En un pasillo repleto de serpientes, arañas y alacranes, un dúo de científicos producen casi todos los antídotos que se utilizan en nuestro país.
Por Franco Spinetta
Dos niñas mueren en Córdoba picadas por un escorpión. Otro niño en la Ciudad de Buenos Aires tiene cuatro paros cardíacos y zafa de milagro: fue picado por un alacrán. Una persona divisa uno de estos bichos en el subte de la línea D. La gente huye despavorida y la aparición se convierte en una tendencia de las redes sociales.
Los casos generan alarma mediática y cierta desesperación en la gente, que se imagina invadida por miles de alacranes que buscan, insaciables, descargar su veneno. La verdad es que estos artrópodos arácnidos viven entre nosotros desde hace décadas; habitan en lugares oscuros y húmedos, persiguen y comen cucarachas –un indicador de su presencia–, y suelen salir a la superficie empujados por las altas temperaturas, los movimientos de escombros por construcciones o cuando las lluvias elevan el nivel de las napas y su hábitat se inunda.
Hay más de 1.500 tipos de alacranes, pero solo unos 30 pueden causar la muerte o complicaciones graves y, entre ellos, el Tityus trivittatus, el más tóxico del país y el que habitualmente aparece en Buenos Aires. Según las estadísticas oficiales, entre 2006 y 2016, hubo 88.000 casos de picaduras de alacrán en toda Argentina y murieron unas 50 personas, cerca del 0,05%. Ninguna de ellas en la Capital.
En el Instituto Nacional de Producción de Biológicos, ubicado entre las dependencias del Instituto Malbrán, observan todo este fenómeno mientras actúan a diario cumpliendo una función vital: aquí se fabrican los antivenenos que son distribuidos a lo largo y ancho del país. No solo para combatir la picadura de los alacranes –quizás hoy el más famoso de estos animales ponzoñosos–, sino para las otras especies peligrosas: víboras (coral, yarará, cascabel y moojeni), arañas (del rincón o violín, viuda negra y del banano), lagarta o taturana, y el escorpión.
Unas 22.000 dosis de siete antivenenos salen por año del laboratorio del Instituto, lo que representa el 96% de la producción nacional. Todo se distribuye en forma gratuita. “Aquí producimos lo que el mercado no hace porque no es rentable”, dice Christian Dokmetjian, su director. En la Argentina, 17 de las 23 provincias necesitan una provisión regular de antivenenos.
La región más demandante es el Noreste (Formosa, Chaco, Corrientes y Misiones), donde están todas las especies que luego se repiten en el resto de las provincias. “El hombre pisó algo blancuzco y enseguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú [la serpiente venenosa de mayor tamaño de la Argentina] que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque”, arranca el cuento “A la deriva”, de Horacio Quiroga, que tan bien ha descripto esta zona del país y sus peligros, que rechazan o atrapan con sus misterios selváticos al visitante.
Sin exagerar, Dokmetjian advierte que el cambio climático y el aumento de las temperaturas están generando un desplazamiento hacia el sur –es decir, hacia nosotros– de animales que antes no habitaban en la Argentina, o lo hacían en forma muy reducida. La multiplicación de las picaduras de la araña del banano, que se halla principalmente en la provincia de Misiones, despertó preocupación entre los especialistas. “Es una araña muy agresiva, y con un veneno muy potente, que ataca y no solo se defiende”, explica Christian. En el Instituto todavía no pudieron dar con el antiveneno, pero se tienen fe. “Pronto tendría que salir”, dice.
Para producir los antivenenos, lo que se necesita, básicamente, es el veneno. “Sin eso no hay nada”, explica Emiliano Lértora, un biólogo de 30 años que trabaja obsesivamente o, mejor dicho, que convive naturalmente con todos estos bichos peligrosos y con tres boas constrictoras gigantes incautadas en procedimientos judiciales. Junto con Daniel Hermann, también biólogo, son los encargados de alimentar, cuidar y ordeñar las especies más venenosas del país. Así le dicen al procedimiento de extracción del veneno: “ordeñar”. También son los que cada mes y medio agarran un par de frasquitos y se meten en lugares que uno jamás pisaría para buscar escorpiones, serpientes, arañas y lo que haya en el camino.
