En Buenos Aires, Benso Bonadimani conoció a Ercole Montini y Savino Caselli, empleados de la fábrica de máquinas de escribir Olivetti; juntos fundaron una icónica marca de armas
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Benso Bonadimani nació en marzo de 1938, en Cologna Veneta, a 20 kilómetros de Verona. Prácticamente todos los recuerdos de su infancia están relacionados con la Segunda Guerra Mundial. Su pueblo fue bombardeado por los Aliados y por las fuerzas del Eje. “Yo era chico, pero me acuerdo muy bien. Había un puente cerca del pueblo que era el blanco preferido por todos. No cayó de milagro. Siempre le apuntaban, pero nunca le acertaban. Estábamos tan acostumbrados a soportar los bombardeos que cada vez que escuchábamos el ruido de los aviones, los vecinos íbamos a ver si daban en el blanco. Era como un entretenimiento”, asegura.
El fin de la guerra encontró a los Bonadimani en un país devastado y con una familia “partida”: el padre de Benso había muerto y su tío Luigi no conseguía trabajo por su pasado fascista. “Como se dice hoy, quedamos ‘en banda’”, comenta.
El primero en buscar una salida, una oportunidad para comenzar de nuevo, fue el tío Luigi, que llegó a la Argentina en 1949. Cinco años más tarde, su madre Delia vendió la casa familiar y embarcó a toda su familia rumbo al nuevo mundo. Tras 16 días de navegación, Benso y su abuela Emma llegaron al puerto de Buenos Aires en el buque Augustus. “Fue en octubre de 1955, cuando se iba Perón”, precisa Benso.
Delia viajó unos meses más tarde, junto a María y Mario, los más chicos de la familia. Una vez reunidos, los Bonadimani compraron una casa en Ramos Mejía, provincia de Buenos Aires.
Benso no tenía una gran formación académica ni profesional. “Antes de llegar, creía que América era un gran país que incluía a la Argentina y que la capital era Río de Janeiro”, confiesa. Tenía apenas 17 años, pero la muerte temprana de su padre lo había convertido en “el hombre de la familia”. Comenzó a trabajar para su tío Luigi, que había abierto una fábrica de acumuladores.
“Manipulaba materiales peligrosos: plomo, ácido sulfúrico, sulfato de bario... Ganaba 6,24 pesos por hora. No estaba mal, aunque realizaba las tareas que nadie más quería hacer. Después de un tiempo, las cosas con mi tío no andaban bien. O sea, para uno, no era suficiente lo que el otro hacía, mientras que el otro se sentía un esclavo. Yo estaba agradecido con él, pero quería algo distinto”, dice.
Dos años después, conoció a dos compatriotas, Ercole Montini y Savino Caselli. Para Benso fue el comienzo de una maravillosa historia, que contará en detalle a continuación...
-Benso, ¿quiénes eran Ercole y Savino?
-Ercole era oriundo de un pequeño pueblo llamado Gardone Val Trompia, cercano a Brescia. Había sido el primero en venir: llegó en 1948 con su mujer. En Italia era metalúrgico, trabajaba en la fábrica de pistolas Beretta. Y acá había sido empleado por Olivetti, los fabricantes de máquinas de escribir. Ercole trabajaba todo el día como fresador y luego sumaba unos ingresos extras fabricando resortes y tornillos en un pequeño galpón que alquilaba. Se quedaba hasta el anochecer, fabricando piezas de aparatos que le encargaban los talleres del barrio... Savino, en cambio, llegó a Buenos Aires en 1953 con un contrato como operario de Olivetti. Ahí, en la planta, se conocieron. A mí me los presentó mi madre, que se había encontrado con la esposa de uno de ellos mientras hacía las compras. Resulta que en ese galpón en el que trabajaba, Ercole fabricaba piezas para un ingeniero esloveno, Antonio Antonovich. “Quiero esto”, le pedía, y Ercole lo hacía. Con el fin de poder llegar en tiempo y forma a los pedidos de Antonovich, Ercole nos incorporó a Savino y a mí.
Sigue Benso: “Para trabajar mejor, alquilamos un galpón más grande. El dueño nos puso una condición: que a las 6 de la tarde dejáramos que sus gallinas entrasen. Y bueno, había que aceptarla... Así fue que nació Tecnofres, el 14 de abril de 1958, una compañía fundada por nosotros tres. Cada socio puso una suma inicial de 20.000 pesos. Pagamos el anticipo de dos agujereadoras, un torno, una limadora y una fresadora que pusimos en marcha por primera vez el 1 de mayo, Día del Trabajador y también el día en que asumía la presidencia Arturo Frondizi.
