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En octubre de 1829, época en que comenzaba a resquebrajarse la salud política de la Confederación Argentina, los hermanos Juan Cruz y Florencio Varela arribaron al puerto de Buenos Aires luego de una estadía de dos meses en la Banda Oriental. Sin embargo, no consiguieron desembarcar. Pesaba sobre ellos, y otras cabezas del Partido Unitario, la orden de destierro.
Regresaron a Montevideo sin saber que ninguno de los dos volverían a pisar suelo argentino. La hospitalidad de los amigos les dio el impulso necesario para iniciar la nueva vida en la ciudad que los cobijaba. Para Florencio, de 22 años, su hermano de 35, casado con Juana López Rubio, era un segundo padre. Él también debía formar familia.
En 1831, luego de dos años de destierro, Florencio se casó por poder con una joven que vivía en Buenos Aires. Nos referimos a Justa Cané, de dieciséis años, quien, luego de tres semanas y con los papeles en regla, cruzó el Río de la Plata para unirse a su marido. Tuvieron un matrimonio muy feliz, a pesar de las complicaciones que generaba una vida lejos de Buenos Aires y el constante ajetreo político al cual se veía expuesto Florencio. Tuvieron doce hijos (nueve varones, tres mujeres). El octavo llevó el nombre de su padre, Florencio. Iba en camino a cumplir cinco años cuando, el 20 de marzo de 1848, sucedió la tragedia familiar.
A las ocho y media de la noche, el padre regresaba a su casa. En la puerta golpeó tres veces el llamador, como solía hacerlo. Pero, junto con el tercero se escuchó un gemido. Florencio Varela había sido acuchillado por la espalda. La levita que usaba esa noche, con la notable marca del crimen, integra el patrimonio del Museo Histórico Nacional ubicado en el porteño Parque Lezama.
Justa Cané, embarazada en el momento del asesinato, se quedó en la ciudad uruguaya criando a sus hijos y fue auxiliada, mediante una suscripción (o aporte solidario) por sus cuñados, buenos amigos del finado Florencio y también desconocidos que se apiadaron de su situación. Recién luego de la victoria de Urquiza sobre Rosas en Caseros, el 3 de febrero de 1852, Justa regresó a Buenos Aires con la prole. Una de sus hijas, María Varela se unió con Cosme Beccar y fundaron la familia Beccar Varela.
Florentino, aquella criatura que perdió a su padre a los cinco años, se casó en 1863 con Mercedes Ortiz, sanjuanina, y le dieron a Justa Cané dos nietos más: Rufinito y un nuevo Florencio.
En 1868, durante un acalorado debate para elegir el candidato a suceder al presidente Bartolomé Mitre, se hicieron públicas las diferencias políticas de Florencio con sus hermanos mayores que apoyaban a Sarmiento, mientras que él se inclinaba con vehemencia por Adolfo Alsina.
Se dedicó al comercio y luego trabajó en el Cuerpo Legislativo. Durante las horas de ocio, solía sentarse a las mesas de juego, apostando con amigos, o no tanto, en alguna casa o café del centro de Buenos Aires.
El duelo de 1870
El episodio que vamos a narrar comenzó en la noche del 9 de junio de 1870. Florencio tenía, entonces, veintisiete años. El presidente era Sarmiento, el diario La Tribuna (de los Varela) era oficialista y el padre de ellos recibió su homenaje ese mismo año, al estamparse su retrato en el billete de diez pesos. Por lo tanto, podemos imaginar que en la mesa de las apuestas donde jugaba Florencio deben haber circulado los billetes con la cara de su progenitor.
Aquella noche el joven concurrió a un hotel y fonda al que llamaban “el restaurante de la Catedral”. Se encontraba en la calle San Martín entre Piedad y Cangallo (hoy Bartolomé Mitre y Perón) y contaba con una sala interna con ruleta. En un cuarto de la planta alta vivía hacía varios meses un militar llamado Nicolás Orfila. Huésped del hotel, era natural de España y tenía 44 años. Hizo su carrera como ingeniero al servicio del Ejército de Perú, donde alcanzó el grado de coronel. En Buenos Aires, todos lo llamaban “el coronel Orfila” o “el coronel peruano Orfila”. De baja estatura, su pelo era color castaño, portaba una renegrida barba corta y lucía un majestuoso sombrero de copa alta que contrastaba con sus medidas.
Los jugadores fueron llegando y a la medianoche se sirvió una cena en la que los comensales fueron atendidos por dos jóvenes al servicio del coronel, lo que le daba cierta calidad de anfitrión.
