Una llamada del Vaticano frenó la venta del Luna Park, en manos del Arzobispado porteño, a un grupo inversor. La noticia llevó a pensar en lo significativo que es ese estadio y en el apellido que lo ha encarnado: Lectoure. La historia de un hombre unida a la de un edificio que albergó miles de historias.
El Luna Park y Juan Carlos Tito Lectoure funcionaron como un organismo biocultural, sólida simbiosis de impecable traje, de tribunas colmadas y fervorosas. Pero ¿el Luna Park fue Tito Lectoure o Tito Lectoure era el Luna Park? Es difícil encontrar una relación similar a la de este hombre y este estadio que albergó capítulos memorables de un país: ambos encarnaron y dialogaron con los anhelos, los deseos y los manejes de una sociedad.
Imaginen una cámara fija, ni digamos un dron, en algún rincón elevado, filmando en continuado durante todos estos años. Si se proyectara el inabarcable material, acelerando fotogramas, veríamos cómo desde un lote de basamento dudoso, un perímetro, una estructura de hierro y gradas de cemento, todo coronado con un techo a dos aguas. Años, décadas de multitudes, puñetazos, armado y desarmado del ring, del escenario, de una pista para ciclistas en loop. Tomas de catch, pirotecnia, raves, bodas fastuosas, velorios, actos políticos, circo, actos religiosos, espectáculos sobre hielo, osos en motocicletas. Fascistas. Cumbieros. Comunistas. Rockeros desmadrados. Peronistas. El dios del Cuarteto. Campeones. Perdedores. En el medio de ellos, contra ellos, para ellos: Tito Lectoure.
Recientemente, corrió un runrún sobre la posible venta del estadio a un grupo inversor para construir oficinas. Muchos se sorprendieron al enterarse: el Arzobispado porteño controla el lugar, desde 2015, cuando se hizo efectivo un intrincado testamento en el que Ernestina Devecchi, viuda de Lectoure, dejó la mayoría accionaria a los hermanos salesianos (o sea, Cáritas). El estadio, que ha resistido la “puertomaderización” de la zona, fue cubierto con una solidaridad viral inusitada. Se juntaron firmas y hasta Tinelli se lamentaba en Twitter. Las réplicas, los noticieros. Y, en unas horas, la “batillamada”: el mismísimo papa Francisco, o sus voceros, desestimaron cualquier negociado. La continuidad del Luna Park como sala de espectáculos quedó asegurada. La caja negra en la que aún resuena la historia de un país, al menos de una época, todavía funcionará como lo que es. ¿O cómo lo que fue?
Aunque el fulgor verde anuncia Palacio de los Deportes en la ochava redondeada del básquetbol, siempre fue el Templo del Boxeo. El deporte y la magnitud del Luna crecieron a la par hasta convertirse en el escenario soñado para un deporte de multitudes, con varios ídolos y varias épocas doradas: Justo Suárez, Nicolino Locche, Horacio Accavallo, Carlos Monzón. Esos campeones fueron estrellas pop.
Hay un hito en la historia del boxeo en el Luna Park: el 4 de septiembre de 1965, Ringo Bonavena peleó con Goyo Peralta, con el récord de entradas vendidas: 25.236 espectadores. Con un travelling dinámico de esa noche, pintando la época y sus personajes al detalle, empieza Luna Park: El estadio del pueblo, el ring del poder (editorial Sudamericana), el libro de Guido Carelli Lynch y Juan Manuel Bordón. Los dos periodistas surfean las olas del tiempo a través de la historia, pero fueron más allá de los acontecimientos del estadio.
En una mesa junto a la ventana del bar Puerto Rico, a pocas cuadras de la Plaza de Mayo, Carelli Lynch sintetiza el espíritu del libro: “La historia de esa familia sirve para zurcir los grandes hitos de nuestra historia, que pasaron por ese estadio. Y, aunque la editorial hubiese estado conforme con un libro sobre los grandes espectáculos, el valor agregado son los personajes”. El libro de Carelli Lynch y Bordón observa minuciosamente el entramado de la historia política y el origen del estadio: primero, como parque de atracciones nómade, circa los años 20, cuando los hijos de inmigrantes pusieron pie en Buenos Aires para hacerse la (Sud)América, tuvieron un sueño. Luego, su apogeo, como Palacio de los Deportes y epicentro de la argentinidad, y más acá, como sala privilegiada para todo tipo de espectáculos. Reconocido en el mundo, durante muchos años, el estadio techado más grande de Latinoamérica, siempre ligado al nombre Lectoure.
El templo
A los 20 años, Juan Carlos Tito Lectoure entró a trabajar en el Luna Park. Estaba feliz, porque había practicado boxeo desde chico. Y estaba orgulloso de que su apellido tuviese que ver con ese lugar. Empezó como administrativo, pero a los 22, comenzó a programar las peleas. Cuando pelearon Bonavena y Peralta, tenía 29.