-¿Qué tipo de tareas realizaba usted?
-Yo al principio, apenas sabía de mecánica. Ni siquiera sabía el nombre de algunas máquinas. Aprendía a paso rápido, porque al comienzo, Ercole y Savino mantenían sus trabajos en Olivetti. Yo trabajaba de día y ellos venían por la noche para ver cómo iba quedando el producto. Durante un año y medio hicimos engranajes, tornillos, tuercas, arandelas... Éramos como un taller multiuso. Hasta que murió Antonovich y se nos presentó un socio suyo.
-¿Usted sabía para qué se usaban las piezas que fabricaban y vendían?
-No, pero lo imaginaba. Yo se lo pregunté al socio de Antonovich: “Escuchame, ¿qué son estas piezas?”. “Son repuestos de armas Ballester Molina”, me dijo. Tenía sentido. La fábrica de Ballester Molina había sido expropiada por Perón y desde entonces fabricaba otro tipos de modelos o marcas. Entonces, quedaban muchas Ballester Molina en el mercado, pero sin repuestos. Muchas de las piezas que producíamos, eran repuestos. Ahí fue tomando forma la idea de fabricar pistolas. No sabíamos nada de armas, pero nos lo propusimos igual.
-¿Cuándo y cómo fabricaron su primera pistola?
-Cuando murió Antonovich, ocurrió una gran casualidad. Una de las cláusulas del contrato de Savino con Olivetti le permitía hacer un viaje cada dos años a Ivrea para capacitarse y visitar a su familia. En 1959, antes de que partiera, yo le dije: “Traeme un impermeable, una sevillana y una pistola”. Y me trajo una Beretta M70. La idea era que nos sirviera de prototipo. Caselli la desarmó, dibujó cada una de las piezas y las diseñó de forma que nosotros pudiéramos elaborarlas. Imagínese que Beretta tenía toda una fábrica, mientras que nosotros apenas teníamos un torno, una fresadora y una agujereadora… Savino tardó más o menos cuatro meses en hacer ese trabajo. Pero lo hizo con creces. Luego, ocurrió otra casualidad: Olivetti entró en huelga, una huelga que duró dos meses... Entonces, ¿qué hicimos? Agarramos a sus 5 mejores matriceros y los trajimos para que nos hicieran cada una de las piezas. Y de ahí salieron los primeros 6 prototipos de la famosa Bersa 60, nuestra primera pistola.
-Cuando la probaron, ¿funcionó?
-No (ríe). Se veía perfecta. La agarré, apunté al piso de tierra del patio del fondo y apreté el gatillo. Savino y Ercole se taparon los oídos con las manos, esperando el estruendo del disparo, pero la bala no salió. Volví a intentar, pero no hubo detonación, solo se oyó el “clic” del mecanismo. Nos rompimos pensando cuál podía ser el problema. Ponele más resorte, menos resorte, que sea más pesada, más liviana, decíamos, pero no andaba. Probó Savino, probó Ercole, pero el problema no estaba en el tirador, sino en el arma. Finalmente, después de desensamblarla varias veces, Savino descubrió que el error estaba en el largo del percutor, que por unas décimas de milímetro no llegaba a golpear el fulminante. Corrigió aquella falla y volvió a poner las piezas en su lugar. Cuando la volvimos a probar, el tiro sonó atronador, y la bala se hundió en la tierra.
-¿Por qué se la bautizó “Bersa”?
-Fue por recomendación de mi hermana María. Ella dijo que combináramos los nombres de los tres: Benso, Ercole y Savino. Y así quedó.
-Ahora, había que venderla.
-Yo tenía una moto Siambretta. Envolví las 5 pistolas con las páginas del diario La Razón y salí a andar. Agarré Avenida Rivadavia sin un destino cierto. Paré en la primera armería que vi, “Ángel Baraldo e Hijo S.A”. Entré y me presenté: “Señor, mire esto, son unas pistolas que hago con unos colegas, ¿le interesa?”. El tipo me miró y me preguntó: “¿Usted quién es?”. Recién ahí le dije mi nombre. “¿Bonadimani? ¿De Cologna Veneta?”, respondió. Era italiano, también, y resulta que había ido al colegio con mi hermana. Me dijo: “Nosotros somos mayoristas y compramos cantidades”. Y yo le respondí que si querían cantidades, iban a tener que invertir. Nosotros estábamos básicamente haciendo armas en un garaje...
