Eduardo VII: de amante a espía
La Revista entrega este adelanto exclusivo del libro El rey traidor, del investigador galés Martin Allen, que intenta demostrar las vinculaciones nazis de Eduardo VIII, el hombre que fue rey de Inglaterra por trescientos veinticinco días y que abdicó por amor. ¿Por amor?
Amoroso. Eso les pareció siempre el duque de Windsor a millones de mujeres que vieron en él al caballero romántico que renunciaba a su corona por amor. Al hombre más elegante del siglo pasado.
Pero siempre, entonces y ahora, otras versiones sugirieron que, aunque ésa fue la imagen que se proyectó por conveniencia de la corona británica, la abdicación se produjo por motivos bastante más oscuros.
El 20 de enero de 1936, la muerte del rey Jorge V de Inglaterra transformó a su hijo mayor en Eduardo VIII, el príncipe Eduardo, que reinó sólo entre el 20 de enero de 1936 y el 11 de diciembre del mismo año, cuando abdicó.
Eduardo mantenía desde hacía tiempo relaciones cariñosas con Wallis Simpson -a la que había conocido en 1929-, mujer divorciada dos veces y sin otro título honorífico que el de señora. Una vez en el trono, el rey quiso legitimar la situación y pretendió casarse. Si bien no era incorrecto que se casara con quien le viniera en ganas, no era aconsejable que lo hiciera contra el consejo del primer ministro o el sentimiento de la opinión pública, que por cierto vería con malos ojos a un rey desposando a una señora divorciada dos veces y cuyos dos maridos, para peor, se mantenían vivitos y coleando. Wallis no tenía siquiera la respetabilidad de una viuda.
Podía elegir casarse y arriesgarse a una crisis política; hacer un matrimonio morganático -en cuyo caso su mujer y sus hijos no participarían de honores reales o herencia alguna-, abdicar y casarse, o abandonar a Wallis.
Eligió abdicar. O fue obligado por el premier Stanley Baldwin. Su hermano Jorge VI, duque de York, fue el nuevo rey, y Eduardo nombrado duque de Windsor. Se le ofrecieron dos opciones: ser subdelegado regional en Gales u oficial de enlace en la delegación militar británica en París. Eduardo eligió lo segundo.
El libro El rey traidor, de Martin Allen, asegura que este puesto le permitió inspeccionar más de 1500 kilómetros de defensas francesas y que mediante su amistad con Charles Bedaux, un riquísimo hombre de negocios francés con vinculaciones nazis, le pasó un detalle minucioso sobre la posición de los mismos ejércitos a Hitler. El informe habría sido el responsable del resultado favorable a los ejércitos alemanes en la batalla de Francia, en junio de 1940.
Eduardo, dice Allen, era un fanático consciente de la ideología nazi, y no un ingenuo simpatizante de Hitler y aun antes de ser rey estaba convencido de que la Rusia soviética era una amenaza trágica para Europa y elogiaba abiertamente a la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler. Y ése, dice Allen, habría sido el verdadero motivo de abdicación tan apresurada. Inglaterra no podía tener un rey fascista.
Fue mejor, entonces, transformarlo en un amante torturado.
Se conocieron en una fiesta en casa de lady Thelma Furness. Wallis y su marido, Ernest Simpson, eran amigos de Thelma, y coincidieron con alguna regularidad en casa de ésta hasta que empezaron a verse una vez a la semana, aproximadamente, en la casa que tenían los Simpson en Bryanston Court. Eduardo iba allí a tomar el té con Wallis, y la amistad creció hasta el punto de que el príncipe invitó en mútiples ocasiones al matrimonio a que pasaran el fin de semana en la casa y retiro rural de Eduardo, Fort Belvedere. Lo que surgió entre ellos fue una pasión lenta, no un flechazo instantáneo, y no hay forma de saber si Wallis miró a Eduardo con buenos ojos desde el principio. Lo que sí se sabe es que después de conocerse bien, Wallis empezó a buscar la compañía de Eduardo en forma creciente, hasta que se estableció entre ambos una relación profunda; y Eduardo se enamoró perdidamente de ella.
