El adiós de Colón
- -Dejad paso al sacerdote.
La puerta, al abrirse, echó luz sobre el empedrado de la celda donde el enfermo agonizaba. Lo asistían un notario y sus dos hijos, Diego y Fernando. Por el ventanuco del muro, un trozo de cielo vespertino, azul verdoso, le llevó por un instante el recuerdo de aquellos mares, testigos de su hazaña.
- -La paz esté con vos, Almirante.
- -Amén.
El hombre de Dios se acercó al lecho y contempló con pena el rostro cerúleo del navegante que había desafiado las leyendas del Mar Océano. Tan exiguo, que se fundía con las sábanas. Extrajo los óleos de su maletín y dispuso lo necesario sobre una mesa de arrimo, mientras el eco de las campanas de San Francisco llegaba hasta ellos, acompasado en la brisa de la tarde. Afuera, el aroma dulzón de la primavera; adentro, el olor acre de los ungüentos que pretendían alejar la muerte. Rezos y murmullos avivaron el sentido del doliente.
- -Su Majestad, la reina…-murmuró enfebrecido.
- -Isabel ha muerto, Almirante, justo cuando vos arribasteis a España, desde las Indias.
Cristóbal calla, hilando sucesos y recuerdos en su mente vaporosa. Ésa fue la causa de su desgracia. Don Fernando, que Dios lo amparase en el nombre de Aragón, no tenía la misma deferencia que su esposa hacia sus planes ni aventuras. Cuando supo que el rey se había trasladado con su corte a Valladolid él acudió, en procura de los títulos y honores prometidos. En vano recorrió Castilla entera reclamándolos. Había perdido el favor de la corona.
- -Estáis en paz con Dios –pronunció el sacerdote franciscano.
El Almirante miró con repentina lucidez a sus hijos y al notario. El día anterior había redactado su testamento a Pedro de Inoxedo, escribano de cámara de los Reyes Católicos, y fue aquélla su única ocasión de titularse Almirante, Virrey y Gobernador de las Indias, descubiertas y por descubrir. Ya nadie lo recordaría de ese modo, pese a que de su bolsillo salieron muchos maravedíes para la empresa. La memoria es frágil cuando se está en deuda.
Golpes sordos en la puerta llaman su atención. Nadie parece escucharlos. Cristóbal contempla el vano donde un frío glacial se cuela, enfriando el aire de ese cuarto austero. Las campanas siguen redoblando, y adentro de su mente reverberan como un coro de ángeles.
- -¡Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu! –clama con voz ajada.
Una dama envuelta en nieblas ha venido a buscarlo, vieja conocida sin rostro. ¡Fueron tantas las veces que la vio pasar de soslayo! Cuando pisaba aquellos verdores de brisa cálida, mientras intentaba razonar con los habitantes desnudos de su dorada isla, al lidiar con los tripulantes que se amotinaban, sin dar crédito a los conocimientos que él había adquirido de su padre…Y en el último tiempo, cuando arrastraba como raído albornoz sus pesares del alma y los males del cuerpo.
- -Es hora –dijo Cristóbal de pronto, con insólita firmeza.
La justicia terrena nunca le ha sido fiel, deberá esperar el juicio de la historia.Y la piedad divina.Duerme al fin, soñando con un epitafio que diga:
"Por Castilla y por León, Nuevo Mundo halló Colón".
(Nota de la autora: Cristóbal Colón, el descubridor de América para el Viejo Mundo, murió el 20 de mayo de 1506 agobiado por los contratiempos y en desgracia, sin que se reconociesen las promesas que se le habían hecho al empezar sus viajes. Tenía 55 años. Tanto el lugar de su muerte como el de su nacimiento son motivo de polémica y discrepancia, se discute incluso el destino de sus restos. La vida del Almirante sigue siendo un enigma.)
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