El afinador de pianos
Saavedra es un barrio de construcciones bajas. Tranquilo. Por sus calles internas pasan pocos colectivos y en algunas avenidas los carteles señalan 40 km como máxima velocidad. Algunas de las esquinas podrían ser un zoom a cualquier pueblo. En ese clima apacible, hay una casa antigua con jardín a la calle y pastos crecidos en la loza. Ahí vive un hombre que tendría la posibilidad de contrarrestar todo ese silencio. En la primera habitación que da a la calle –un cuadrado grande con techos altos y pisos de pinotea–, apoyados contra las paredes, incluso sobre la ventana, hay pianos. Dos alemanes de la Bauhaus, un viejo Rhodes; otro, abierto, con los martillos recién cambiados; dos cerrados, lustrados y listos para vender; tres en arreglo, y más. Desde esa paz sin estridencia en un rincón de la ciudad, se abre un laberinto de once piezas únicas que conviven en veinte metros cuadrados. La casa sigue, y en otro patio pequeño, techado, un piano de cola apenas deja espacio para pasar al baño. "Este lo estoy por entregar", dice el hombre. Y pasa la mano que se desliza con facilidad sobre la madera del piano de cola negro, que apenas cabe entre las paredes verde agua de la casa que termina en un jardín brotado de pájaros.
El hombre con el hogar habitado de pianos es el afinador Roberto Rovira. Lleva casi cuatro décadas de poner a punto los instrumentos de la mayoría de los músicos del rock nacional (Fito Páez, Litto Nebbia, Alejandro Lerner, Gustavo Cerati, entre otros), de Martha Argerich y Piazzolla, y se podría seguir. Rovira metió sus manos en las cuerdas y teclados que apenas horas después tocaron Stevie Wonder, Elton John, Aretha Franklin, Nick Cave; apenas algunos de los nombres de una larga lista que abarca años. También atiende (así lo llama) a los de las de las instituciones, como La Usina del Arte. O aquel piano transparente del salón de un crucero. A él le confían su objeto preciado. Lo respetan y quieren. Lo consideran "un groso", "el que más sabe". Este hombre, que se define afinador aunque también es músico, a los 61 años ata su melena gris y abundante en una coleta que le toca los omóplatos y esconde un celeste intenso en los ojos debajo de los lentes y cejas tupidas que enmarca con una barba larga y también canosa, muy de los setenta. Ese hombre prefiere decir de sí, que se anima a resolver lo que tenga enfrente. Que tiene curiosidad, investiga, que es habilidoso. Que participó como actor en La ventana (2008), película de Carlos Sorín, donde hizo de afinador. Sus colegas creen que su arte está en su capacidad manual. Y en su paciencia. Carlos Nery, afinador, trabajó varios años en el Colón, es el encargado de los pianos del CCK, del Teatro Coliseo, entre otros. "Roberto es una persona con una capacidad manual impresionante en lo táctil, con creatividad para eso. Afina con mucha pasión: es lo que se necesita", dice Nery, a quien Rovira considera su mayor referente.
Cirujano y traumatólogo a la vez
Un piano tiene siempre un dueño. Un músico o una institución. ¿A quién confiarle la salud, el sonido de una pieza tan única como compleja? La posesión atesora el cuidado, el vínculo con el instrumento. En relación con el violín, el piano es una creación joven. Poco más de trescientos años. De su nacimiento, en 1700, pasó por diferentes cuerpos, pero quedaron dos formatos: el piano de cola y el vertical. En su construcción intervienen muchas personas, dueñas de diferentes artes y oficios. Carpinteros y ebanistas para la estructura; lustradores para el final del proceso con la madera; matriceros que van a las clavijas. Luego están los oficios que se ocupan de las cuerdas, los pedales, los martillos y las telas de fieltro que los recubren, las otras telas en diferentes partes del piano; la colocación de las teclas. Una industria de la música. Algunos afinadores son también reparadores, algo así como un cirujano y traumotólogo a la vez. Incluso circula un mito sobre ellos: que algunos soñaron alguna vez construir un piano. Verlo crecer. Armarlo de a partes. Pero también dicen que a eso se sucumbe, porque total está la industria. Así como en el pasado fueron pianos alemanes, ingleses, hasta el Steinway americano, hoy la mayor producción se concentra en Oriente. Cuando Roberto Rovira empezó a dar sus primeras puntadas como afinador, asomaban al mercado los órganos electrónicos. Por esos días en que el enchufe parecía diagnosticar la muerte de lo acústico, un joven curioso de 24 años afinaba por primera vez.