Empezó justo después de hacer el servicio militar en la comisaría primera (sí, la que presta servicios al Luna Park), los siete días de la semana, más de 10 horas. Jamás se tomó vacaciones. En poco tiempo, su disciplina, su condición de estratega, sus contactos le fueron dando mayor protagonismo. Un lugar que le dejaría ocupar Ernestina, la viuda de su tío José Pepe Lectoure, campeón argentino de box, que fue verdadero pionero en el primer auge del deporte. A los pocos años, el joven Lectoure sería la cara visible del Luna Park.
Hasta 1930, el Luna Park fue una feria nómade de atracciones, kermeses, bailes de carnaval, shows excéntricos. “Domingo Pace era un busca total, un tipo que para los eventos del Centenario armó una feria con recuerdos que fue a buscar a Tucumán, y casi se funde. Igual, las ferias funcionaban muy bien en esa época. Vendía shows freaks como el de un monstruo marino, que en realidad era una ballena que encontraron encajada en el río. Era un hombre del espectáculo”, refresca Carelli Lynch. Uno de los primeros éxitos de Pace fue el 14 de septiembre de 1923. La avenida Corrientes empezaba a tomar forma como un corredor de marquesinas. Ese día había organizado una exposición internacional de radiofonía, y aprovechó para transmitir la pelea de Luis Ángel Firpo contra Jack Dempsey, desde Nueva York. Cobraron entrada por escuchar la pelea (el relato de la pelea, reconstruida a partir de teletipos), a través de altoparlantes. Desde entonces, Luna Park y boxeo, que salió de la ilegalidad como deporte, fueron sinónimo. Ismael Pace, hijo de Domingo, siguió adelante con la empresa familiar, pero para eso llamó a su amigo de la infancia, boxeador destacado, José Pepe Lectoure. La dupla pronto tuvo que mudarse de ese lote, emplazado en Corrientes 1066. Empezaban las obras para construir la 9 de Julio. Y, en ese lugar, ahora está ubicado el Obelisco. Pero ellos ya tenían visto el terreno entre Corrientes, Bouchard, Lavalle y Madero. “Gran parte de la vida social de esa época ocurría por ahí. Estos tipos eran muy despiertos, porque deciden levantar un estadio en un terreno que alquilaban. Pero sabían que la línea B del subte B se inauguraría en 1930 o 1931”. Osados es poco: los convencieron de que si quería cobrarles las deudas, debían prestarles más dinero para poder terminar el estadio. Y lo hicieron.
El edificio tal como lo conocemos fue construido por Jorge Kalnay, un arquitecto húngaro que salió de Europa como polizón en un barco. Con su hermano Andrés, llegaron a Buenos Aires, pensando que iban a Nueva York. Aquí dejaron un legado: después de algunas residencias particulares, construyeron los más destacados edificios racionalistas. La confitería Munich fue el primer encargo de Kalnay. El Teatro Broadway, el edificio donde funcionó el diario Crítica y el Luna Park.
A lo largo de los años, fue perdiendo su aspecto de cancha de fútbol, hasta que se terminó el techo en 1934. La dupla Pace-Lectoure llevó adelante una sociedad exitosa, que luego sería continuada por sus viudas. Especialmente por la mujer de Pepe, Ernestina Devecchi.
Ernestina Devecchi era hija de una familia piamontesa que tenía un restaurante en uno de los locales comerciales que bordeaban el Luna Park. Mientras trabajaba como camarera en el negocio familiar, conoció a Pepe. Tenía 15 años. Cuando cursaba cuarto año de Medicina, comenzó a vivir con Lectoure, y se casaron en 1941. En 10 años de matrimonio, la mujer había aprendido al lado de su marido el funcionamiento del estadio. Primero, tomó el control de los números, luego encaró importantes reformas edilicias (la más destacada, una tribuna sobre la calle Madero, que agregaría capacidad para 2.000 personas). También se dedicó a definir un perfil más sofisticado para el Luna, viajar a Europa, pensar en nuevos espectáculos. Para ello, contaría con otro Lectoure. “La muerte de Pepe e Ismael pone en escena a sus viudas. Ernestina avanza sobre todo. Ella elige mantener ese perfil bajo para darle lugar a Tito, para que se convierta en la cara del Luna”, señala Carelli Lynch.
El hombre
Tito Lectoure: un personaje fuerte, con infinidad de aristas, siempre rozado por el polvo de estrellas. Eso mismo debe estar pensando Luis Ortega, que lleva adelante un proyecto de serie que retrata a Lectoure, encarnado por el actor Esteban Lamothe, un apasionado por el boxeo. “Él logró que el boxeo sea un show, un espectáculo. En la calle Corrientes, la gente iba al Luna Park a ver boxeo porque había todos los sábados. O sea, lo que él hizo desde el lugar de poder que tenía por la tía, que era la dueña del estadio, y lo que generó en torno al negocio del box en la Argentina para mí es superlativo”, decía el actor en una entrevista a La Nación Revista.
Tito Lectoure pavimentó su figura: encarnó al hombre de códigos, implacable con los que se desmarcaban, al empresario que atiende su negocio conociéndolo al detalle. Y, puertas afuera, representó bien el ideal de playboy, en el amplio sentido de la palabra.