-¿Esa persona era Ángel Baraldo?
-Era el hijo. Al otro día, fuimos a ver al padre. Un tipo muy serio, adusto. Me dice: “¿Quién sos vos?”. Y cuando le digo mi nombre, otra casualidad: había hecho el servicio militar con mi papá, Gino Bonadimani. Arreglamos enseguida. Quedamos en que ellos nos daban la plata a cambio de 10 años de distribución exclusiva. “Si sos Bonadimani, yo te presto el dinero”, me dijo. Invirtieron cerca de 120 mil pesos.
-Cuando empezaron a fabricar, ¿tenían competencia en el país?
-Yo no sabía, pero había como 20 fabricantes de armas. Hacían escopetas, carabinas, pistolas y revólveres. Nosotros nos dimos cuenta después. Sin embargo, las otras eran... (piensa) bueno, dejémoslo ahí, no puedo hablar mal de mis colegas. Por supuesto que cuando salió la nuestra, esas desaparecieron. Ahí se consolidó nuestra fábrica. En 1964 salió, formalmente, Bersa S.A. Ya teníamos 10 personas laburando.
-Solo se las vendían a Baraldo.
-Sí, pero con Baraldo había problemas de comercialización, porque un mes me pedía 200, después 500, después 1000. Y después, cuando yo ya tenía todo preparado para hacer 1000 por mes, volvía a 500. Entonces arreglamos en que si él me pedía una cantidad, luego podía igualar o aumentar esa cantidad, pero nunca volver a pedir menos.
-¿Cómo siguió su negocio una vez terminada la exclusividad con Baraldo?
-Los 10 años habían pasado, pero seguíamos haciendo negocios con él. El problema es que en 1973, con el fin de controlar la actividad de los grupos guerrilleros, el gobierno prohibió la venta de armas por medio de un decreto. “¿Ahora qué hacemos?”, dijimos. Con esa norma, BERSA seguía produciendo sus armas, pero no podía venderlas a particulares. Era el peor escenario para un taller que estaba en plena expansión. Debido a esa prohibición para vender, los Baraldo pidieron que paráramos las máquinas. A nosotros se nos acumulaba el stock en los depósitos y no nos quedó otra alternativa que cortar la sociedad que habíamos establecido con ellos en 1959. Pensamos en volver a lo que hacíamos antes. Sin embargo, también dijimos “esto (la prohibición) no puede durar mucho”. Además, no se prohibía la fabricación. Yo agarré y me fui a Italia, a una feria en Milán, a ver si había algún artículo en el que nos pudiéramos inspirar. No encontré nada. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, mientras caminaba por la calle, sentí que alguien me llamaba. Era una chica, y me dice “Benso, ¿no te acordás de mí?”. Era Laura, una conocida de mi infancia. Resulta que me invitó a comer a su casa, con su marido, para conocer a su familia. Fui. Y charlando con el esposo, me dijo que un amigo suyo era el primer importador de armas de toda Europa. Una casualidad tremenda... Agarró el teléfono y organizó un encuentro. En la mañana siguiente, a las 9, le mostré las pistolas a este señor, que se llamaba Arturo. Probó una y dijo: “¡E bella! ¿Cuánto cuestan?”. No se me ocurría qué responder... Le dije que “entre 40 y 50 dólares”. Y él me respondió “mandame mil”.
Luis Domingo Dondoli fue uno de los matriceros de Olivetti que, durante la huelga, trabajaron en el taller de Benso, Ercole y Savino. En 1966 lo volvieron a convocar para organizar el flujo de trabajo. Le ofrecieron el puesto de “jefe de planta”. Luis, jefe de matriceros en Olivetti, se sintió tentado por la propuesta, pero dejó clara su condición: no se incorporaría como un simple empleado, sino como socio. “Para seguir siendo un obrero asalariado, me quedo donde estoy”, les dijo con firmeza. Así se convirtió en el cuarto socio de Bersa, el único argentino.
-Ercole y Savino parecían estar más orientados a la producción, mientras que usted era “la cara de Bersa”.
