Hace unos meses Drake fue noticia. Y merecidamente, hay que admitirlo. En una semana, el popular rapero canadiense logró colocar nada menos que siete canciones entre los 10 primeros puestos de la lista Hot 100 de Billboard. De ese modo superó a los Beatles, que en 1964 habían ubicado simultáneamente cinco temas en el chart comercial más importante de Estados Unidos. Un verdadero golazo.
Todos los temas pertenecen a Scorpion, un disco doble con 25 canciones y colaboraciones especiales de Jay-Z (en "Talk Up") y Static Major y Ty Dolla Sign (en "After Dark"). Pero la sorpresa, y el plato fuerte, del álbum es sin duda "Don’t Matter to Me", donde aparece una voz fantasmal, pero archiconocida, la de Michael Jackson, quien había grabado una versión del tema en 1983, con producción de Paul Anka. Siempre muy atento a las estrategias que potencien su carrera, Drake recuperó del olvido ese material perfecto para seguir sumando récords.
En paralelo, las noticias sobre su vida privada también le fueron sumando espacio en medios de todo el mundo: en mayo pasado, por ejemplo, Pusha T abrió la boca sobre un hijo oculto de su colega y motivó así una respuesta cantada, titulada "March 14" y elegida para el cierre del extenso nuevo disco de Drake.
¿Todo fríamente calculado? Daría la impresión de que sí, sobre todo cuando se analiza la carrera de este músico de 32 años, que ya se ha transformado en una especie de franquicia superexitosa, aun grabando sin solución de continuidad discos kilométricos como Views (2016) y More Life (2017).
Drake sabe cómo manejarse en los tiempos que corren: rumores a granel sobre su vida privada en la época de la ultraexposición y una lírica apoyada en historias románticas que se resuelven con un bloqueo en alguna red social, el sinónimo actual del desprecio o el olvido.
Presentado como un díptico con una cara más orientada al hip-hop y otra más cercana a los patrones del R&B, Scorpion crece cuando el de Toronto hace lo que mejor le sale: un pop liviano, pegajoso y muy bien producido sobre el que monta su flow virtuoso, una fórmula reconocible y, también hay que decirlo, cada vez más repetida ("Emotionless", "God’s Plan", "Peak").
La idea del álbum doble, sostuvieron algunos críticos, no es casual ni inocente: ambicioso, Drake pretende inscribirse en una rica tradición de la música negra, la de discos canónicos como Bitches Brew (Miles Davis, 1970), Here My Dear (Marvin Gaye, 1978), Songs in the Key of Life (Stevie Wonder, 1976) o Sign o’ the Times (Prince, 1987). Scorpion tiene poder de fuego (Apple Music reportó 170 millones de escuchas el día de su lanzamiento), pero está lejos de esas obras capitales. Para durar lo que dura, tiene una cantidad de colores tan restringida que termina volviéndose esquemático y monótono. Podría haber sido mejor con un trabajo de edición más fino, pero ¿quién se puede animar a discutirle algo a un artista que suma 1.500 millones de reproducciones en YouTube?
De todos modos, el tipo de interacción que hoy busca Drake no está relacionada con su música, sino con todo lo que la rodea, los condimentos que, definitivamente, han pasado a ser más importantes que el propio plato, como queda claro en cada una de sus intervenciones públicas. Hace unas semanas estuvo en The Shop, el simpático show de HBO conducido por la estrella de la NBA LeBron James, y habló casi todo el tiempo de lo que más le interesaba: ese hijito oculto al que casualmente se había referido Pusha T y cuyos ojos azules llamaron la atención de todos. Finalmente, Drake reconoció que era suyo y de una pulposa actriz porno francesa, Sophie Brussaux, una data que, era esperable, prendió fuego las redes sociales una vez más.
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