La reconstrucción de los hechos nos permite sumar a la escena a una integrante del grupo artístico Alcázar, probablemente bailarina, invitada del militar; a Emilio Esquivel, buen amigo y vecino de Varela, ya que ambos vivían con sus familias en la calle Victoria (Hipólito Yrigoyen), a la altura de Plaza Lorea; a un señor Linares, otro de apellido Vestier y unos cinco o siete sujetos más, cuyos nombres se desconocen.
Bien comidos y atendidos por los serviciales auxiliares del coronel, que proveían el alcohol y los cigarros, los caballeros y la dama se acercaron a la mesa de la ruleta cerca de las dos de la mañana. El motivo principal de la reunión dejó de hacerse esperar una vez que hicieron rodar la primera bola.
A las cuatro, cuando la combinación del alcohol y de la adrenalina enturbiaban las decisiones más sabias, un jugador que había ganado una buena suma consideró que había llegado el momento de retirarse. Orfila lo increpó, alegando que no correspondía que hiciera eso. El joven Florencio, que no había sido aludido en toda esta cuestión, defendió al jugador que se retiraba (tal vez, se retaba de su amigo-vecino Esquivel). Expuso que no existía regla alguna que obligara a un apostador a quedarse hasta perder su dinero. Orfila respondió con énfasis que no se trataba de seguir reglas, sino de no faltar a la educación en un juego entre amigos. Entendía que era impropio de un invitado irse de esa manera.
Alguna de las palabras que mencionó molestaron a Florencio Varela quien se acercó para abofetearlo. Fue contenido por un par de los presentes, pero esto no impidió que tanto el coronel como el joven intentaran tomarse a golpe de puños. El ambiente no se tranquilizó. Orfila exigió batirse en el campo del honor. Florencio aceptó el reto.
A instancias de Varela, uno de los testigos fue en busca de papel, pluma y tinta. El dueño del hotel, Eugenio Berden, se los facilitó. No le llamó la atención porque era habitual que algún perdedor tuviera que firmar un pagaré o un compromiso para salvar una deuda de juego. Pero en este caso, tenía otra finalidad.
Cortaron el papel y cada uno de los contendientes escribió, de su puño y letra: Cansado de vivir, me pego un tiro. Más la firma. Se hacía para eximir de responsabilidades al vencedor y también a los padrinos. Debe tenerse en cuenta que los duelos fueron prohibidos en el territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata en 1814, durante el Directorio de Gervasio de Posadas. Varios de los presentes, entre ellos la artista y los servidores, optaron por alejarse del lugar.
Para batirse, no tenían otra alternativa que alejarse del centro de la ciudad. Uno de los participantes secundarios fue a la Plaza de la Victoria (actual Plaza de Mayo) para contratar carruajes. Luego de una corta espera, tres victorias llegaron hasta la puerta del Restaurante de la Catedral. En este tipo de vehículo abierto viajan cómodas dos personas, pero pueden sumarse, en asientos menos confortables, un par más. No ha quedado un registro que indique cuántos pasajeros llevaron. Se sabe que, además de los contendientes, fueron los cuatro padrinos: Esquivel, Linares, Vestier y uno más. Los dos primeros apadrinaron a Varela.
Antes de subirse en el carruaje, Florencio le pidió a Berden que le diera una caja de cigarrillos y una copa de ginebra que bebió de un sorbo y con una sonrisa dibujada en sus facciones.
Faltaba un participante esencial, el amanecer. El negro azabache de los bosques de Palermo requería de los destellos del sol para darles una mínima posibilidad de acertar el disparo. Hacía falta el Febo asoma. Por ese motivo, se detuvieron en el café El Pobre Diablo para desayunar, mientras los cocheros los aguardaban.
Unas pocas líneas sobre el emblemático café, hotel y almacén. Se encontraba en el actual emplazamiento del Museo de Diseño y Arquitectura, es decir, en la esquina de Libertador y Callao, barrio de Recoleta. Era posta obligada en los viajes a Palermo y la línea de tranvías tenía allí la parada “Del Pobre Diablo”. Lo atendía un viejo irlandés de quien se contaba que había arribado a Buenos Aires en la Segunda Invasión Inglesa. En ese lugar, unos meses antes de los episodios que narramos, Héctor Varela, hermano mayor del duelista, había sido ovacionado por un encendido discurso sobre Garibaldi.
De regreso al grave asunto de cuestión de honor planteada alrededor de la mesa de la ruleta, alguna discusión debe haberse dado durante el desayuno por las notas de suicidio. Lo cierto es que le reclamaron papel y pluma al viejo irlandés y reescribieron las esquelas. Acto seguido, Varela pagó la cuenta de todos con un billete de cincuenta pesos. ¿Habrá recibido de vuelto uno con la efigie de su padre?