En su casa había un piano, era de su madre. Fue el menor de cuatro hermanos. A los 18 soñaba con crear temas para películas. Terminó el secundario y empezó a estudiar piano con dedicación, siete u ocho horas al día. Luego vino el conservatorio, el Manuel de Falla. Estuvo varios años, pero el trabajo le ganó a la interpretación. Empezó a principios de los ochenta, con el auge de los teclados, y así llegó a dar cursos en las academias Yamaha. Juntó dinero y se fue a Panamá a ver a su hermana. "En un supermercado de allí, leí una revista sobre teclados y vi que en Estados Unidos se podían comprar herramientas de afinación que en la Argentina no existían", dice. Volvió de aquél viaje y estrenó esas piezas. El primer piano que afinó fue el de su casa. "Me considero perseverante, para aprender cosas soy mandado a hacer". Luego vinieron viajes a las fábricas de instrumentos en el exterior. Y de vuelta en la ciudad, los años de afinar muchos pianos por día para las casas de música en las que trabajaba. A la par, seguía estudiando composición con el gran pianista Manolo Juárez, a través del cual conoció a todos los músicos. Hoy, después de más de treinta años, siguen siendo amigos. Para Juárez, los pianos son instrumentos de caracteres diferentes. "Algunos –dice– tienen sonoridades más brillantes; otros, mesuradas y graves". El trabajo de Rovira consiste en destacar las virtudes de cada uno. No es solo un trabajo de afinación, sino que expande el espectro sonoro de cada instrumento. Ahí se encuentra la particularidad de su trabajo, su excelencia". Uno de los primeros músicos que Rovira conoció, vino también de las manos de Manolo Juárez. Con Litto Nebbia se conocen desde hace años. Rovira le afina los pianos desde aquellas primeras veces. Lo que Nebbia más destaca es que es muy meticuloso, "por el cuidado posterior del instrumento". Lo considera como a uno de los mejores. "Y además, toca bien el piano, tiene buen gusto".
El olor a piano es bastante particular. No huele solo a madera, está también allí lo que produce el encierro de las tapas, las partes vacías de adentro y la manera en que se asientan las partículas, lo que sueltan los paños, las cuerdas de metal, el clavijero. Algunos instalan una nube de pura naftalina: las polillas son el enemigo. Un piano es un microclima de sonidos, silencios y olores. Si están cerrados, depende del tipo de estilo y color, pueden darle luz a un espacio o entristecerlo si son maderas oscuras como de un ataúd. Pero alcanza con levantar la tapa para que un piano invite a tocar. Una tecla, y ya. Un sonido para que renazca el sentido de su construcción. Lo que venga después, será la música y su efecto en los cuerpos.
Afinar un Rolls-Royce
Roberto Rovira está parado sobre un escenario de una institución que tiene varios pianos. Va seguido a atender cada instrumento. Se suelta el pelo. Lleva los dos brazos hacia atrás y vuelve a ajustarlo en una cola de caballo baja. Un mechón queda afuera y lo acomoda detrás de la oreja derecha. "Ahora, sí", dice. Da un paso y apoya sus manos sobre la madera oscura y brillante de ese piano de cola de poco más de tres metros, un Fazioli italiano. Negro. Teclas blancas enteras; no partidas, como la mayoría. La tapa está levantada: las cuerdas ahí, al aire. Las manos del afinador pasan cerca. Pero las manos del afinador no van a las cuerdas, buscan en su bolso pequeño dos herramientas fundamentales: la perilla que ajustará las clavijas y un dispositivo electrónico que medirá las frecuencia, algo así como la nueva versión del viejo diapasón que daba el LA 440 para iniciar. A diferencia de los pianos verticales, los de cola permiten acercarse a las cuerdas al estirar los brazos, inclinándose sobre el instrumento. Y Rovira lo hace. "Modificar la tensión de las cuerdas varía la altura: si estiro más, sube la nota; si aflojo, baja". Enciende el dispositivo electrónico y toca la primera nota. "Tiene olitas, ¿las escuchás?". Se refiere a un vibrato, una especie de temblor suave del sonido, como en el lugar de su tonada. Pero este hombre que sabe lo que hace lo llama "olitas", así, en diminutivo. Luego toca su octava. Prueba. Y no puede dejar de explicar cuando escucha, ¿qué significa hacer una buena afinación? "No afinar bien es que las notas no estén donde tienen que estar", afirma con la cabeza debajo de la tapa del piano. "Hay un ciclo de las notas. Puede estar todo pasable, pero va a haber una tonalidad que estará medio mal, que es como meter basura debajo de la alfombra. No todo el mundo escucha para hacer las cosas. El bueno, sí". Y es eso lo que se dice sobre su trabajo. Que Rovira, sí. Y en eso coinciden artistas de géneros distintos. Por un lado, el músico Pedro Aznar dice: "Roberto tiene una mano y un oído únicos. No hay dos afinadores iguales, afinar un piano es una tarea muy compleja, que es parte ciencia y parte arte. Su manera es precisa, justa y bella". Para Marcelo Balat, pianista, solista de la Orquesta Sinfónica Nacional, lo que lo hace un buen afinador es la calidad y la dedicación con la que trabaja. "Rovira tiene muchísima experiencia. Además, una veta interpretativa y compositiva que creo que suma mucho". El afinador adjudica su experiencia a su curiosidad, a no dejar de mirar, a ser inquieto, tanto como para haber visto muchísimos pianos de lugares distintos del país. "Encuentro en los pianos que afina Roberto –asegura Balat– un toque particular, un sonido más dulce. Y siempre está atento y se toma el tiempo necesario para ajustar los detalles que le pido que hacen a la mecánica del piano".