Sin embargo, mientras Eduardo se enamoraba de Wallis Simpson, había otra influencia que ya penetraba en su vida. Sería un secreto muy bien guardado en el interior de las esferas superiores del poder británico. Eduardo, príncipe de Gales y futuro rey, sentía un entusiasmo desbordante por la ideología política de nuevo cuño que recorría Europa: el fascismo.
Desde el asesinato del zar Nicolás y su familia, Eduardo, al igual que casi toda la realeza, sentía un miedo cerval hacia el bolchevismo, y estaba horrorizado y firmemente convencido de que la Rusia soviética intentaría la conquista ideológica de Europa.
Su entusiasmo dejó de ser una inclinación personal, y empezó a elogiar los progresos que se estaban haciendo en la Italia de Mussolini, a sentir una clara adoración por Hitler y los nazis alemanes.
Estudiaba los planes de Hitler para reducir el desempleo, el milagro que se había producido en la economía alemana tras la llegada de los nazis al poder, y su admiración crecía. Llegó incluso al extremo de declarar públicamente que Gran Bretaña debía tender la mano, en señal de amistad, al régimen hitleriano. Jorge V, enfurecido, acusó a su hijo de comportamiento anticonstitucional por intervenir en la política exterior de otro país y hacer declaraciones germanófilas. Por desgracia, Eduardo no hizo caso a sus padre, ya que era fascista por naturaleza, y siguió dando indicios de por quiénes simpatizaba calificando a Francia y Gran Bretaña de "democracias chapuceras".
Dos meses antes de morir, Jorge V confió a lady Gordon-Lennox: "Quiera Dios que mi hijo mayor no se case nunca ni tenga hijos, y que nada se interponga entre Bertie (Jorge VI), Lilibet (Isabel II) y el trono". La salud del rey estaba ya seriamente deteriorada y muy poco antes de su fallecimiento vaticinó al primer ministro Baldwin que "cuando yo falte, el muchacho se hundirá solo en menos de doce meses". El rey Jorge V murió en enero de 1936, sin saber que se escucharían sus oraciones y sus vaticinios se cumplirían. Aunque la estrella del príncipe de Gales llegó a su cenit con su coronación como Eduardo VIII, empezó a declinar rápidamente cuando las autoridades y altas jerarquías que lo rodeaban comprendieron que su conducta caprichosa, su insistencia en entrometerse en política, sus inclinaciones dictatoriales y su fascismo declarado eran señal inequívoca de que el nuevo rey iba a representar un problema político y constitucional de primera magnitud.
Aquella noche leyó Eduardo el discurso de abdicación en el castillo de Windsor.
Delante del Palacio de Buckingham, en pleno centro de Londres, se manifestaron quinientos Camisas Negras de Oswald Mosley, haciendo el saludo fascista y gritando: "¡Queremos a Eduardo!" y "Uno, dos, tres y acierto, Baldwin vivo o muerto!" Otros Camisas Negras se manifestaron ante la Cámara de los Comunes, agitando pancartas que exigían: "¡Echad a Baldwin!¡Apoyad al rey!"Al día siguiente por la mañana hubo una concentración masiva de fascistas en Stepney y, ante un público de tres mil personas, sir Oswald Mosley exigió que se sometiera la abdicación al arbitraje del pueblo. Se rompieron ventanas y en las calles hubo peleas entre fascistas y socialistas. Gran Bretaña parecía al borde del abismo.
Wallis escuchó el discurso de abdicación en Villa Lou Viei, la casa mediterránea de Herman y Katherine Rogers, en compañía de sus amigos. Wallis diría siempre que escuchó las palabras de Eduardo con pesar silencioso, pero sobre lo que sucedió aquella noche hay otras versiones. Una criada que estaba presente dice que Wallis, haciendo una mueca, murmuró: "El imbécil, el muy imbécil".
El día de la boda, el jueves 3 de junio de 1937, lució un sol esplendoroso, pero fue en conjunto mucho más tranquilo de lo que había esperado Eduardo, muy distinto del acontecimiento real que había planeado. No asistió ningún miembro de su familia. Este desaire público ofendió mucho a Eduardo. Wallis escribiría después: "La orden tácita se había dado, el Palacio de Buckingham haría como si nuestra boda no existiera. No iba a haber reconciliación, ninguna muestra de reconocimiento oficial". Repudiado por su familia, Eduardo advirtió que muchos amigos suyos se distanciaban de él para no disgustar a la Casa Real. Los invitados que asistieron fueron vergonzosamente escasos, incluso para las costumbres modernas, y al final sólo había dieciséis amigos íntimos en el comedor de Candé, que es donde se celebró la ceremonia.
