Dos oficios en uno: detrás de una puerta en la carpintería familiar
El mismo día en el que empecé a estudiar guión, me hice carpintera. Corría el año noventa y ocho, mi familia tenía un negocio de muebles que agonizaba y necesitaba dejar de tercerizar y tener producción propia. Como yo era demasiado chica, no supe decirles que no y al mes ya había alquilado un taller y estaba aprendiendo los secretos de la madera.
Además de supervisar la producción, hacer compras y presupuestos, tenía a cargo a cinco carpinteros. Rubén, un oficial quejoso que se dedicaba a armar. El Chaqueño, un cortador rápido que hablaba a los gritos y manejaba la escuadradora. Ariel, un medio oficial regordete que estaba ahorrando para casarse. El Pablo, un adolescente desgarbado que nunca había trabajado que hacía de aprendiz. Y el capataz, Cándido, un paraguayo que fue el que me enseñó a elegir madera seca, las medidas de los tornillos o cómo colgar un techo a diez metros del piso.
Los primeros meses fueron duros. Arrancaba a las ocho de la mañana en la carpintería, trabajaba hasta las seis, me tomaba un colectivo hasta el centro para cursar en la Escuela Nacional de Cine y volvía a mi casa recién a las dos, con un montón de películas y apuntes por leer. Como de noche me quedaba dormida, trataba de estudiar en el taller, pero era imposible. Cada cinco minutos Cándido me interrumpía con una mala noticia: "Niña, no quedan clavos", "Niña, este cemento de contacto es malísimo", "Niña, hay que afilar las fresas".
Traté de sistematizar las compras, pero siempre surgía algo nuevo. Que el lustre. Que la madera estaba verde. Que se había cortado la luz. Descubrí, sin embargo, que si los carpinteros no me veían solucionaban muchos temas ellos mismos, así que me armé una oficina y me encerré a estudiar ahí. Al principio vivía entrando y saliendo para controlarlos, pero con el tiempo podía saber si se estaban equivocando o perdiendo el tiempo sólo con escucharlos charlar desde mi escritorio.
Además de identificarlos por la voz, los empecé a reconocer por las cosas que decían. Rubén necesitaba coordinar con todos lo que iba a hacer y usaba muchos adverbios y palabras difíciles que complicaban la comunicación. Se peleaba con el Chaqueño, el cortador, que hablaba a los gritos y encima de todo el mundo. Decía que no sabía trabajar en equipo, que sólo le importaba cortar madera como un autista y que sólo charlaba para preguntar cómo iba River y si ya nos podíamos ir. Ariel no discutía. Era obediente, amable, y no tenía opinión sobre ningún tema: sólo repetía proverbios y frases populares como la comida no se tira o al que madruga Dios lo ayuda, todo el día. El Pablo hablaba desganado como todos los adolescentes y le pedía dinero a Cándido de una forma rarísima: "¿Candido, me da un cinco pesos? " "Cándido, me da un diez pesos, por favor?". Cándido, el capataz, además de tener problemas con el género y número de todos los pronombres y artículos (en vez de decir "el pino" decía "la pino", en vez de "cien dólares" decía "cien dólar") tenía un acento rarísimo porque era de origen paraguayo, pero había trabajado muchos años en Europa haciendo veleros de lujo.
A pesar de mi método, que era bastante bueno, la carpintería se iba devorando mi ilusión de ser guionista. Las horas no me alcanzaban y moría de bronca viendo cómo mis compañeros se juntaban a debatir películas tomando vino y haciendo circulos de humo con sus cigarrillos intelectuales mientras yo descargaba un camión de madera cubierta de aserrín. Un mes me harté y le dije a mi familia que quería renunciar, que así no podía seguir. Tratamos de que un arquitecto me cubriera algunos días o de trabajar desde mi casa, pero fue imposible. El taller no funcionaba sin mí. En ese momento, yo era una chica de veinte años y sentía que si no iba a la facultad de cine, no iba a poder ser guionista. Y la carpintería me impedía estudiar, así que la odiaba tanto que pensé que me iba a morir.