-Así es. Yo fui perfeccionando eso. Hice un curso de comercio exterior y uno de inglés. Me fui un mes a Estados Unidos. Estudiaba día y noche. Luego contacté a todas las embajadas argentinas en el exterior. Le escribía a sus agregados comerciales, les enviaba cartas, y luego viajaba a hablar con ellos personalmente. Y fueron de gran ayuda, porque gracias a ellos conocí muchos posibles clientes. Por cierto, yo me encontraba con ellos y bromeaba diciendo: “Yo aprendí 500 palabras de inglés. Si usted sabe las mismas, podemos hablar tranquilamente” (ríe). Y así empecé a viajar. Fui a Ciudad del Cabo, a Kenia, a Finlandia, Francia e Israel. Después, en una feria en Italia me dieron un buen consejo: “Benso, el mercado de armas es Estados Unidos”. Poco tiempo después viajé ahí y me reuní con James Stone, un cliente que previamente me había enviado una carta diciendo que le interesaba comprar. Cuando lo fui a ver, fue cómico, porque yo no sabía quién era el tipo y él no sabía quién era yo. Yo, por el parlante, llamaba a James Stone, y él llamaba a Benso Bonadimani. Y creo que le caí bien. El tipo agarró la pistola y me dijo: “No puede entrar acá, no tiene las características que debe tener una pistola importada”. Los americanos pueden hacer cualquier cosa, pero las importadas necesitan tener una serie de características... Así que me vine para acá, nos pusimos a trabajar, hicimos las cosas que hacían falta, y volví a Estados Unidos con toda la esperanza de lograr venderlas.
-¿Qué opinó James Stone?
-Lamentablemente, al llegar, me enteré de que James Stone había muerto... Ya estaba ahí y no podía volverme sin nada. Aproveché el dinero que había llevado por visitar otros estados. Fui a Alabama, New Jersey... lo que pude con la plata que tenía. Busqué clientes por todos lados. Terminé conociendo a un americano que se llamaba George Sodini, hijo de italianos también, especialista en compra y venta. Hicimos negocios con él, exclusivamente con él, por dos años. Sodini me presentó a mucha gente de la industria de las armas en los Estados Unidos. Potenciales clientes. Íbamos a ferias, teníamos reuniones... Para ubicarte en el tiempo, era 1977. La verdad es que empezamos a vender en grandes volúmenes. Yo pienso que fue el mejor momento, el momento “dorado”, de la compañía.
-¿Qué pistola exportaban?
-La calibre 22, la primera que habíamos diseñado. Empezamos con 1000, 2000, 3000. Y después muchas más. Lo único malo del mercado estadounidense es que a veces te pedían 10.000, y otras veces 80.000.
-¿De qué dependía eso?
-De quién gobernaba, los demócratas o los republicanos. Con los republicanos, se vendían más armas.
-¿Qué otros clientes importantes tuvieron?
-Había un holandés llamado Gerald Bruenger al que le vendíamos1500 todos los meses. Con eso subsistíamos. Hicimos bastantes negocios con él. Pero después, ante un hecho que paralizó al mundo, frenamos: el atentado contra el Papa Juan Pablo II. Se paró la venta de armas. Bajó tanto, tan drásticamente, que tuvimos que subsistir con lo que vendíamos en el mercado interno, en el que ya se había levantado la prohibición que le comenté antes. En el mercado interno, en ese entonces, no dábamos abasto porque con la presencia de Montoneros todo el mundo quería armas.
-Benso, ¿Hoy, los socios fundadores forman parte de la empresa?
-Ercole y Luis fallecieron. Savino tiene 97 años, ya no trabaja en la empresa. En su momento probamos que nuestros hijos siguieran al mando, pero ninguno estuvo interesado. Yo vendí mi parte en 2021.
-Sin embargo, aquí tiene una oficina y sigue viniendo. ¿Por qué?
-Me propusieron quedarme 3 años para formar parte de la transición. Los 3 años pasaron, y sin embargo sigo viniendo. Los socios actuales me aman, me saludan. Yo llevo 68 años trabajando en este rubro. Vengo acá porque si no, en casa me muero.
Hoy Bersa fabrica más de 100.000 pistolas por año, de las cuales el mayor porcentaje va dirigido al mercado externo y a las fuerzas de seguridad. “Cada cinco minutos, los 365 días del año, en algún lugar del mundo se vende una pistola Bersa”, dicen desde la compañía, que exporta a 36 países en total, de los cuales Estados Unidos es su mayor cliente.
El presidente de Bersa, Manuel Pizarro, enfatiza que “si bien vendemos pistolas, insistimos con que las pistolas sean la última opción, siempre”.
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