Prosiguieron el viaje a Palermo y pasaron por la puerta del otro café, el Oribe (cuya ubicación posible era en las cercanías del Jardín Zoológico). A los mozos que atendían el lugar les llamó la atención que a esa hora tan temprana, tres victorias de paseo se dirigieran a los bosques.
Los pasajeros dieron la indicación de detenerse, a la vera del lago principal y retomaron el camino que habían hecho. Otro testigo los vio llegar. El alemán Hansen, que regenteaba el mítico café de la zona (en Sarmiento y el puente del Ferrocarril) vio cómo las victorias se internaban y luego salían sin pasajeros de la zona oscura. Habrá sido a eso de las siete y media, cuando el sol apenas comenzaba a insinuarse. Un rato después, oyó dos disparos y distinguió tres siluetas que salían del bosque.
Tendido boca abajo había quedado Florencio Varela, con una bala que le había atravesado el pecho. El sombrero, tirado a un lado. Su arma a un costado del cuerpo, con la respectiva baqueta para empujar la pólvora. Y en el bolsillo de su chaleco una nota que decía:
Buenos Aires,
Me quito la vida hoy que estoy desesperado de ella.
Florencio Varela
Vale - No se culpe a nadie de ello.
A mediana distancia del lugar donde se hallaba el cuerpo, un hierro asomaba clavado en la tierra. Se presume que esa fue la marca desde la cual caminaron los treinta y cinco pasos antes de dar la vuelta para dispararse.
De acuerdo con las instrucciones impartidas, dos de los cocheros debían regresaran en media hora. Los tres hicieron tiempo en el café Oribe acompañados de unas copas. Dos regresaron al sitio donde los habían dejado. El restante se dirigió a los de Hansen para seguir consumiendo.
La noticia de la muerte les fue comunicada a sus hermanos menores, Luis y Jacobo Varela, por una persona que ellos decidieron no identificar y que nosotros suponemos que fue Esquivel. Luis, para más datos, era el joven asistente del ministro de Interior, Dalmacio Vélez Sarsfield. A los gritos ordenaron al cochero que volara a Palermo, con la expectativa de poder salvarlo.
Un vigilante custodiaba el cuerpo inerte.
Al día siguiente, en La Tribuna de los Varela se publicó la noticia. Omitieron los detalles que originaron la disputa y se concentraron en la escena final. Aseguraron que se había tratado de un duelo con “un individuo llamado Orfila”. Pero lo que más los aquejaba era por qué lo habían abandonado a sabiendas de que había sido él quien propuso escribir la esquela como prevención para que no quedara responsabilidad sobre nadie.
Los demás diarios se hicieron eco de la noticia. Había muerto un hijo del fogoso orador unitario, nada menos que el que llevaba su nombre. Lo llevaron al Cementerio de la Recoleta y lo depositaron en el mausoleo de la familia sin ninguna ceremonia.
Finalmente, se realizó un funeral rezado en la Iglesia de San Ignacio vecina a la Plaza de Mayo. Tuvo lugar el martes 28 de junio a las 10 de la mañana. Pero fue por la memoria de dos hermanos, ya que Horacio, uno de los mayores, había muerto en 1868, en el tiempo en que las aguas dividían a los alsinistas y a los sarmientistas.
El jefe de policía, don Enrique O’Gorman, hermano de la recordada Camila, ordenó a dos de sus principales comisarios, José Calderón y Buenaventura Herrera, que llevaran adelante la investigación. Pero la pesquisa quedó a mitad de camino. Recogieron testimonios -entre ellos la bailarina, Hansen, Berden y el irlandés de El Pobre Diablo-, pero no se establecieron culpas. Apenas un testigo que había salido de Buenos Aires fue demorado al regresar a la ciudad.
Quedó entonces como una muerte producida en un desafío, luego de una larga noche de ruleta y ginebra.
Rufinito Varela tenía cinco años cuando una bala mató a su padre en Palermo. La víctima de 1870 tenía casi la misma edad cuando en 1848 apuñalaron al suyo.
Como un epílogo de esta historia, agregamos que Justa Cané contrajo segundas nupcias con Andrés Somellera, gran amigo del finado marido Florencio.
Orfila partió a Montevideo, adonde fueron bien aprovechados sus conocimientos de ingeniería.
Rufinito, ya convertido en el doctor Rufino Varela Ortiz, se dedicó a la política y ocupó una banca de diputado de la Nación por tres períodos consecutivos. Fue el autor del proyecto de ley de represión a los juegos de azar.
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