La empresa familiar fundió en el dos mil uno y la crisis me liberó de mi compromiso. Pero recién tres años más tarde, cuando ya me había recibido, me amigué con todo el tiempo que perdí ahí. Estaba escribiendo mi primer guión y tenía que hacer una escena con una chica a la que se le habían muerto los padres. Y sin saber por qué, cuando empecé a armar los diálogos, la hice hablar con dichos populares y proverbios como Ariel, mi carpintero.
Los guionistas tienden a acercarse a sus personajes a partir de generalidades (ricos, pobres, malos, buenos, sumisos o peleadores) y rara vez por sus particularidades (cómo agarran la taza de té, cómo son cuando se pelean, cómo se separan de sus parejas). Con la forma de hablar pasa lo mismo. Muchos autores no piensan en los matices, la expresividad ni la densidad de las palabras y usan una generalización trillada y superficial que les sirve para cualquier proyecto: los pobres se comen las eses, los ricos hablan con una papa en la boca, las chicas de San Isidro dicen "tipo", los de Villa La Rana dicen "gato".
Ese día, sin querer, mientras escribía la escena, me acordé que Ariel había perdido a sus padres en un accidente y hablaba así. También me di cuenta de que Rubén, el que hablaba difícil, había hecho muebles de cocina veinte años y que posiblemente su trabajo fuera en edificios nuevos, instalando equipamientos con arquitectos, más que en el taller. Que en su afán por nivelarse y por hacerse respetar, había aprendido un montón de palabras difíciles del mundo de la arquitectura y no de la carpintería para mostrar que sabía, que era uno de ellos.
Cándido, en cambio, había sido carpintero naval. Era tan bueno que se lo habían llevado a Italia y a Portugal a hacer barcos. Por eso su obsesión con el dólar, porque en su cabeza vivía convirtiendo a tres monedas para saber cuanto valían las cosas. Y de ahí su problema con los artículos, el género y el número. Cándido no decía "la pino" por burro, sino porque en español las maderas se dicen como el nombre del árbol. El cedro. El cerezo. El algarrobo. Pero en portugués el roble es "la" cerejeira, en femenino.
El Chaqueño, el que gritaba y hablaba encima de todos, lo hacía porque era sordo, como todos los que trabajan en la escuadradora mucho tiempo. Gritaba que subieran el partido o preguntando cuándo podía irse porque no escuchaba, no porque no quisiera charlar con sus compañeros.
Para Pablo ese era su primer trabajo y lo hacía sólo para tener dinero para salir. Pablo decía que necesitaba "un" cinco pesos porque todo dinero que había obtenido lo había conseguido pidiéndole a los padres. Y lo contabilizaba como cualquiera que suplica. Por el billete que puede obtener, no por la plata que sale lo que quiere comprar en ese momento.
Ariel, el que me había hecho descubrir todo esto, se había quedado huérfano de chiquito. Siempre me había parecido raro que alguien de veinte años repitiera que la comida no se tira, pero era porque lo habían criado sus abuelos, que vinieron después de la guerra a la Argentina, y que trabajaron en el país sacrificadamente para poder comer.
Al final, me recibí a los veintiuno con uno de los mejores promedios. Y es verdad que en la facultad aprendí. Conocí el cine de Tarkovsky o lo que era un plano secuencia. Pero fue en esa carpintería donde aprendí a amar las palabras, a entender que un adjetivo era de un personaje y no de otro, a saber que detrás de una muletilla siempre hay una historia que descubrir. Parecía que hablaban de nada, que hacían siempre los mismos chistes, que sus mundos eran pequeños y repetitivos, pero era porque yo no estaba escuchando. Cada palabra que decían contaba algo de sus abuelos. De sus viajes. De sus sueños. De sus familias. De sus tragedias. De sus muertos. Incluso las que parecían más azarosas los estaban contando a ellos. Sé que si hubiera renunciado, hubiera sido guionista más rápido, pero no sé si una buena. En la facultad me dieron un título, pero lo que me hizo escribir mejor fue escuchar a esos cinco tipos hablar detrás de una puerta.