El enigma también juega su carta fuerte, como repasa Carelli Lynch: “Hay cantidad de entrevistas, pero nunca habló de su vida privada. Desde los 70 cuando lo presentan como un soltero codiciado en la revista Gente hasta el año 2000, en la revista Mística, siempre salía del paso diciendo que él estaba «casado con el Luna Park», y si lo pensás, era un poco así. Su hermana nos decía que la tragedia de Tito es que no fue feliz, que sin el Luna Park hubiese sido más libre. Pero esa afirmación es parcial, porque su vida siempre fue el box. Él entrenaba ahí y llegó a ser la máxima referencia en el mundo del boxeo argentino”. Y es curioso: ante los ojos del mundo, parecía ser el dueño del Luna Park, pero solo tenía el 5% de las acciones. “Así y todo, era su vida. El tipo se jactaba de no tener vacaciones. Y los domingos también estaba ahí, para estar con Ernestina”.
El elusivo eslogan “estoy casado con el Luna Park” tenía más de una lectura para decodificar. Porque se ha dicho una y mil veces: detrás de todo gran hombre y dentro de todo gran estadio, hay una gran mujer. Hay muy pocas fotos en las que Tito Lectoure y Ernestina Devecchi aparecen juntos. Una es en blanco y negro, capturada al pasar, cuando ambos saludan circunspectos al papa Juan Pablo II. La otra, a todo color, fue tomada con el cuerpo de patinadores de Holiday on Ice, el espectáculo sobre hielo que fue un éxito durante temporadas consecutivas. Tito y Ernestina están en el centro del elenco. Ella lo toma del brazo. Salvo por lo rimbombante de los vestuarios que los rodean, esta bien podría ser la foto desde el atrio.
Como recuerda Ernesto Cherquis Bialo, uno de los amigos del círculo íntimo de Lectoure, juntos compartieron pocas cosas públicamente: “Cines de Lavalle, algún sábado desde las 13 horas, un viaje a Montecarlo para la despedida de Monzón contra Valdez en el 76 [...]. Nunca tomaron vacaciones juntos ni se lo permitieron, ni siquiera cuando Ernestina iba a visitar anualmente a su familia en la región de la Toscana de Italia”.
Lectoure era una figura magnética. Sus amigos y cercanos tenían que atajar, como si fueran penales, las incógnitas sobre si era o no gay. “Era un playboy de quien no se conocían mucho sus andanzas. Había mucho silencio sobre su vida privada. Supimos que era muy jodón con la familia. Lo poco que se sabía es que, según nos contaron, le llevaban minas al hotel para que Ernestina no se enterara y que en los viajes se sentía más libre”, refresca Carelli Lynch.
Con las últimas modificaciones que le hicieron al Luna, para renovarlo y también para darle forma a un espacio más amplio y profundo, la relación con el boxeo comenzó a despegarse. Lectoure quería vivir la vida de un boxeador. Pero finalmente vivió la de muchos. Muchos campeones. Compartía sus entrenamientos, sus almuerzos espartanos, sus vigilias. Como empresario y manager dirigió el negocio con rigor y con un hermetismo que le valió acusaciones de monopolio. Cuando Lectoure dijo que ya no habría más peleas, en 1987, mantuvo su palabra hasta el final. Había empezado a aflojar en 2000, cuando entró al Salón de la Fama del Boxeo, en Canatosta, un reconocimiento que solo compartía entonces con Pascual Pérez y Monzón.
Y, si el boxeo volvió intermitentemente y con mucho suceso al Luna, fue como un homenaje de su sobrino, Esteban Livera, quien compartió la pasión por el deporte y trabajó en el lugar, hasta ser desplazado en un culebrón de testamentos. “Si el Luna hubiera sido negocio, habría más de uno. Sin embargo, desde hace más de 60 años, es el único en la ciudad”, le diría Tito Lectoure al arquitecto Guillermo Tella.
Epílogo
Mi mano a mano con Tito Lectoure fue en marzo de 1997. El Luna cumplía 65 años y, al mismo tiempo, una década sin festivales de boxeo. En las gradas del estadio, con la ausencia del ring como un cráter, Lectoure tiraba el título infalible: “En el boxeo actual solo hay porquerías”. Ensayó una guardia agresiva para el fotógrafo. Recuerdo su porte gallardo. Su traje no parecía planchado, sino tallado. Y, en el negro vacío del Luna Park, Lectoure se engrandecía. En sus arrugas, en sus canas, en el cuadrillé, pude ver sus trotes matinales con Monzón, el apretón de manos con Juan Pablo II, sus manos teñidas por la sangre de Galíndez en Sudáfrica. Después me acompañó hasta la puerta, mientras puteaba un poco más contra la falta de entrega y disciplina de algunos boxeadores, contra el circo de las entidades múltiples, contra las chicas que pasaban el cartel. Sentí que había entrevistado a un hombre de otros tiempos. El gran periodista Carlos Irusta, director de la revista Ring Side y hombre del boxeo desde su infancia, sintetizó, sin drama y con certeza, lo que significó la muerte de su amigo el 2 de marzo de 2002: “El Luna Park se quedó sin nombre y apellido”.
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