Rovira deja de afinar, de hablar de la técnica. Se levanta del piano. Camina hacia atrás y lo contempla, mano en la cintura, llave en la derecha y con la izquierda libre lo señala. Entonces, habla de la máquina. Que este piano en particular es una maravilla. "Muchos Fazioli tienen cuatro pedales; eso hace que las teclas bajen un poco y suenen más suaves. Las ruedas son grandes, tienen un freno. A veces, en los escenarios, ruedan hasta desplazarse". Pero no queda ahí. Que el piano tiene cerca de 250 clavijas, más cuerdas que notas. Que por cada nota hay tres cuerdas. Que en algunas notas, dos, y en muy pocas, una. Que son de acerco, un calibre que supera el milímetro. Que tienen muchísima tensión y eso para una clavija que va insertada en un bloque de madera, exige que se la ajuste o se la mueva con una llave.
El olor a piano es bastante particular. No huele solo a madera, está también allí lo que produce el encierro de las tapas
Su primera llave de afinar la compró no bien comenzó, allá por los 80. Se cruzaba con una camada de afinadores de sesenta, setenta años que le aseguraban que comprar cosas nuevas era tirar el dinero. Lejos de frenar, siguió armándose de piezas para su trabajo. La que más usa es una con mango de carey con la que limpia los sonidos del Fazioli. Como las clavijas tienen cuatro caras y suben angostándose, no cualquier herramienta puede ajustarlas. "Me encontraba con algunas dañadas, que habrán querido girarlas con cualquier cosa". Él toma su pinza y va hacia la primera nota grave. Saca como una goma de borrar, pero es de látex, y la pone entre las cuerdas. Se estira sobre el piano abierto. "Es una sordina", dice. La guarda. Toca la nota y el sonido se replica en el escenario. Ajusta. Sigue la cuerda en su trayecto. "Empieza en una clavija, da vuelta en la otra y vuelve: es todo una". Así, teclas, clavijas y cuerdas, hasta terminar la pasada. Entonces, parado frente al Fazioli de cola, toca. "Esta es mía. La compuse yo", asegura con el cuerpo. La melodía y el clima de la pieza suenan a música de una escena de película. Algo de aquél primer sueño se instala en la tarde.
Una vida con mucha gente
Cruzarse con un músico lo llevó a otros. Esa acción por años, décadas, movidas musicales, megaconciertos. Así, una mañana de los años 90, cuando todos venían a tocar, lo llamaron para que fuera a la suite del Hyatt para trabajar sobre un piano vertical que había en la habitación: Madonna tenía que practicar antes del show. O cuando le pidieron por favor que tratara de salvar el piano que no soltaba ni un sonido después de haberse mojado, pero que los Red Hot Chili Peppers tenían que tocar. Salió debajo de la lluvia en remera, aunque al día siguiente cayera con 40 grados de fiebre. Hace apenas unos meses, afinó para el concierto de Nick Cave. Pero no se lo cruzó. "Todos esos personajes no aparecen, y si están, no se dejan sacar fotos. Cuidan mucho su imagen".
La tarde calurosa de un verano que recién nace obliga al dueño de casa a encender el acondicionador de aire. "Las maderas son sensibles a las temperaturas", dice Rovira. El patio pequeño ya no tiene el piano de cola. "Se fue". El pasajero ya no está ahí. Cuando se le pregunta una y otra vez qué es un afinador, finalmente trae una hoja impresa, lee una definición que encontró en la web y que le encantó: Es una persona que pone el piano en condición de producir las notas correctamente probando y produciendo cambios en la tensión de la cuerdas. "Es eso. Nada de que si el temperamento o los intervalos. Nosotros aflojamos y estiramos las cuerdas para que las notas suenen bien. Punto".
Al principio vivía para trabajar. Ya no. "Disfruto", dice. Tiene tres hijos adultos. Solo el más chico vive con él, y aunque se dedica a otra cosa, aviación, va de a poco con el oficio. Como va más despacio él. Lo que nunca cambió es su elección por no estar más de tres días en un determinado espacio. "Mi trabajo consiste en estar siempre con un piano, y los pianos cambian. No soportaría estar siempre en un mismo lugar".
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