Lady Alexandra, esposa de Fruity Metcalfe, escribiría tiempo después: "Nos dimos la mano en el salón. Me di cuenta de que a ella debía besarla, pero no pude (...) A veces tenía detalles tiernos con él, le tomaba la mano, lo miraba como si lo amase, y entonces era imposible no conmoverse, pero la actitud de Wallis Simpson era demasiado formal. Como si acogiera con indiferencia la pasión de un amante más joven que ella. Supongo que en la intimidad será un poco más animada, de lo contrario tiene que ser deprimente." Entre los regalos de boda había una cajita de oro con una inscripción, aportación personal de Adolf Hitler.
El viaje de novios comenzó cuando el cortejo ducal subió al Orient Express; con 226 maletas y baúles, 7 criados y 2 perros, cruzaron Francia e Italia y llegaron a Venecia, donde los recibió una vitoreante multitud italiana que no paraba de hacerles el saludo fascista. Las banderas de las fasces mussolinianas ondeaban alegremente en el aire de la tarde soleada, y Eduardo, libre ya de las prohibiciones del gobierno británico y del Ministerio de Asuntos Exteriores, deleitó a la multitud estirando el brazo con la palma abierta para devolver el saludo al nuevo régimen italiano, repitiéndolo muchas veces mientras el cortejo ducal, protegido por la policía italiana, cruzaba la atestada estación y salía a la plaza donde aguardaban las góndolas. Las había enviado el mismo Mussolini y llevaron al grupo hasta el Lido. Ya los estaban esperando en el Hotel Excelsior.
Los Windsor se quedaron en Venecia tres horas y media y luego reanudaron el trayecto hacia el retiro austríaco de Wasserleonburg, donde iban a pasar la luna de miel.
Mientras estuvieron en Venecia, acompañados por el sonriente gentío y la flotilla de góndolas vistosamente pintadas, visitaron la basílica de San Marcos, el Palacio Ducal y la plaza de San Marcos, desde donde se dirigieron al Excelsior para tomar el té. Luego volvieron a la estación, donde un funcionario entregó a Wallis un centenar de claveles, de parte de Mussolini. Subieron al tren, sonó el silbato, y cuando el convoy se puso en movimiento, el sonriente Eduardo, de pie ante la ventanilla abierta, despidió a la multitud con el saludo fascista. El gesto fue recibido con un hurra de júbilo y un millar de brazos estirados.
Al día siguiente, Eduardo viajó otra vez con el doctor Ley. En Pomerania, el vehículo se detuvo para recoger al gobernador local y reanudó la marcha hacia Crossensee, donde estaba el cuartel general y campo de instrucción de las SS Totenkopfverbände (unidades SS de las calaveras). Allí, una banda interpretó el himno nacional británico, mientras una expertísima guardia de honor presentaba armas. Eduar-do dio el saludo nazi e inspeccionó las tropas, yendo y viniendo ante las filas formadas, con el SS Reichsfürer (jefe nacional de los SS), Heinrich Himmler, a su lado.
Aquellos hombres eran la flor y nata de las SS; integraban la guardia de honor de Hitler y le habían jurado fidelidad hasta la muerte, como daba a entender su emblema de la calavera y las tibias. Eran los SS mejor equipados y entrenados, aquellos a quienes se podía confiar las misiones más arriesgadas e impopulares al servicio de la nación, desde morir combatiendo hasta conducir a los judíos de Europa a las cámaras de gas.
Eduardo recorrió todo el cuartel, desde la imponente puerta principal hasta los pintorescos barracones techados con paja, pasando por las aulas donde los reclutas recibían el curso completo de adoctrinamiento ideológico que se exigía para ser miembro de las SS; en esas aulas los jóvenes aprendían prehistoria aria, seudoantropología y la falsificada historia de la mitología nazi. Terminado el recorrido, Eduardo vio lucirse a la crème de la crème en el campo de desfiles: tocaban las bandas, ondeaban las banderas, y Eduardo estaba en éxtasis.