Edgardo Giménez, la gran bestia pop
En Caballito, a comienzos de la década de 1950, las vecinas se detienen por primera vez a mirar la vidriera de la ferretería del barrio. Observan con curiosidad la hilera de hormigas que trepa a un rosal para llevarse los pétalos, de a pedacitos. Las flores son de papel crepé y las hormigas, de cartón con patas de alambre. Ubicada allí para promocionar una marca de insecticida, la instalación es la primera obra de un niño de nueve años que se convertirá, en la década siguiente, en uno de los grandes referentes del arte pop en la Argentina.
"¡Qué maravilla!", le dicen las mujeres al dueño de la ferretería, que les presenta al autor. "Esa aceptación, a una edad tan temprana, me sirvió muchísimo. Porque me di cuenta de que me gustaba gustar", confesó Giménez hace un par de años en una entrevista con LA NACION, antes de publicar su autobiografía Carne valiente.
"A brillar mi amor", se oía días más tarde en la presentación del libro de 400 páginas, que pesa tres kilos e incluye un CD con relatos y música. Pocos temas más apropiados que "La bestia pop", de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, para aludir a la brillante carrera de este hombre de sonrisa tan perenne como su obra.
Mientras exhibe obras recientes en la galería María Calcaterra, a fin de mes inaugurará en el Museo de Arte Tigre "Donde los sueños se hacen realidad". El título de la exposición es un homenaje a Walt Disney, uno de los grandes inspiradores de la fantástica fauna que protagoniza sus pinturas, esculturas, escenografías, afiches, muebles y objetos de diseño.
Vestido apenas con un taparrabos animal print, cual Tarzán urbano, Giménez montaba una enorme pantera negra en la invitación de la muestra que presentó en 1966 en la galería El sol. Y se abrazaba a La Mamouchska operada, una simpática criatura con ojos desorbitados y cuernos, en el enorme cartel publicitario con el que había conquistado la ciudad un año antes, sobre Florida y Viamonte. Su retrato, junto con los de Dalila Puzzovio y Charlie Squirru, acompañaba una pregunta que dejó su huella en la historia del arte argentino: "¿Por qué son tan geniales?".
"Estos chicos son la muerte, lo rompen todo", había escrito en 1964 el crítico Hugo Parpagnoli, entonces director del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, en el catálogo de una muestra en la galería Lirolay donde los tres participaban con Delia Cancela, Antonio Berni y varios más. "Se ríen del duelo y del suicidio –agregó– y son un balde de agua fría para los corazones sentimentales".
El optimismo es religión para este santafesino autodidacta, creador de una estética que se anticipó al Submarino amarillo de Los Beatles. A los 13 años comenzó a trabajar como cadete en una agencia de publicidad, donde pronto ingresó en la sala de arte. Y años más tarde caminaría por la alfombra roja de la era dorada del Instituto Di Tella, como discípulo dilecto de Jorge Romero Brest.
La casa azul con arco iris que diseñó en City Bell para el director del Centro de Artes Visuales del Di Tella fue quizá su proyecto más ambicioso. Realizada sobre la base de bocetos, con planos que fueron haciéndose sobre la marcha, fue incluida en una exposición de arquitectura moderna en el MoMA a fines de la década de 1970.
Sería el comienzo de su proyección internacional, confirmada cuando sus obras fueron incluidas en importantes muestras impulsadas en 2015 por el Walker Art Center y la Tate Gallery de Londres. Un año antes, la Ola Pop había arrasado con un tsunami de público el museo MAR de Mar del Plata; Giménez recreó allí la instalación marina que había servido como sala de espera del psicoanalista en la película Los neuróticos (1968), por la cual recibió un premio a la mejor escenografía.
¿A qué debe su vigencia? "El pop es amable, invita a disfrutar –dice Giménez–. No ha aparecido nada que reemplace esta manera de ver la vida."
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