Dos hermanos, dos historias diferentes
Germán era la imagen viva de la desdicha. Director ejecutivo de una empresa de diseño gráfico, sus horas de trabajo eran su único remanso. Con varios matrimonios fracasados y dos hijos distantes, su universo afectivo era un desierto seco e inhóspito. A pesar de tener un cómodo pasar económico y un buen ver, sus horas de ocio transcurrían en la casi total soledad. "Mi vida es un vacío", le confesaba a Jorge, su amigo desde la secundaria, su único sostén afectivo estable. Se encontraban siempre en el mismo café los viernes al atardecer y después de hablar de fútbol y política y varias cervezas, Germán terminaba con el mismo lamento agónico sobre el desamor de su madre ya fallecida. "Tengo un agujero acá", señalando el plexo solar, "me siento un tarado pero no puedo salir de esa caída en picada que es saber que nunca me quiso, que solo le importé para criticarme o castigarme, era severa, seca, mala".
Para Jorge era un enigma. No entendía cómo un hombre de la inteligencia y sensibilidad de su amigo resbalaba una y otra vez en los mismos argumentos patinosos. Lo escuchaba y no atinaba a encontrar el modo de consolarlo y ayudarlo a que saliera de la encerrona de un pasado atormentador y victimizador. Jorge era médico y un día cayó a su consulta Elina, la hermana mayor de Germán. Se reconocieron y saludaron con afecto. Era una mujer agradable, apacible y con una mirada dulce y sonriente. Su estilo, gesto y energía eran diametralmente opuestos a los de su hermano.
Sorprendido, Jorge le contó que seguía viendo a Germán y que lo quería mucho. "Nunca me contó", dijo Elina, "típico de Germán, tan reservado, se guarda todo".
"Sí", replicó Jorge, "está muy solo y no está bien".
Elina bajó la mirada y murmuró: "Es que, pobre, su infancia fue muy triste porque a poco de nacer papá se quedó sin trabajo y se fue barranca abajo. Empezó a tomar y nunca se recuperó. Vivíamos del sueldo de mamá que estaba empleada en una farmacia. Tenía el mundo sobre sus espaldas. Trabajaba muchas horas, a veces también los feriados y cuando llegaba a casa todo estaba por hacerse. Cansada, malhumorada, esquivaba como podía las agresiones de papá que a veces hasta le pegaba cuando no había dinero para la bebida, vivía irritada y sin paciencia con Germán. Pobre mamá, cuánto sufrió. Y pobre Germán que no los conoció como yo, cuando estaban bien".
Conmovido, el viernes siguiente Jorge habló con Germán sobre el alcoholismo del padre. Descubrió que no lo sabía o que no se había dado cuenta. La severidad de su madre no era porque no lo había querido, con lo cual, de pronto, lo que Germán siempre se había contado de su vida no había sido como él se lo había contado. Se le humedecieron unos ojos abiertos así de grandes, suavizó la cara, relajó los hombros, aflojó las manos y exhaló un hondo "¡Ay!", seguido por: "¿Cómo no me di cuenta? Fue todo al revés, mirá lo que me debe haber querido mi madre, capaz que nunca me dijo lo de papá por vergüenza o para protegerme, andá a saber."