Dos criollos que no aflojan
Plegó las orejas hacia atrás y bufó. Su nariz venteó olores extraños y su nervio se desató.
A pesar del viento que rugía entre los palos del corral, el overo supo que alguien se acercaba. El frío le atenazaba el cuero cuando un gateado de mirada inocente se le arrimó, percibiendo que la rutina de la estepa acababa de romperse.
Allí estaba el intruso. Un hombre curtido al que no hacían mella las ráfagas heladas. Pasó bajo los tirantes y caminó resuelto hacia el arenal. La polvareda no lo amilanó tampoco, y sus ojos escudriñaron la tropilla en silencio. Del otro lado, el cacique aguardaba en idéntica pose estatuaria. Eran dos efigies de piedra en la planicie, dos almas templadas por la hostilidad del paisaje. El overo asumió que era hora de corcovear, y luego emprendió un galope corto rozando los palos a pique, el límite de la libertad. El gateado lo siguió, como siempre hacía. Ofrecieron a los ojos del intruso una armoniosa estampa en la inmensidad patagónica. El hombre apreció el arrojo de uno y el aplomo del otro, y eso decidió su suerte.
-Estos dos –dijo, y su voz cabalgó en el viento, perpetuándose en los confines.
Han pasado largos años desde entonces. Mancha sigue corcoveando, por puro placer. Gato se le acerca a paso confiado y ambos trotan en la llanura sembrada de cardos bajo el eterno sol. Escuchan el silbido pronto para la caricia, o ven la mano lista para ofrecer un bocado. Los pingos criollos no conocieron la necesidad en el otoño de sus vidas, y sin embargo, hay noches en que añoran algo que se les escapó en el tiempo: un olor de humo en la cordillera, el cierzo helado bajo los cascos, tal vez el poncho con que aquel hombre que vivió con ellos los cubría, para protegerlos de los espinos; quizá aquellos vítores en lenguas extrañas, cuando Mancha desfiló, enjaezado en celeste y blanco bajo la orgullosa mirada de su amigo humano; o bien el reencuentro con su viejo compañero en medio de la multitud. ¡Cómo relincharon al verse juntos de nuevo!
Gato lo sigue, como siempre hizo, pero esta vez es él el que pliega las orejas y cabecea nervioso. Ha adquirido algo del instinto salvaje de Mancha y le avisa, con su cola alzada, que alguien se acerca. Otra vez.
¡Allí está! Es el hombre que abrió la tranquera a la aventura. Viene hacia ellos como cada mañana al dejar el campamento, después de haber dormido bajo las estrellas mientras ellos ramoneaban a su antojo, sabiendo que un silbido bastaba para reunirlos a los tres.
Gato y Mancha cabalgan hacia él eufóricos, bebiendo la brisa que trae recuerdos de una travesía por pampas, ríos, montes, crestas nevadas, selvas y cañaverales, ciudades olorosas y pastizales tiernos, puentes imposibles y senderos de piedra. Un viaje que llevan sobre sus lomos como una silla invisible, porque nadie los monta ya. ¡Ojalá el amigo los ponga a prueba de nuevo! ¡Ojalá frote la frente contra su testuz, como antes!
Pero Aimé Félix Tschiffely pasa como un soplo entre sus amados pingos, que le valieron la victoria entre los suyos y la gloria de tres Américas. Es la última caricia, que se los lleva a todos al paraíso de los caballos, de grandes lagunas y verdes praderas.
Juntos de nuevo. Para siempre.
(NOTA DE LA AUTORA: Emilio Solanet, gran conocedor del caballo, había comprado a Gato y a Mancha a un cacique tehuelche. Cuando se los ofreció a Aimé Tschiffely, le dijo: "Si usted no afloja, mis criollos tampoco". Aquel suizo emprendió entonces una travesía que lo llevó desde Buenos Aires a Nueva York, entre 1925 y 1928, cosechando elogios, condecoraciones, y lo que más buscaba: el reconocimiento de la raza criolla por sobre las demás. Gato y Mancha reposaron el resto de sus vidas en la estancia El Cardal de Solanet. Gato murió en 1944, Mancha en 1947. Fueron embalsamados y expuestos en el Museo de Luján. Tschiffely publicó varios libros en Europa y visitó a sus amigos criollos en El Cardal una vez más, antes de volverse definitivamente. Murió en Londres, en 1953. Sus cenizas retornaron al país que amaba y hoy su espíritu galopa libre por Ayacucho. El Congreso de la Nación declaró Día Nacional del Caballo el 20 de septiembre, en recuerdo de la fecha de llegada a Nueva York, final de la aventura).
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