo, que estaba muy taciturno y que hasta se quedó dormido tirado sobre la alfombra.
En algún momento de la noche Monty decidió marcharse y se subió a su auto, borracho como una cuba. A las pocas cuadras derrapó en una curva, chocó violentamente contra un poste y quedó atrapado en medio de un revoltijo de hierros. Se rompió los pómulos, la mandíbula, el tabique nasal… Estaba desfigurado y bañado en sangre. La misma Liz, su amiga del alma, salió corriendo de su casa para auxiliarlo, se trepó por la luneta trasera y lo salvó de la muerte metiéndole la mano en la garganta para sacarle dos dientes que lo estaban ahogando. También impidió que los periodistas que llegaron al lugar tomaran ni una sola fotografía del desastre.
Barranca abajo
Su cara nunca volvió a ser la misma. Le hicieron varias cirugías plásticas pero él nunca volvió a reconocerse en un espejo. Esta nueva fuente de angustia, más los dolores crónicos que sufriría el resto de su vida, aumentaron su dependencia al alcohol y los analgésicos. Todo fue más barranca abajo.
Tras dos meses de rehabilitación, volvió al set para terminar de rodar El árbol de la vida, una película bastante floja que terminó siendo un éxito gracias al morbo de una enorme cantidad de espectadores que querían ver cómo había quedado el rostro de Montgomery Clift. El final del rodaje fue casi imposible, con un Clift aún más inseguro, que llegaba siempre tarde, se olvidaba la letra y tenía pocos momentos de sobriedad.
Liz Taylor, cuándo no, pasó a ser uno de sus pocos apoyos, y gracias a sus contactos Clift siguió consiguiendo papeles que, en algunos casos y a pesar de su desequilibrio emocional, serían recordados entre los mejores de su corta carrera.
En el rodaje de De repente, el último verano (1959), llegaba siempre tarde y era incapaz de recordar los diálogos. El director Joseph Mankiewicz estaba harto y quería despedirlo, pero tanto Liz como Katharine Hepburn, las coprotagonistas, se negaron: es famosa la anécdota de que la Hepburn le escupió en la cara al director por tratar tan duramente a Monty.
Una de sus interpretaciones icónicas y trágicas a la vez fue en Vencedores o vencidos, los juicios de Nüremberg (1961), de Stanley Kramer. Clift interpretaba a Rudolph Peterson, un discapacitado mental que había sido esterilizado por los nazis. En el rodaje estaba tan mal que nunca pudo recordar el guion de su declaración en el juicio. Después de varios intentos, Kramer finalmente le dijo que se olvidara del texto e improvisase, imaginando con razón que su estado de confusión le sumaría credibilidad al personaje. El resultado fue que Clift improvisó y logró doce minutos magistrales en pantalla, una pequeña joya cinematográfica que le valdría una de sus cuatro nominaciones al Oscar.
Ese mismo año rodó también Los inadaptados (The misfits), de John Huston, una película signada por la desgracia ya que sería la última filmada tanto por Clark Gable como por Marilyn Monroe. Su deterioro aquí era total, tanto que la mismísima Marilyn, que transitaba una de sus épocas más oscuras, dijo de él: “es la única persona que conozco que está peor que yo”. Monty estaba literalmente al borde del abismo. Tenía 40 años y la salud de un anciano, estaba hundido en una profunda depresión, apenas comía por una disentería que había contraído en México y abusaba del alcohol, los analgésicos y varias otras sustancias.
En el 62 filmó Freud, también de Huston, y fue caos sobre caos. A duras penas pudo protagonizar una más (El desertor, de Raoul Lévy, que se estrenó en el 66) y fue casi un milagro que lograra terminar el rodaje.
Liz Taylor consiguió que lo contrataran para protagonizar Reflejos de un ojo dorado de Huston pero no llegó, su cuerpo arrasado dijo basta. En algún momento de la noche del 23 de julio de 1966 murió por un infarto en la cama de su departamento. Antes de acostarse y con la idea de sacarlo un rato de su depresión, su amigo, secretario y según los más cercanos su último amante, Lorenzo James, le preguntó si quería ver una reposición de Los inadaptados que daban en televisión. Monty contestó enfáticamente que no, y esa fue su última palabra.
Liz estaba filmando una película en Europa y no pudo asistir al funeral. Pero envió un enorme ramo de rosas.
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