Donde queda Sipan
Es el lugar más cerca entre los sitios lejanos. Lo que nos lleva a la conclusión de que los absolutos son relativos, según
Escudriñemos el who’s who de Sipan, chifa limeño súper fashion de Palermo viejo. ¿Usted ya estuvo? Una sola visita exploratoria puede resultarle insuficiente; dos, nunca las encontrará demasiadas; pero tres, seguro, no le van a alcanzar. Son las singularidades de la fama que ilumina últimamente la variante del comer peruano. De modo que más vale vuelva y vea. Con los años uno aprende que toda fashion justifica una olfateada.
Desde el diáfano y transparente portal de Uriarte 1648 hasta el profundo amable fondo de sus comedores, hay en Sipan una variedad de propuestas gourmet de perfiles atractivos, tipo empecemos nomás.
Pero, ¿por dónde? A la derecha hay una barra de tragos; a la izquierda, unos mostradores. Las opciones de la primera te titubean; las de los otros, te avasallan.
Con platos de perfiles inauditos como lomo nikkei o nissei, pesca a lo macho, choros chalaca, langostinos furai, taipa cantonesa acriollada y otros haciendo juego. Tras cuyas experiencias aperitivas (amuse bouches), usted irá formándose una idea tranquilizante sobre qué es lo que son sabores chifa, arroces chaufa, nigiris de salmón a la miel de maracuyá y las ardientes papas huancaínas prehispánicas. Que acontecen aquí bajo una salsa de ají amarillo, leche gloria y queso andino. El conjunto de estas vanaglorias esotérico-enigmáticas constituyen la razón del restaurante, la atracción principal de sus menús.
Bueno, dale. Empecemos más vale este explorar por la primera de dichas barras, la dedicada al tema tragos, en especial el pisco sour.
Bajo la inspiración del barman Rodrigo, un par parejo de shakers baten los componentes de ese mix de musts que constituyen este drinki, el número uno sacramental del bienestar peruano. El fresco zumo de la lima batido con la clara de huevo a punto nieve, sobre ese doble destilado de vino tipo brandy que es el pisco, y el livianísimo almíbar concitante de la goma. Esta gloria del empecemos-nomás etílico after six ha encontrado en el Sipan de Buenos Aires a uno de sus domicilios más genuinos, sutiles y atinados. Hosanna, hosanna: bajémonos, uno & uno, dos reconfortantes sours al hilo. A partir de ahí ya nos sentiremos agradablemente despresionados.
A las siguientes barras, pues: el área operativa de los sushi-men y sus cuchillos prodigiosos. Donde imperan el cebiche, plato austero y ancestral de la gastronomía aymara prehispánica; y su segundo, el tiradito, virtuosa culinaria japonesa afincada en Lima hacia finales del siglo XIX.
Ambos deliciosos sensitivos príncipes primeros en la tribu de los pescados blancos del Pacífico: el lenguado, el mero y el abadejo.
En el caso del cebiche, el pescado es marinado, cortado en cubos, nunca crudo, en una cofradía de cebollas coloradas bien picadas, un chuf de apio licuado, y el zumo mordiente de la vera lima, key lime.
En los otoños del ají rocoto, en los impregnes del maíz canchita y en los aromas tercos penetrantes del cilantro lunfa. La acidez de cuyo post-gusto residual mitiga la batata caramelizada, punto.
La diferencia japonesa de los tiraditos es partir de una textura crudo-cruda, en fetas delgadísimas, dispuestas sobre el plato en formato de abanico, sin exceso de sazón alimonada sino más bien de algas cochayuyo.
Así precisamente fue descripta por el surrealista peruano Emilio Westphalen en Las Insulas Extrañas (1935) como "el vaho asdrúbal de los cochayuyos en las mareas bajas del Pacífico, que detrás de sí no dejan sino nada".
En efecto, pocos recuerdan a Westphalen –muerto en New York, 2001– pero en Sipan, detrás de los cebiches viene la placentera continuidad fácil y condescendiente de los tiraditos.
Dádiva que le debemos a su exitoso chef propietario José Castro Mendivil, uno de los tres esclarecidos que más han hecho por el buen comer peruano entre nosotros. Los otros dos fueron Emilio Garip (restaurante Oviedo) y Ada Concaro (Tomo I).
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