La Huella nació a partir del capricho de dos amigos que no sabían nada de cocina pero querían tener un restaurante “a la altura de José Ignacio”
- 8 minutos de lectura'
Ervin Eppinger cuenta la historia de La Huella con timidez. Dice que no quiere adueñarse de méritos ajenos. Sin embargo, es un actor clave en la fundación del parador más emblemático de José Ignacio. Fue, junto a su gran amigo Hugo González Llamazares, el “descubridor” del lugar. Ellos dos compraron el terreno cuando nadie pisaba La Brava y, después de mucho cabildeo, decidieron fundar allí un restaurante de playa. “Están condenados al fracaso”, les advirtieron. Pero ellos, obstinados, siguieron adelante con su plan.
Cuenta Ervin, en primera persona: “En 1970 fui por primera vez a José Ignacio, para conocer, hacer turismo. La ruta 10, de La Barra en adelante, era todo tierra. Cuando llegabas a la laguna de José Ignacio, como no había puente, si el mar estaba bajo -porque el mar se comunica con la laguna-, tenías que pasar por una parte donde no te hundías demasiado. Si no, para ir a José Ignacio tenías que tomar la ruta 9, un desvío de quince kilómetros.
Dejamos el auto, cruzamos por el mar que estaba bajo, y fuimos caminando por la playa. Son más o menos cinco kilómetros hasta José Ignacio. Fui con Mónica y mis tres hijos. La menor, Andrea, tenía 3 o 4 años, yo la llevé a babucha. La playa era espectacular: no vimos ni un ser humano, solo encontramos algunos lobos marinos muertos. Cuando llegamos a José Ignacio, que era un pueblo de pescadores, había algunas casas de argentinos en la punta, casitas chicas de un estilo muy particular. Sobre La Mansa, que es por donde fuimos, no había casi nada.
El pueblo era un trazado de calles de tierra con una plaza. Había un almacén de ramos generales, que era de Riera. Almorzamos ahí, pusieron una tabla sobre una mesa de billar y comimos el plato único: milanesas a la romana, sin pan rallado. Nos encantó José Ignacio, pero no volvimos por años”.
Ahora, en 1987, entra en escena Hugo González Llamazares, empresario, dueño de una compañía de seguros centenaria, La Hispano-Argentina. Continúa Eppinger: “Me dijo ‘Voy a comprar un terreno en José Ignacio, en primera fila, en La Mansa. ¿No querés prenderte?’. Al final, compramos un terreno al lado del otro y terminamos de construir nuestras casas en el 88. Después de eso veraneamos siempre juntos”.
Por pudor, Ervin prefiere no revelar cuánto pagaron cada terreno. Pero es una cifra insignificante comparada con lo que valen hoy. Ya estaba “Casa Blanca”, el refugio de verano de Mirtha Legrand y Daniel Tinayre.
Hugo González Llamazares se enamoró perdidamente de José Ignacio. Se convirtió en un participante activo de la comunidad: detuvo el avance de las discos sobre la península. “Al poco tiempo, se le ocurre comprar terrenos en primera fila sobre el mar, pero del lado de La Brava –sigue Ervin-. Todo el mundo iba a La Mansa, con sus espectaculares puestas del sol, La Brava no tenía movimiento. Compramos los terrenos con la intención primera de construir unos departamentos ‘en escalera’. Lo íbamos a hacer junto a Sánchez Elía, que era dueño de unos lotes vecinos. Mientras comenzábamos a delinear el proyecto, al lado de nuestros terrenos construyeron un restaurante llamado Capitán Hook, que no tenía nada que ver con José Ignacio. Sanchez Elía dijo, textuales palabras, ‘Yo no voy a construir un edificio para que mis clientes se despierten cada mañana con olor a mejillones a la provenzal’. Con lo cual decidimos vender. Le vendimos el terreno a un español que se enamoró del lugar, que se presentaba como ‘un hotelero de Ibiza’ y planeaba hacer un hotel restaurante. Estuvo un año tratando de conseguir el permiso de la municipalidad y se dio cuenta de que necesitaba varios años más, y dijo ‘quédense con el depósito, yo me voy’. Ahí recuperamos el terreno y con Hugo nos pusimos a pensar qué hacer”.
Se enciende entonces la idea de hacer un restaurante. “Entendíamos que José Ignacio se merecía tener un lugar de trascendencia y nuestro terreno podía ser el lugar adecuado. Tardamos cuatro años en conseguir el permiso, fue tremendo. Lo complejo es que el terreno está prácticamente sobre el mar y no era competencia de la intendencia, si no de la Dirección Nacional del Medio Ambiente (DINAMA). Con un boceto del restaurante empezamos a pensar a quién podíamos enganchar para llevar adelante el negocio y la cocina. De cocina, ninguno de los dos entendía cero: Hugo tenía una compañía de seguros y yo estaba en la industria textil. Así llegamos a Bajo el alma, de Martín Pittaluga y Paula Martini, el único restaurante de José Ignacio que realmente tenía el estilo de José Ignacio. Le propusimos hacer esto juntos, ellos como operadores y nosotros poníamos la tierra y la inversión”.