Emiliano enseña un par de videos de lo que ellos llaman las “campañas de captura”. Con una GoPro filmó algunos momentos que viven con mucha excitación, con una adrenalina tipo National Geographic, pero con acento argentino. Primera imagen: estepa patagónica, paja brava hasta el horizonte. La GoPro se mueve de un lado para otro, se escucha el viento golpeteando con fuerza y de repente el grito: “¡Acá, boludo!”. Encuentran la telaraña de la viuda negra –una de las más resistentes de los arácnidos con capacidad para sostener hasta la caída de una lapicera–, levantan la mata de pasto y ahí está la pequeña colonia de esta araña negra con puntos rojos que pronto será ordeñada. “Ese día nos llevamos 400 arañas, lo cual es una buena campaña porque nos permite trabajar tranquilos”, explica Daniel.
Para cazar alacranes, la campaña se hace de noche y utilizan una luz ultravioleta –igual a la que se usa para detectar billetes falsos– que convierte en verde fosforescente una proteína del bichito. La imagen es psicodélica: Emiliano enfoca una pared derruida de un pueblito del norte de Santa Fe –repleto de chaperío y pasto seco–, y por el cuadro color violeta de la pantalla, aparecen escorpiones verde fluorescente haciendo zigzag por los recovecos. “Formosa es increíble, su biodiversidad no existe en otro lado. Cuando vamos a la selva, sin embargo, puede pasar una semana y no encontramos nada, y por lo general nos tenemos que meter tarde”, cuenta, con misterio a lo Quiroga. “Una noche volvíamos por un sendero y nos encontramos con un alce enorme. El animal tenía unos cuernos importantes; cuando nosotros nos movíamos para la derecha, él se movía hacia la derecha, y cuando nos movíamos hacia la izquierda, lo mismo. Pensamos que era el final, que nos iba a atacar. Estuvimos unos 40 minutos hasta que nos dejó pasar”.
“Estamos locos”, dice Daniel, mientras toma mate y le pasa la mano por encima a una serpiente coral que parece inanimada, pero cuya picadura es la más venenosa del país. “Esta es la meca”, añade Emiliano, en referencia al Malbrán. A simple vista no lo parece. Ambos trabajan en una suerte de pasillo reconvertido en laboratorio, repleto de frascos y tuppers que de lejos parecen inofensivos. Adentro, sin embargo, se hallan las especies más peligrosas. “Estamos en riesgo todos los días, pero no podemos hacer otra cosa”, dice el dúo.
Además de cazar los bichos, ellos deben extraer el veneno. A las víboras las toman por la cabeza hasta que sacan sus colmillos, las oprimen un poco y les colocan un frasco para que descarguen el líquido. A los alacranes –que viven en comunidades y andan con sus crías en el lomo– y a los arácnidos se los “ordeña” con choques eléctricos de poco voltaje y amperaje. Los animalitos pueden soportar hasta cinco extracciones de este tipo.
Emiliano toma con la mano una araña “pollito” de tamaño considerable, famosa en las provincias de Catamarca y La Rioja. La manipula con naturalidad, la da vueltas y muestra cómo es la parte inferior, donde está el dispositivo para picar. Parece un bicho suave, casi un peluche. “Es remansa y sirve mucho para enseñar porque se deja agarrar”, dice. ¿Pero no pica? “Sí, pero nunca picó”, responde.
El terror crece a niveles insospechados cuando estos dos “locos” sacan de sus respectivos tuppers las víboras cascabel y yarará. Ambas tienen un carácter agresivo, enseguida se ponen en posición de ataque y lanzan esos mordiscos que en cámara lenta parecen garantizar una muerte segura.
El ciclo de la producción de antivenenos, clave para atender más de 10.000 casos de picaduras de estos animales que se producen por mes, se completa con la extracción de sangre de caballo, que es procesada hasta obtener la plaqueta que permite componer el suero final. Para eso, el Instituto Nacional de Producción de Biológicos gestiona también un campo de 600 hectáreas, ubicado en Marcos Paz, donde hay 250 caballos que abastecen al laboratorio.
“Si no existiera el Instituto, no habría dónde comprar el antiveneno”, enfatiza Dokmetjian, que hace nueve años dirige este lugar y hace 20 trabaja en el Malbrán. Quizás, esa condición que los convierte en imprescindibles sea el motor que empuja el trabajo de estas personas que, con pocos recursos y alta pasión, hacen mucho por la vida de los otros.
LA NACION