Martín Pittaluga y su socio de la vida, Guzmán Artagaveytía, eran cocineros devenidos empresarios gastronómicos y se trataban como hermanos. Trabajaron muchísimo juntos. “Discutimos mucho, peleamos mucho. Martín y Guzmán decían que sobre La Brava no se podía hacer nada, que ya habían hecho una experiencia y no les había ido bien. No había un motivo específico, pero ellos inistían en que ahí no se podía hacer nada. Al día de hoy, no sé si fue un argumento dentro de la negociación o si realmente lo creían. Ahora poco importa. En el medio de la negociación tuvimos ofertas de otras empresas gastronómicas. Una de ellas fue Novecento, decían que se instalaban encantados. Creo que mi único mérito en todo esto fue ser muy cabeza dura e insistir en avanzar con Martín y Guzmán, que viven en José Ignacio, son José Ignacio. En cuanto empezamos a avanzar, apareció el tercer socio, Gustavo Barbero, de formación contador, una pieza fundamental para completar este equipazo. Los tres se complementaban excepcionalmente bien”.
LA HUELLA, UNA OBRA DE ARTE
“Estuvimos discutiendo el nombre durante meses. Tiramos varios, no nos gustaba ninguno. Guzmán propuso La Meca, pero yo lo objeté porque pensé que había una parte de la posible clientela que no iba a venir. A mí se me ocurrió ponerle La Huella por un cuadro de Pedro Figari que me gusta mucho porque es una escena de baile que tiene mucho humor. Es ese cuadro que está allá”, dice Evin y señala una pared en el living de su casa. El nombre, La Huella, fue aceptado por todos.
La Huella abrió la primera semana de diciembre de 2001, cuando comenzaba el verano de los cinco presidentes en Argentina. “A pesar de todo el caos, el primer año facturamos más de lo que habíamos presupuestado –asegura-. Hicimos alrededor de 60 cubiertos por día, algo que superó nuestras expectativas. Sin embargo, esa cifra que para nosotros era espectacular hoy parece insignificante: La Huella ahora, en plena temporada, hace 1500 cubiertos por día”.
Para Ervin y Hugo, La Huella nunca fue un negocio. “Sólo queríamos hacer un restorán que estuviese a la altura de José Ignacio. Nosotros teníamos otras inversiones en el lugar que iban a potenciarse si estaban rodeados por proyectos de calidad”, insiste Ervin.
Una cláusula fundamental del contrato que firmaron con Pittaluga-Guzmán-Barbero decía que La Huella tenía que abrir todo el año. Fuera de temporada, de viernes a domingos, por lo menos. “Debido a la construcción liviana y muy dentro del estilo de José Ignacio, siendo primera fila, si lo cerrábamos seis meses lo iba a tapar el médano. Los muchachos querían soslayar ese punto del contrato porque abrir en invierno suponía mucho trabajo y costaba plata… Pero en este momento, en pleno invierno, conseguir una mesa un viernes a la noche o un domingo al mediodía es prácticamente imposible”, dice Eppinger.
El plato emblemático de La Huella, desde el primer día, es la corvina a la parrilla. Simple y exquisito. Porque La Huella es -y que nunca nos olvidamos- un parador de playa, no un restaurante.
-Ervin, ¿por qué dejó La Huella?
-Estuve menos de cinco años en la sociedad. Me fui porque había cumplido con el objetivo de instalar un buen restorán en José Ignacio. Además, ni Hugo ni yo aportábamos nada. Todos los días nos volvían locos con llamados telefónicos de amigos y “de amigos de amigos” que nos pedían que les reservásemos una mesa. Una locura.
Después de La Huella (o, mejor dicho “a partir de La Huella”), José Ignacio se convirtió en un polo gastronómico. Aparecieron La Olada, Marismo, Elmo y La Juana, por ejemplo, que fueron creados y manejados por ex empleados de La Huella. Al mismo tiempo, hubo restoranes importantes de Buenos Aires que se instalaron en la península, pero no les fue bien y se fueron.
Hoy trabajan 120 personas en el parador. “Yo te cuento la historia, pero no quiero ser protagonista de esta nota. El protagonismo es de La Huella y el mérito es de los tres muchachos. Ellos formaron un equipo fantástico. Tienen talento, capacidad de trabajo, pasión, amor por el lugar… y mucha onda. El único mérito que yo tengo en esta creación es haber sido muy cabeza dura e insistir en que al frente de todo esto tenía que estar gente que vive en José Ignacio. Las cosas de moda, pasan de moda. Pero La Huella es un clásico y tiene un estilo que creo que marcó José Ignacio”.
Más notas de Punta del Este
Más leídas de Lifestyle
Alimentación. Las 11 reglas para vivir más años, según la familia más longeva del mundo
"Esto no es una pipa". Hoy se cumplen 126 años del nacimiento del pintor belga René Magritte
Según el Feng Shui. Cuál es el lugar ideal de la casa para poner el árbol de jade, la planta que atrae la prosperidad económica
¿Es así? Qué personalidad tienen las personas que se bañan por la mañana